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Hermann Hesse

"Siddharta"

Cap. 8: Junto al río

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Música: Reiki. The Mind Body and Soul Series
 

Siddharta

Junto al río

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Ya lejos de la ciudad, Siddharta caminó por el bosque. Sólo sabía una cosa con certeza: que no podía volver, que la vida que había llevado durante años había pasado, concluido, y que la había gozado hasta hastiarse.

Había muerto el pájaro cantor con el que soñara. El ave de su corazón había dejado de existir. Fue un profundo cautivo del sansara, se embebió de asco y muerte por todas partes, como una esponja absorbe agua hasta empaparse. Siddharta estaba lleno de fastidio, de miseria y muerte; ya no existía nada en el mundo que pudiese alegrarle o consolarle.

Con ansiedad deseaba no saber nada de sí mismo, permanecer tranquilo, muerto.

¡Que caiga un rayo y me mate! -pensaba-. ¡Que venga un tigre y me coma! ¡Que tome un vino, un veneno que me adormezca, que haga olvidar y dé un sueño sin final! ¿Queda alguna suciedad con la que todavía no me haya manchado? ¿Un pecado o una necedad que no haya cometido? ¿Un vacío del alma sin sentir? ¿Era posible respirar y aspirar una y otra vez, sentir hambre, volver a comer, dormir, permanecer junto a una mujer? ¿No se había agotado ya ese círculo para Siddharta?

Llegó junto a la orilla del gran río del bosque, el mismo que le hizo cruzar un barquero cuando todavía era joven y venía de la ciudad de Gotama. Se detuvo vacilante a la orilla del río. El cansancio y el hambre le habían debilitado. ¿Para qué seguir adelante? ¿Hacia dónde ir? ¿A qué destino? No, ya no existían objetivos; lo único que palpitaba era una ansiedad profunda y dolorosa de arrojar ese sueño confuso, de escupir ese vino soso, de zanjar esa vida miserable y vergonzosa.

Un árbol se inclinaba sobre la ribera del río: era un cocotero, en cuyo tronco apoyó Siddharta el hombro; Siddharta abrazó luego el tronco y observó el agua verde que se deslizaba a sus pies; miró hacia abajo y sintió deseos de soltarse y de desaparecer bajo el agua. Un vacío estremecedor se reflejaba entre las ondas, al que replicaba el terrible hueco de su alma. Sí, estaba acabado. Sí, para Siddharta, con la vida destrozada y sin meta, con su formación malograda, ya no quedaba otra solución que lanzar su existencia a los pies de los dioses con una sonrisa irónica.

Ese era su deseo: ¡La muerte, la destrucción de la forma odiada! ¡Que los peces devoren ese perro de Siddharta, ese demente, ese cuerpo desmantelado y podrido, esa alma decadente! ¡Que los cocodrilos se lo coman! ¡Que los demonios lo descuarticen!

Con el rostro desencajado clavó su vista en el agua: al ver el reflejo de su cara escupió en el agua. Lleno de abatimiento separó el brazo que apoyaba en el tronco y se volvió un poco para deslizarse y hundirse de una vez para siempre. Se hundía hacia la muerte con los ojos cerrados.

En ese instante sintió una voz llegar desde remotos lugares de su alma, del pasado de su agotada existencia. Era una palabra, una sílaba que repetía maquinalmente una voz balbuciente; se trataba de la vieja palabra, principio y fin de todas las oraciones de los brahmanes: el sagrado Om, que significa lo perfecto o la perfección. Y en el momento en que la palabra Om alcanzó el oído de Siddharta, de repente despertóse su espíritu adormecido y reconoció la necedad de su intención.

Siddharta se asustó profundamente, y pensó cómo había podido llegar a aquel punto; se encontraba perdido, confuso, abandonado de toda sabiduría. Había intentado buscar la muerte. Un deseo tan pueril había podido crecer en su interior: ¡Encontrar la tranquilidad apagando su vida! Lo que no habían logrado en todo ese tiempo la tortura, el despecho y la desesperación, lo consiguió el Om al penetrar en su conciencia. Siddharta reconoció su miseria y su error.

Om -repetía-. ¡Om!

Y de nuevo volvió a tener conciencia del Brahma, del carácter indestructible de la vida ... que había llegado a olvidar.

