Hermann Hesse en AlbaLearning

Hermann Hesse

"Siddharta"

Cap. 7: Sansara

Biografía de Hermann Hesse en Wikipedia

 
 
[ Descargar archivo mp3 ]
 
Música: Reiki. The Mind Body and Soul Series
 

Siddharta

Sansara

<<< 7 >>>
     

Durante largo tiempo Siddharta había vivido la vida del mundo y de los placeres, pero sin formar parte de esa existencia. Se le habían despertado los sentidos que adormeció en los ardientes años de samana; había probado la riqueza, la voluptuosidad, el poder; no obstante, durante mucho tiempo permaneció siendo un samana dentro del corazón. Se dio cuenta de ello la misma Kamala, la inteligente. La vida de Siddharta seguía estando presidida por tres cosas: pensar, esperar y ayunar; todavía la gente del mundo, los seres humanos le eran extraños, igual que él lo era para los demás.

Los años pasaban, y Siddharta, rodeado de bienestar, apenas se daba cuenta. Se había hecho rico; ya poseía su propia casa con los correspondientes criados, y un jardín en las afueras de la ciudad, junto al río. La gente le quería; le iban a ver cuando necesitaban dinero o consejos. Pero, a excepción de Kamala, nadie consiguió ser su amigo íntimo.

Poco a poco se había convertido en recuerdo aquel estado alto y sereno de renacido -el que sintió en su juventud, días después del sermón de Gotama y de la separación de Govinda-, aquella esperanza expectante, aquel orgullo de soledad sin profesores ni doctrinas, aquella disposición dócil a oír la voz divina en su propio interior; todo fue pasajero; la fuente sagrada murmuraba en la lejanía y con voz muy débil -la que antes estuvo muy cerca-, en su propio interior. Sin embargo, le había quedado todavía mucho de lo que aprendió de los samanas, de Gotama, de su padre, el brahmán: la vida moderada, el placer de pensar, las horas de meditación, el conocer secretamente el yo, el eterno yo, que no es cuerpo ni conciencia.

Sí, le había quedado algo de todo aquel pasado, pero ello se encontraba en el olvido, cubierto de polvo. Era como la rueda del alfarero que, una vez en marcha, no se detiene bruscamente, sino que con lentitud y cansancio aminora la marcha hasta pararse del todo. En el alma de Siddharta, la rueda del ascetismo, de la reflexión, había girado durante mucho tiempo; y ahora todavía daba vueltas, pero muy despacio, vacilando: se hallaba a punto de detenerse. Paulatinamente, como la humedad penetra en la corteza del árbol y la invade y la pudre, así el mundo y la pereza habían penetrado en el alma de Siddharta; con insidia le llenaban el alma, daban pesadez a su cuerpo, le cansaban, le adormecían. Por el contrario, sus sentidos se habían despertado, habían aprendido mucho, poseían gran experiencia.

Siddharta había aprendido a comerciar, a ejercitar su poder sobre las personas, a divertirse con una mujer; se había aficionado a vestir ropas elegantes, a ordenar a los servidores, a bañarse en aguas perfumadas. Le gustaba comer sabrosos platos preparados con cuidado; platos de pescado, carne, aves, especias y dulces, y bebía el vino que da pereza y ayuda a olvidar. Había progresado en el juego de los dados, en el tablero de ajedrez, en el saber mirar a las bailarinas; sabía dejarse llevar en una litera, y dormir en una cama blanda.

Pero aún no se sentía diferente o superior a los demás; siempre los observaba con un poco de ironía y desprecio, precisamente con ese desdén que siente un samana por la gente de mundo. Cuando Kamaswami se encontraba enfermo, cuando le perseguían las preocupaciones de los negocios, Siddharta siempre le lanzaba una mirada burlona. Sólo que, lentamente, sin que se notara en el continuo ritmo de las cosechas y estaciones de lluvia, su ironía se había cansado, su superioridad había conseguido calmarse. Y despacio, en medio de su riqueza creciente, Siddharta se había adaptado un poco a las maneras de los pueriles seres humanos, a su candidez, a sus temores.

Y sin embargo, los envidiaba. Sentía cada vez más celos, a medida que se iba pareciendo más a ellos. Codiciaba lo único que a él le faltaba y que los hombres tenían: la importancia que lograban dar a su existencia, la pasión de sus alegrías y temores, la dulzura inquietante y la felicidad de sus amoríos. Los envidiaba a ellos, a sus mujeres, a sus hijos, a su honor o su dinero; esos seres siempre se hallaban llenos de planes y esperanzas.

