"El maestro Martín y sus mancebos" Capítulo 10
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Biografía de E.T.A. Hoffmann en Wikipedia | |
Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante |
El maestro Martín y sus mancebos |
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El maestro Martín triste y silencioso trabajaba al día siguiente en el gran tonel del obispo de Bamberg, mientras Federico vivamente afectado por la ausencia de Reinoldo, no tenía aliento para cantar y ni siquiera decir una palabra. De pronto el maestro, soltando la doladera y cruzándose de brazos, exclamó con acento sombrío: —¡Ved ahí que también Reinoldo se ha marchado! Un pintor de mérito, que se ha burlado de mi con todas sus apariencias de mancebo tonelero. Ahí si hubiese podido sospecharlo, cuando tú me lo presentaste, me habría guardado de admitirlo. Parace imposible que una cara tan franca y honrada pueda encubrir un corazón tan lleno de disimulo y fementido! Pero en fin, se ha marchado. ¡Espero que tú permanecerás fiel al oficio, y quién sabe sí al cabo todavía nos unirán lazos más estrechos! Procura aplicarte, y que Rosa te ame, ¿me entiendes? todo depende de ti. Y cogiendo de nuevo la doladera púsose trabajar con ahínco. Federico no hubiera sabido explicarse la impresión que acababan de producirle las palabras del maestro, pues su corazón lastimado no concebía ya la más leve esperanza. Por primera vez desde mucho tiempo, Rosa reapareció en el taller: estaba sumamente abismada, y Federico notó, no sin dolor, que tenía los ojos encendidos.—Ha llorado por su ausencia... luego le ama,—se dijo, y desde entonces no tuvo valor de mirar nuevamente a una mujer a quien adoraba con tanta pasión. Quedaba concluido el gran tonel y al contemplarlo, recobró maestro Martín su buen humor habitual.—Sí, muchacho,—dijo sacudiendo amistosamente la espalda de Federico,—quedamos convenidos en que si sabes hacerte amar de mi hija y construir una obra de maestro, serás mi yerno. Esto no impedirá que cultives tu noble afición al canto, y que adquieras con ello buena fama. Los encargos iban en aumento de día en día, por lo que el maestro Martín se vió obligado a tomar dos nuevos oficiales, gente grosera y desmoralizada. En vez de las alegres y seductoras conversaciones de Federico y Reinoldo, no se oían en el taller más que vulgares dicharachos y canciones de taberna. Rosa con este motivo no apareció por allí, y Federico sólo la veía de claro en claro y por mera casualidad. Si mirándola con melancolía la decía suspirando:—¡Ay, querida Rosa, si me fuera dable hablar con vos, y veros risueña como en los buenos tiempos en que Reinoldo trabajaba en casa!—ella le contestaba, bajando los ojos:—¿Tenéis algo que decirme, Federico?—El mancebo quedaba inmóvil, viendo desvanecerse su felicidad con la misma rapidez que el fulgor de un relámpago. En tanto insistía el maestro Martín en que Federico comenzara su obra de maestro, a cuyo efecto había escogido la mejor madera de encina, limpia, sin ninguna vena ni defecto, que tenía guardada en los almacenes por espacio de cinco años, y nadie debía ayudar a Federico en su trabajo más que el viejo Valentín. No obstante, la grosería de sus nuevos compañeros de taller contribuía a que éste le fuera cada vez más antipático y sólo con profunda tristeza pensaba en la obra maestra que iba a decidir de sus destinos, sintiéndose desfallecer en un oficio tan opuesto a su primitiva vocación de artista. No se separaba de su mente el magnífico retrato de Rosa pintado por Reinoldo, y las obras de arte aparecían en su imaginación rodeadas de una brillante aureola. Con frecuencia al sentirse subyugado por tan tristes y melancólicos pensamientos, iba a refugiarse en la iglesia de S. Sebaldo, y allí pasaba horas enteras contemplando el admirable monumento de Pedro Fischer y exclamando con entusiasmo:—¡Qué obra, Dios mío! ¿Puede darse en la tierra otra más bella?—Y al volver enseguida a sus duelas y aros, recapacitando acerca de cuánto le era preciso hacer para conquistar la mano de Rosa, sentía como que unas tenazas candentes le destrozaran las entrarías precipitándole al abismo de la miseria. Cuando dormía soñaba que Reinoldo le presentaba magníficos bosquejos de escultura, en los cuales se ofrecía siempre la imagen de Rosa, tan pronto en forma de flor, como de ángel con las alas desplegadas, y cosa extraña, como veía que Reinoldo olvidaba siempre marcar el corazón en estas imágenes subsanaba la falta apresurándose a dibujarlo él mismo. A menudo también creía oir a los pétalos de las flores cantando la belleza de su amada, y ver reproducirse su encantadora faz en la pulimentaba superficie de metales preciosos. Entonces extendía los brazos para estrecharla contra su seno; pero la ilusión se desvanecía, y con ella la dulce imagen de rosa. Así iba haciéndosele cada vez más insoportable la profesión de tonelero, yendo por fin a consolarse a casa de su antiguo dueño, el maestro Juan Holzschner y habiéndole éste permitido trabajar a horas perdidas en su taller, Federico decidió emplear el fruto de sus ahorros en modelar en plata la obra que había concebido. Transcurrieron en esto algunos meses, y Federico que a juzgar por la palidez de su semblante, parecía hallarse gravemente enfermo, no pensaba siquiera en principiar su obra de maestro. El viejo Martín le echó en cara su falta de celo, viéndose en consecuencia obligado a empuñar de nuevo la aborrecida doladera. Un día que estaba trabajando, se le acercó aquel y después de examinar las duelas que estaba preparando, le dijo encendido de coraje:—¿Qué es esto? ¿Qué estás haciendo? ¿Es un mancebo que aspira a pasarse maestro el que corta esta madera, o un aprendiz de cuatro días? ¿En qué diablo piensas? ¿Crees que mi mejor madera de encina vale tan poco, que así debas echarla a perder? Subyugado el mancebo por panosos sentimientos y sin que fuera libre ya de dominarse por más tiempo, arrojó la doladera que tenía entre manos y exclamó:—Maestro, ya todo se acabó, que aun cuando debiera costarme la vida, no puedo aguantar por más tiempo un trabajo como éste, impulsado como me siento por una fuerza irresistible hacia el arte que antes practicaba. Pero sabed que amo a Rosa, como nadie la haya amado en el mundo, y que por ella sola me dediqué este vil trabajo. Ahora la he perdido; lo sé, y aun cuando el dolor me matara, no puedo proceder de otro modo. Desde este momento vuelvo a consagrarme a mi noble profesión, que ya me está esperando el digno maestro Holzschner a quien abandonó tan indignamente... El maestro Martín echaba rayos por los ojos, la rabia le ahogaba y sólo con grande esfuerzo, pudo barbotear estas palabras:—¡Cómo!... ¿Y tú también?... ¡Traidores y embusteros!..¿ Así habíais de engañarme?... ¡Fuera de aquí, miserable!... Y profiriendo estas palabras le puso la mano en los hombros, haciéndole pasar la puerta de un empellón. Al alejarse oyó Federico las carcajadas de los nuevos mancebos. El viejo Valentín cruzando las manos, decía con aire pensativo:—Bien había advertido yo que el pobre muchacho estaba ensimismado en algo mejor que nuestros toneles. Marta lloró mucho y sus chiquillos tuvieron un gran sentimiento, pues Federico jugaba siempre con ellos y les traía a menudo alguna golosina. |
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