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Thomas Hardy

"Una mujer soņadora"

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Biografía de Thomas Hardy en Wikipedia

 
 
 
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Música: Adagio de Secret Garden
 
Una mujer soņadora
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—Señora Hooper, ¿tiene usted alguna fotografía de... del caballero que vivía aquí? —curiosamente, estaba empezando a evitar la mención de su nombre.

—Si, claro. Está en el marco que adorna la repisa de la chimenea de su propia habitación, señora.

—No; ahí están los Reales Duques.

—Si.; ahí están ellos; pero debajo está él. En ese marco, que yo compré a propósito, está él normalmente; pero cuando se fue, me dijo: «Tápeme, no deje que me vean esos desconocidos que van a venir, por lo que más quiera. No quiero que me miren fijamente, y estoy seguro de que ellos no querrán que yo les mire de igual modo.» Así que, provisionalmente, puse a los Reales Duques delante de él. Ellos no tenían marco, y la realeza va más con una casa amueblada para alquilar que un joven solitario. Si saca a los Duques, le verá a él debajo. ¡Ah, Señor, estoy segura de que no le importaría lo más mínimo si lo supiera! El no pensaba que el siguiente inquilino fuera a ser una dama tan atractiva como usted; supongo que, de haberlo pensado, no se le habría ocurrido ocultar su retrato.

—¿Es guapo? —preguntó Ellen tímidamente.

—Yo diría que sí. Pero otras, tal vez, no lo harían.

—¿Lo diría yo? —preguntó la señora Marchmill con interés.

—Yo creo que sí, aunque algunas dirían que, más que guapo, es llamativo; ya sabe, un muchacho pensativo, de ojos grandes, con un relampagueo muy eléctrico en la mirada cuando pasa rápidamente la vista por lo que hay a su alrededor; tal y como una esperaría que fuera un poeta que no vive de su poesía.

—¿Qué edad tiene?

—Es varios años mayor que usted, señora; treinta y uno o treinta y dos, creo.

Ellen tenía, de hecho, treinta y unos meses; pero no los aparentaba en absoluto. Aunque con un carácter tan inmaduro, estaba entrando en ese tramo de la vida en el que las mujeres emocionales empiezan a sospechar que el último amor puede ser más fuerte que el primero; y pronto, ¡ay!, entraría en ese tramo aún más melancólico en el que, al menos las más vanidosas de su sexo, se niegan a recibir a una visita masculina de otra forma que no sea con ellas de espaldas a la ventana o con las persianas a medio bajar. Pensó en la observación de la señora Hooper y no volvió a hablar de edades.

Justo en aquel instante trajeron un telegrama. Era de su marido, que se había ido en yate, con sus amigos por el Canal; había llegado hasta Budmouth y no podría regresar hasta el día siguiente.

Después de una cena frugal, Ellen vagó por la playa con los niños hasta que empezó a hacerse de noche. Pensaba en la todavía— oculta fotografía de su habitación con el sereno presentimiento de que algo extático iba a suceder. Porque, con el sutil lujo de imaginación al que esta joven era tan aficionada, Ellen, al enterarse de que su marido iba a estar ausente aquella noche, había reprimido sus deseos de precipitarse escaleras arriba y abrir el marco del retrato, prefiriendo reservar la inspección para cuando pudiera estar sola y el silencio, las velas, el mar solemne y las estrellas pudieran darle a la ocasión un tinte más romántico que el que le ofrecía el deslumbrante sol de la tarde.

Los niños se habían ido a la cama, y Ellen, aunque todavía no eran las diez, les imitó en seguida. Con el fin de complacer a su apasionada curiosidad hizo entonces algunos preparativos; primero se deshizo de prendas innecesarias y se puso en bata, después colocó una silla delante de la mesa y leyó varias páginas de tiernas palabras de Trewe. Entonces llevó hasta la luz el marco del retrato, lo abrió por detrás, sacó la fotografía y la puso, de pie, delante de ella.

Era un rostro que, al mirarlo, llamaba la atención. El poeta tenía un frondoso bigote negro y perilla, y llevaba un sombrero de ala caída que le tapaba la frente. Los oscuros y enormes ojos descritos por la casera mostraban una ilimitada capacidad de sufrimiento; miraban, desde abajo de unas cejas bien delineadas, como si estuvieran contemplando el universo entero en el microcosmo del rostro de la persona que se hallara enfrente de él y como si no estuviera del todo satisfecho con lo que el espectáculo hacía presagiar.

Ellen, con su voz más suave, más dulce, más tierna, murmuró:

—¡Y eres tú quien tan cruelmente me ha eclipsado tantas veces!

A medida que escudriñaba el retrato se fue quedando cada vez más pensativa, hasta que los ojos se le llenaron de lágrimas y rozó el cartón con los labios. Entonces dejó escapar una risita nerviosa y se enjugó las lágrimas.