Pero precisamente era eso lo que no conseguía disimular: esa alegría y necedad infantiles. Aprendía de ellos tan sólo lo desagradable, lo que despreciaba. Cada vez con más frecuencia le ocurría que tras pasar una noche en sociedad, a la mañana siguiente se quedaba mucho tiempo en la cama, se sentía estúpido, y cansado. Cada vez más a menudo se enfadaba y perdía la paciencia cuando Kamaswami le aburría con sus preocupaciones.

Primero, cuando perdía en el juego de los dados reía demasiado fuerte. Su rostro aún parecía más inteligente y sereno que el de los otros. Pero luego empezó a reír poco y adoptó uno tras otro aquellos gestos que se veían con frecuencia en los rostros de los potentados, los gestos de descontento, de dolor, del mal humor, de desidia, de dureza del corazón. Paulatinamente le atacó la enfermedad de los hombres ricos.

Lentamente el cansancio cubría a Siddharta como un velo, con una niebla fina; cada día un poco  más turbia, cada año algo más pesada. Como un vestido nuevo que con el tiempo se vuelve viejo, pierde su color brillante, se mancha, se arruga, se gasta en los dobladillos y muestra algunos deshilachados, así fue la vida que Siddharta empezó tras la separación de Govinda; había envejecido, y al compás de los años perdía su brillo, se manchaba y se arrugaba, escondiendo en el fondo el desengaño y el asco. Siddharta no lo advertía. Sólo notaba que aquella voz clara y segura de su interior, la que le acompañó en los tiempos de brillantez desde que se despertara, habíase silenciado ahora.

Le habían capturado el mundo, el placer, las exigencias, la pereza y, por último, también, aquel vicio que por ser el más insensato, siempre había despreciado más: la codicia. Por fin, las ansias de posesión y de riqueza se habían apoderado de Siddharta; ya no era un juego, sino una carga y una cadena.

Siddharta había llegado a esta triste servidumbre por un camino raro y lleno de sinsabores: el juego de los dados. Desde el momento en que su corazón dejó de ser el de un samana, empezó a jugar por dinero y por objetos valiosos, con pasión, con furia creciente; era el mismo juego que antes había considerado, entre sonrisas e ironías, como una costumbre más de los seres humanos.

Como jugador le temían; pocos se atrevían con él; a tanta altura habían llegado sus atrevidas apuestas. Jugador, inducido por la miseria de su corazón, al malgastar el dichoso dinero experimentaba una salvaje alegría; de ninguna otra forma podía demostrar con más claridad y sarcasmo su desdén por la riqueza, la diosa de los comerciantes.

Así, pues, jugaba mucho y sin miramientos; se odiaba a sí mismo, se burlaba del dinero; ganaba a miles, perdía por millares; disipaba el dinero, las joyas, una casa de campo; y volvía a resarcirse, y volvía a perder.

Le gustaba aquel miedo, aquella angustia terrible que sentía en el juego de los dados, tras haber apostado mucho; buscaba poder renovarlo siempre, aumentarlo cada vez más, pues sólo esa sensación le producía algo parecido a una felicidad, a un entusiasmo, a una vida elevada en medio de la mediocridad, de la existencia gris e indiferente. Y después de una gran pérdida buscaba nuevas riquezas, hacía los negocios con más diligencia, obligaba a saldar las deudas con más severidad, pues quería seguir jugando, malgastando, demostrando su desprecio por el dinero. Mas cuando le iba mal en el juego, perdía la tranquilidad, agotaba su paciencia contra los mendigos, ya no poseía el placer de regalar ni de prestar cómo antes.

¡Siddharta, el que en una sola jugada perdía diez mil, y además se reía, ahora en los negocios cada vez se volvía más severo y pedante! ¡Y por la noche soñaba con dinero! Y Siddharta huía cada vez que se despertaba de ese espantoso letargo, cuando veía su cara envejecida y fea reflejada en el espejo de la pared de su dormitorio, y le atacaban la vergüenza y la repugnancia; huía hacia nuevos juegos de fortuna, hacia el embeleso de la lujuria y del vino; y de ahí regresaba otra vez al principio del círculo vicioso, para ganar y amontonar riquezas. En esa noria sin sentido se agotaba, envejecía y enfermaba.