Pero ese momento tan sólo duró un segundo, como un rayo. Siddharta se desvaneció al pie del cocotero, quedó su cabeza junto a la raíz y durmió profundamente.

Su sueño era hondo y libre de pesadillas; hacía mucho tiempo que no conseguía dormir así. Cuando despertó, después de varias horas, le pareció que habían pasado diez años: escuchó el ruido del agua; no recordaba dónde se encontraba ni cómo había llegado hasta allí. Abrió los ojos y con asombro observó sobre su cabeza los árboles y el firmamento; lo pasado parecía estar cubierto por un velo inmensamente lejano e indiferente.

Sólo sabía que la vida abandonada había sido una encarnación pasada, anterior a su actual yo; comprendía que había conseguido apartarse de su anterior existencia, y se hallaba tan lleno de asco y de miseria que hasta había pretendido quitarse la vida; allí, junto a un río, bajo un cocotero, volvió en sí. Se había quedado dormido con la palabra sagrada Om, en los labios, y ahora se despertaba y contemplaba el mundo como un ser nuevo.

Con voz baja pronunció el vocablo, con el que se había quedado adormecido; le pareció que en todo su largo sueño no hizo otra cosa que hablar del Om, pensar en el Om, hundirse y penetrar en el Om, en lo indecible, en lo perfecto.

¡Qué sueño tan maravilloso! ¡Jamás le había refrescado tanto un sueño, y renovado y rejuvenecido! ¿Acaso estaba muerto realmente, o se había hundido y había vuelto a nacer con una nueva encarnación? Pero no, Siddharta se reconocía: sus manos y sus pies, el lugar donde se encontraba, el yo en su interior, el Siddharta caprichoso, raro; no obstante, Siddharta había cambiado, se había renovado, se encontraba descansado, despierto, alegre y curioso.

Siddharta se incorporó y vio frente a él a una persona: un forastero, un monje vestido con la túnica amarilla y la cabeza afeitada, en postura de meditación. Contempló al hombre, que no tenía cabello ni barba, y no tardó mucho en advertir que el monje era Govinda, el amigo de su juventud. Govinda, el que se había refugiado con el majestuoso.

También había envejecido Govinda, como él, pero su rostro aún mantenía los mismos rasgos, expresaba diligencia, lealtad, búsqueda y temor. Y cuando Govinda levantó la mirada al sentirse observado, Siddharta se dio cuenta inmediatamente de que su amigo no le reconocía. Govinda se alegró al verle despierto; evidentemente, hacía mucho tiempo que esperaba que despertase, aunque no le conocía.

Me he dormido -manifestó Siddharta-. ¿Cómo has llegado hasta aquí?

Sí, ya te he visto dormir -contestó Govinda-. Y no es muy recomendable hacerlo en estos sitios, pues a menudo hay serpientes, y además éste es el camino de los animales del bosque. Yo, señor, soy un discípulo del majestuoso buda, del Sakia Muni, pasaba por aquí, con otros de mis compañeros, cuando te vi dormir en lugar tan peligroso. Por ello intenté despertarte, señor, y al comprobar que tu sueño era muy profundo, me rezagué y me senté a un lado. Y mientras deseaba vigilar tu sueño, creo que yo también me he dormido. Mal cumplí mi servicio, pues el cansancio me venció. Pero ya que ahora estás despierto, dame licencia para reunirme con mis compañeros.

Te agradezco mucho, samana, que vigilaras mi sueño -continuó Siddharta-. Los discípulos del majestuoso sois muy amables. Ahora ya puedes irte.

Me marcho, con tu permiso. Que el Señor proteja tu salud.

Gracias, samana.

Govinda hizo la señal del saludo y declaró:

Adiós.

Adiós, Govinda -contestó Siddharta.

El monje se detuvo.

Permíteme, señor. ¿De dónde conoces mi nombre?

Siddharta sonrió.

Govinda, te conozco de la casa de tu padre y de la escuela de los brahmanes, de los sacrificios, de nuestro viaje con los samanas, y de aquella hora cuando tú, en el bosque de Jetavana, te refugiaste en el majestuoso.

¡Eres Siddharta! -exclamó Govinda-. Ahora te reconozco, y no comprendo cómo antes no me he dado cuenta inmediatamente. Bien venido, Siddharta. Siento un gran gozo al volver a verte.