Un día tuvo un sueño fatídico. Había pasado las horas de la tarde con Kamala, en el hermoso parque. Se habían sentado bajo los árboles, a conversar; Kamala pronunció palabras melancólicas, detrás de las que se escondía la tristeza y el cansancio. Le había rogado que le hablara de Gotama, y no se cansó de escuchar sobre la pureza de su mirada, la bella tranquilidad de sus labios, la bondad de su sonrisa, la paz de su andar. Durante mucho tiempo le había tenido que contar los hechos del majestuoso buda; Kamala suspiró y manifestó:

-Algún día, quizá pronto, también yo seguiré a ese buda. Le regalaré mi parque y me refugiaré en su doctrina.

Sin embargo, volvió después a seducir a Siddharta en el juego del amor. Le cautivó con vehemencia dolorosa, entre mordiscos y lágrimas, como si quisiera exprimir, una vez más, la última y dulce gota de ese placer vano y pasajero.

Nunca, como entonces, Siddharta se había dado cuenta con tanta claridad del cercano parentesco que hay entre la voluptuosidad y la muerte. Entonces sentóse junto a Kamala, su cara junto a la de ella; bajo sus ojos y cerca de los labios había notado un trazo inquietante, más diáfano que nunca, como una escritura de finas líneas, de leves arrugas, un alfabeto que recordaba el otoño y la vejez..., igual que había notado Siddharta alguna cana en sus cabellos negros, a pesar de que sólo tenía cuarenta años. El cansancio escribía ya en el rostro de Kamala; era la fatiga de un largo camino sin objetivo concreto; el agotamiento que llevaba consigo el principio de la decadencia y un temor escondido, todavía no muy pronunciado, quizá ni siquiera conocido: el temor a la vejez, al otoño, a la muerte.

Siddharta se había despedido de Kamala sollozando, con el alma repleta de hastío y de recóndito temor.

Después Siddharta había pasado la noche en su casa, bebiendo vino con las bailarinas; le gustaba representar el papel de personaje superior a sus semejantes, aunque en realidad no lo era; bebió demasiado vino, y pasada la medianoche, cansado y excitado a la vez, buscó el lecho con ansias de llorar, queriendo desesperarse. Durante largo tiempo procuró en vano conciliar el sueño, pero su corazón se encontraba repleto de una pena insoportable, de un asco profundo por el vino demasiado fuerte, por la música demasiado suave y monótona, por la sonrisa frágil de las bailarinas, el perfume dulzón de sus cabellos y sus senos. No obstante, lo que más le repelía era su propia persona, su pelo perfumado, su boca con olor a alcohol, su piel cansada, marchita, deshidratada.

Como cuando uno come y bebe excesivamente y con facilidad vomita sintiéndose después contento y aliviado, así también Siddharta, sin conseguir conciliar el sueño, deseaba en medio de multitud de hastíos, deshacerse de esos placeres, esas costumbres, de toda su vida inútil, e incluso de sí mismo. Por fin, al amanecer, cuando la vida empezaba a desperezarse en la calle, en su ciudad, consiguió dormirse. Poco después tuvo un sueño. Era así:

Kamala poseía en una jaula de oro un exótico pajarillo cantor. Soñó con ese pájaro. De madrugada, el pájaro se encontraba en silencio; le llamó la atención, pues siempre cantaba a esa hora; se acercó y vio el pequeño pájaro muerto en el suelo de la jaula. Lo sacó, lo acarició un momento entre sus manos y seguidamente lo arrojó a la calle; en ese mismo instante se asustó terriblemente y sintió que el corazón le dolía tanto como si con el pájaro muerto hubiera arrojado todo lo bueno y valioso de su vida.

Al despertarse del sueño le invadió una profunda tristeza. Le parecía sin valor y sin sentido toda su vida pasada. No le había quedado nada viviente, nada que poseyera exquisitez, nada que mereciese la pena de guardar. Se encontraba solo y vacío, como un náufrago en una desierta orilla.