También yo me alegro de verte otra vez. Has sido el vigilante de mi sueño: una vez más te doy las gracias, aunque no hubiera necesitado una custodia. ¿Adónde vas, amigo?

No me dirijo a ninguna parte, en concreto. Los monjes siempre caminamos, mientras no es la estación de las lluvias; vamos siempre de un sitio a otro, vivimos según la regla, pregonamos la doctrina, recibimos limosnas y continuamos nuestro viaje. Siempre así. ¿Pero tú, Siddharta, adónde vas?

Contestó Siddharta:

Yo hago lo mismo que tú, amigo. No voy a ninguna parte. Sólo estoy en camino. Soy un peregrino.

Govinda replicó:

Dices que eres un peregrino, y te creo. Pero, perdóname, Siddharta, no tienes aspecto de peregrino. Llevas el atuendo de un hombre rico, calzas zapatos de aristócrata, y tu cabello perfumado no es el de un samana.

Muy bien, amigo, has observado con agudeza, no has perdido detalle. Pero yo no he dicho que sea un samana. Tan sólo dije: soy un peregrino. Y así es.

Es posible -respondió Govinda-. Pero pocos peregrinan con esas ropas, con esos zapatos, con esos cabellos. Jamás he encontrado un peregrino así, en todos los años que camino.

Te creo, Govinda. Pero hoy has encontrado un peregrino con estos zapatos y así vestido. Acuérdate, amigo, que el mundo de las formas es pasajero, temporal, sobre todo con nuestros vestidos, nuestro cabello y todo nuestro cuerpo. Llevo el ropaje de un rico, te has fijado bien. Lo llevo porque he sido rico. Y llevo el pelo como la gente mundana y los libertinos, porque he sido también uno de ellos.

¿Y ahora, Siddharta? ¿Qué eres ahora?

No lo sé. Lo ignoro tanto como tú. Estoy en camino. He sido un potentado, y ya no lo soy. Y no sé lo que seré mañana.

¿Te has arruinado?

He perdido las riquezas o ellas me arruinaron a mí. Digamos que se me han extraviado. Govinda, la rueda de lo ingrato gira con extremada rapidez. ¿Dónde se halla el brahma Siddharta? ¿Dónde se encuentra el samana Siddharta? ¿Dónde quedó el rico Siddharta? Lo temporal cambia muy aprisa, Govinda. Tú bien lo sabes.

Govinda contempló durante largo tiempo al amigo de su juventud, y en sus ojos apareció una duda. Entonces le saludó como se saluda a los aristócratas, y se puso en marcha.

Siddharta, con el rostro sonriente, le siguió con la mirada. ¡Todavía amaba a ese hombre fiel y temeroso! ¡Cómo habría sido posible no amar a nadie o a nada, después de un sueño tan maravilloso, tan lleno del Om! Precisamente el encantamiento estaba allí: en el sueño se le había preparado para amarlo todo; se encontraba lleno de amor hacia todo lo que contemplaba. Y justamente ésa fue su enfermedad anterior, según le parecía ahora: el no saber amar a nada ni a nadie.

Sonriente, continuaba observando Siddharta al monje que se alejaba. El sueño le había devuelto las fuerzas, pero le seguía molestando el hambre, ya que ahora hacía dos días que no comía y el tiempo en que solía ayunar se encontraba muy lejano. Con preocupación, pero feliz, recordó aquel pasado.

Fue entonces cuando recordó cómo había glorificado ante Kamala tres artes que antes había dominado perfectamente: ayunar, esperar, pensar. Esta había sido su fortuna, su poder y su fuerza. Había aprendido esas artes en los años penosos y difíciles de su juventud, nada más. Y ahora le habían abandonado, ninguna de las tres artes le pertenecía ya: ni el ayunar, ni el esperar, ni el pensar. ¡Las había trocado por lo más miserable y más pasajero, por los deleites de los sentidos, el bienestar físico, las riquezas! Realmente le había sucedido algo extraño. Y ahora parecía que de nuevo se había convertido en un ser humano.

Siddharta reflexionó acerca de su situación. Le costó meditar; en el fondo no le apetecía, pero se obligó a sí mismo. Pensó:

Ahora que por fin han sucumbido todas las cosas pasajeras, ahora que vuelvo a estar bajo el sol, como cuando fui un chiquillo, me doy cuenta de que no sé nada, de que no soy capaz de nada, de que no he aprendido nada. ¡Qué raro es todo esto! ¡Ahora voy a empezar de nuevo, como un niño, a pesar de que ya no soy joven y que mis cabellos empiezan a encanecer -sonrió otra vez-. Sí, tu destino será muy singular.

Siddharta se perdía, pero ahora volvía a encontrarse en este mundo y se veía vacío, desnudo e ignorante. Y sin embargo, no podía sentir pena por lo sucedido. No. Al contrario, tenía deseos de reír, de burlarse de sí mismo, de chancearse de todo ese mundo tan necio y tan absurdo.

¡Estás en decadencia!, se acusó a sí mismo, y seguidamente echóse a reír.

Al pronunciar estas palabras, miró al río, que también se deslizaba por una pendiente, siempre hacia abajo, sin dejar de estar alegre y de canturrear. Eso gustó a Siddharta que sonrió amablemente al río. ¿No era el mismo río en el que había querido ahogarse, hacía ya tiempo, quizás unos cien años? ¿O tal vez lo soñó?

Siddharta continuó meditando:

Realmente mi vida ha seguido un curso muy especial, dando muchos rodeos. De chiquillo sólo oía hablar de dioses y sacrificios. De mozo sólo me entretenía con ascetas, pensamientos, meditaciones, buscando a Brahma, venerando al eterno atman. Ya de joven seguí a los ascetas, viví en el bosque, sufrí calor y frío, aprendí a pasar hambre, aprendí a apagar mi cuerpo. Entonces la doctrina del gran buda me pareció una maravilla; sentí circular en mi interior todo el sabor de la unidad del mundo, como si se tratara de mi propia sangre. No obstante, tuve que alejarme del mismo buda y del gran saber. Me fui y aprendí el arte del amor con Kamala, el comercio con Kamaswami; amontoné dinero, malgasté, aprendí a contentar a mi estómago, a lisonjear a mis sentidos. He necesitado muchos años para perder mi espíritu, para olvidarme del pensar y la unidad.

¿No parece que he precisado dar grandes rodeos para convertirme paulatinamente en un hombre, para dejar de ser filósofo y vivir como una persona vulgar?

Y, a pesar de todo, ha sido un buen camino, no ha muerto completamente el pájaro que se alberga en mi interior. Pero, ¡qué camino es ése! He tenido que sobrevivir a tanta ignorancia, vicio, error, asco y desengaño, tan sólo para volver a ser un hombre que no piensa, como los niños, y así, poder empezar de nuevo. No obstante, todo ha ido bien, mi corazón se alegra, mis ojos ríen. He tenido que sufrir con desesperación, me he visto obligado a rebajarme hasta la idea más necia, la del suicidio, para poder recibir la gracia de sentir el Om, para volver a dormir bien y a despertarme mejor. Tuve que convertirme en un ignorante para poder encontrar al atman en mi interior. He tenido que pecar para volver a resucitar.

¿Hacia dónde me seguirá llevando este camino? Mi sendero sigue un itinerario absurdo, da rodeos, y quizá también vueltas. ¡Que siga por donde quiera! ¡Yo lo seguiré!

Sintió en su pecho una alegría maravillosa.

¿De dónde sale esa alegría tan grande? -preguntó a su corazón-. ¿Acaso te viene de ese largo sueño, que tanto bien te hizo?

¿O proviene de la palabra Om, que pronuncié? ¿O acaso es porque he conseguido escapar, he logrado la fuga y por fin me encuentro otra vez libre, como un chiquillo bajo el cielo?

¡Qué maravilla es poder huir, ser libre! ¡Qué aire más limpio y puro se respira aquí! ¡Qué delicia aspirarlo! Allí, de donde escapé, todo olía a cremas, especias, vino, saciedad, ocio. ¡Cómo odiaba ese mundo de ricos, vividores y jugadores! ¡Cómo me aborrecía, me robaba, envenenaba, torturaba, envejecía y maldecía! ¡No, jamás creeré en mí, como antes, cuando me gustaba pensar que Siddharta era un sabio! Sin embargo, ahora sí que he obrado bien; ¡me gusta, puedo elogiar mi obra! ¡Ahora termina el odio contra mí mismo, contra esa vida necia y monótona! Te felicito, Siddharta, ya que después de tantos años de ocio has vuelto a tener una nueva idea, has obrado, has oído cantar al pájaro en tu pecho, ¡y le has seguido!