Tristemente, Siddharta se marchó a un parque que le pertenecía, cerró la puerta y se sentó bajo un árbol; se hallaba sentado allí y sentía que en su interior habitaba la muerte, existía lo marchito, el fin. Paulatinamente concentró sus pensamientos; recorrió con su mente todo el camino de su vida, desde los primeros días que aún podía recordar. ¿Cuándo había disfrutado de felicidad, de una auténtica alegría? Sí, varias veces. En sus años de adolescente la había probado cuando ganaba el elogio de los brahmanes, al adelantarse a todos los chicos de su misma edad para recitar los versos sagrados; o en las discusiones con los sabios, o como ayudante en los sacrificios. Entonces oía decir a su corazón:

«Hay un camino ante ti, y es tu vocación; los dioses te esperan.» Y también sintió ese gozo con más fuerza, cuando sus meditaciones, cada vez más elevadas, le habían destacado de la mayoría de los que como él buscaban la felicidad, cuando luchaba con ansia por sentir a Brahma, cuando a cada nuevo conocimiento se le despertaba una sed mayor en su interior. Entonces, en medio de aquella sed, en medio del dolor, había escuchado las mismas palabras:

«¡Adelante! ¡Adelante! ¡Es tu vocación!»

Esta voz la había oído al abandonar a sus padres para elegir la vida de samana y, otra vez, al ir de los samanas hacia aquel ser perfecto, y nuevamente al ir del majestuoso hasta lo inseguro. Contento con los pequeños placeres, pero nunca satisfecho, había pasado mucho tiempo sin oír la voz, sin llegar a ninguna cumbre; durante largos años el camino había sido monótono y llano, sin elevado objetivo, sin sed, sin elevación. Sin saberlo siquiera el propio Siddharta se había esforzado por parecer un ser humano como todos los que le rodeaban, como esos niños; pero la vida de ellos era mucho más mísera y pobre que la suya; sus fines no eran los de él, ni tampoco sus preocupaciones. Todo aquel mundo de Kamaswami, para Siddharta tan sólo había sido un juego, un baile, una comedia. Únicamente había apreciado y amado a Kamala. Pero, ¿aún la necesitaba, o Kamala le necesitaba a él? ¿No jugaban un juego sin fin? ¿Era necesario vivir para eso?

¡No, no lo era! Ese juego se llamaba sansara, un juego de niños, quizá grato de jugar una vez, dos, diez veces... ¿Pero una y otra vez para siempre?

Siddharta se daba cuenta de que el juego ya había terminado, y que ya no podía jugar. Estremecióse y sintió en su interior que algo había muerto.

Todo aquel día lo pasó sentado bajo el árbol, pensando en su padre, en Govinda, en Gotama. ¿Había tenido que abandonar a aquéllos para convertirse en un Kamaswami? Aún estaba allí cuando se hizo de noche. Al levantar la mirada y observar las estrellas, pensó:

«Aquí estoy sentado bajo el árbol, bajo el mango, en mi parque.»

Sonrióse un poco.

«¿Pero es necesario? ¿No es un juego necio el poseer un mango, un jardín?»

También murieron estas palabras en su interior. Se levantó y despidióse del mango y del parque. Como se había pasado el día sin comer, sentía un hambre feroz; pensó en su casa de la ciudad, en su habitación, en su cama, en su mesa llena de viandas. Cansado sonrió, se agitó un poco y despidióse de todo ello.

No hacía una hora que Siddharta abandonara el jardín, cuando también abandonó la ciudad, y nunca más volvió a ella. Durante mucho tiempo Kamaswami ordenó buscarle, pues creía que había caído en manos de los bandoleros.

Kamala no le buscó. Cuando supo que Siddharta había desaparecido, ni siquiera se sorprendió. ¿No esperó eso siempre? ¿No se trataba de un samana, de un hombre sin patria, de un peregrino?

Se dio cuenta perfectamente de ello en el último encuentro; y en medio del dolor por aquella pérdida, se alegraba de que todavía la última vez la hubiera estrechado con ardor contra su pecho, y de haber sentido una vez más cómo Siddharta la poseía y cómo Kamala se fundía con él.

Cuando recibió la noticia de la desaparición de Siddharta, se acercó a la ventana en que tenía la jaula de oro con el exótico pájaro cantor. Abrió la portezuela, sacó el pájaro y lo dejó volar libremente. Durante mucho tiempo siguió con la mirada el vuelo del ave.

A partir de ese día, Kamala ya no recibió más visitas, y cerró la casa. Después de un tiempo se dio cuenta de que había quedado encinta después del último encuentro con Siddharta.

Inicio
<<< 7 >>>
  Índice Obra  
 

Índice del Autor

Cuentos y novelas de Amor