De esta forma se elogió y se sintió satisfecho de sí mismo, a la vez que oía los rugidos del hambre en su estómago. Un retazo de pena, un mendrugo de miseria: eso era lo que ahora percibía; en los últimos días había apurado hasta el máximo y luego lo escupió todo; se sació hasta la desesperación y la muerte.

Así era mejor. Hubiera podido quedarse mucho más tiempo con Kamaswami, ganar dinero, malgastarlo, hinchar su barriga y dejar que su alma muriese de sed; habría podido vivir todavía mucho tiempo en aquel infierno suave y bien acolchado, si no le hubiera llegado el momento del desconsuelo total, de la desesperación. Fue aquel instante, cuando se balanceaba por encima de la corriente del agua, dispuesto a destruirse. Había sentido esa desesperación, esa profunda repugnancia, pero no se dejó vencer; el pájaro, la fuente y la voz de su interior continuaban con vida. Esa era su alegría, su risa; por eso brillaba su rostro bajo las canas.

Es bueno -pensó- probar personalmente todo lo que hace falta aprender. Desde niño, desde mucho tiempo, sabía que los placeres mundanos y las riquezas no acarrean ningún bien; pero ahora lo he vivido. Y ahora lo sé, no sólo porque me lo enseñaron, sino porque lo han visto mis ojos, mi corazón, mi estómago. ¡Qué bello es saberlo!

Mucho tiempo permaneció meditando acerca del cambio que se había producido en su ser. Escuchó al pájaro que trinaba alegre. ¿No había muerto el pájaro en su interior, no había sufrido su muerte? No; en Siddharta había muerto algo muy distinto, que desde hacía tiempo deseaba sucumbir. ¿No era lo mismo que en sus ardientes años de asceta había querido apagar? ¿No era su yo, el yo pequeño, temeroso, orgulloso, con que había luchado durante tantos días, el que siempre le vencía, el que después de cada penitencia, volvía a surgir, y le quitaba la alegría, y le daba temor? ¿Acaso no era eso lo que por fin hoy había encontrado la muerte, allí en el bosque, junto a ese río idílico? ¿No era esa muerte por lo que Siddharta había vuelto a ser un niño, y sintió confianza, alegría y temeridad?

Ahora también comprendió por qué había luchado inútilmente contra ese yo, mientras era brahmán o asceta. ¡Se lo había impedido el exceso de sabiduría, de versos sagrados, de reglas para sacrificios, de mortificaciones, la excesiva ambición! Con arrogancia, siempre había sido el primero, el más inteligente, el más sabio, el más diligente; siempre se encontraba un paso más adelante de los demás compañeros, sabios, sacerdotes o eruditos. Su yo se había escondido en ese sacerdocio, en aquella erudición e intelectualidad; estaba allí y crecía, mientras Siddharta creía apagarlo con ayunos y penitencias. Ahora se daba cuenta y observaba que la voz secreta tenía razón: ningún profesor se lo hubiera podido reprimir jamás.

Por ello tuvo que lanzarse al mundo, perderse entre los placeres y el poder, la mujer y el dinero; se había tenido que convertir en comerciante, jugador, bebedor, glotón, hasta que el brahmán y el samana de su interior se murieran. Por tal causa había tenido que soportar esos años monstruosos, ese hastío, vacío y absurdo de una vida monótona y perdida, hasta que por fin, como una desesperación, el vividor y el Siddharta ávido habían llegado a sucumbir. Muerto, un nuevo Siddharta había resucitado. También éste se volvería viejo, también tendría que morir algún día; Siddharta era transitorio, como pasajera es toda formación. Pero hoy se hallaba en plena forma, joven como un chiquillo, un nuevo Siddharta. Estaba lleno de alegría.

Meditaba todas estas ideas, escuchaba sonriente su estómago y agradecía el zumbido de una abeja. Miraba con alegría la corriente del río: jamás un agua le había gustado tanto, jamás había percibido la voz y el ejemplo de la corriente con tanta fuerza. Le parecía que ese río poseía algo especial, algo que aún desconocía, pero que le esperaba. En ese río se había querido ahogar Siddharta, y en él había sucumbido el Siddharta viejo, cansado, desesperado. Sin embargo, el nuevo Siddharta sentía por esa corriente un profundo amor que le obligaba a no abandonarla con prisas.

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