Pensó en lo mala que era; ella, una mujer que tenía tres hijos y un marido, estaba dejando que su imaginación se extraviara, de manera desmedida, en pos de un desconocido. ¡Pero no, él no era un desconocido! Ella conocía sus pensamientos y sentimientos tan bien como los propios; eran, de hecho, los mismos que los suyos, pensamientos y sentimientos de los que, en cambio, su marido, claramente, carecía; tal vez por suerte para él, teniendo en cuenta que tenía que sufragar los gastos de la familia.

—El está más cerca de mi verdadero ser, tiene mayor intimidad con mi yo real, después de todo, de la que tiene Will; aunque no le haya visto nunca —dijo Ellen.

Dejó el libro y la foto en la mesita de noche y, reclinando la cabeza sobre la almohada, volvió a leer los versos de Robert Trewe que ella había subrayado aquí y allá como los más conmovedores y sinceros. Luego dejó el libro a un lado, puso la fotografía de pie sobre el cubrecama y la contempló mientras permanecía echada. Después escudriñó de nuevo, a la luz de la vela, los semiborrados garabatos del papel de la pared que había junto a su cabeza. Allí estaban: frases, pareados, boutsrimés, comienzos y mitades de versos, ideas sin desarrollar, como los fragmentos de Shelley, y los más pequeños en tamaño eran tan intensos, tan dulces, tan palpitantes, que parecía como si el mismo aliento de Trewe, su calor y su amor estuvieran abanicando las mejillas de Ellen desde aquellas paredes, paredes que habían rodeado una y mil veces la cabeza del poeta, al igual que ahora rodeaban la suya. El debía de haber extendido así la mano a menudo... con el lápiz entre los dedos. Si, la letra era oblicua, tal y como le saldría a una persona que extendiese el brazo de aquella manera.

Aquellos inscritos rasgos del mundo del poeta,
Formas más reales que el hombre vivo,
semillas de inmortalidad,
eran, sin duda, los pensamientos y esfuerzos de su espíritu, que habían venido a él en el profundo silencio de la noche, cuando podía dejarse llevar de sí mismo sin miedo a la frialdad de la crítica. Sin duda, aquellos versos habían sido escritos apresuradamente más de una vez, a la luz de la luna, bajo los rayos de la lámpara, al amanecer azul y gris, tal vez nunca en pleno día. Y ahora su cabello, el de Ellen Marchmill, se arrastraba por donde su brazo, el de Robert Trewe, se habría posado al asegurar sus fugaces fantasías; estaba durmiendo en los labios del poeta, inmersa en su misma esencia, penetrada por su espíritu como por un éter.

Cuando así soñaba, dejando pasar el tiempo sin asirlo, oyó pasos en la escalera, y al cabo de unos segundos reconoció las fuertes pisadas de su marido sobre el rellano que había justo delante de la puerta.

—Ellen, ¿dónde estás?

Ellen no podría haber descrito la sensación que se apoderó de ella, pero el caso es que, negándose instintivamente a permitir que su marido se enterara de lo que había estado haciendo, deslizó la fotografía debajo de la almohada justo en el momento en que él abría la puerta de golpe con el ademán de un hombre que no ha cenado nada mal.

—Oh, perdona —dijo William Marchmill—. ¿Te duele la cabeza? Me temo que te he molestado.

—No, no me duele la cabeza —dijo ella—. ¿Cómo es que has venido?

—Pues verás, nos dimos cuenta de que podíamos estar de vuelta a muy buena hora en realidad, y yo no quería quedarme allí otro día más sin poder ir mañana a ningún otro sitio.

—¿Quieres que me levante?

—Oh, no. Estoy cansado como un perro. Ya he cenado, muy bien, por cierto, y me voy a acostar en seguida. Si puedo, quisiera salir mañana a las seis en punto...; no te molestaré con el madrugón; me habré marchado antes de que tú te despiertes —y entró en la habitación.

Mientras con los ojos seguía los movimientos de Will, Ellen empujó suavemente la fotografía un poco más, para que él no pudiera verla.

—¿Seguro que no te encuentras mal? —le preguntó William, inclinándose sobre ella.

—¡No, sólo malvada!

—Bueno, eso no tiene importancia —y se agachó para besarla . Me apetecía estar contigo esta noche.

A la mañana siguiente llamaron a Marchmill a las seis; y Ellen le oyó murmurar para sí mientras se desperezaba y bostezaba:

—¿Qué diablos será lo que ha estado crujiendo toda la noche?

Creyendo que ella estaba dormida, William rebuscó entre las sábanas y sacó algo. Ellen, con los ojos entreabiertos, vio que era el señor Trewe.

Pero, ¡maldita sea! —exclamó su marido.

—¿Qué pasa, querido? —dijo ella.

—Oh, ¿estás despierta? ¡Ja, ja!

—¿Qué quieres decir?

—La fotografía de un tipejo; algún amigo de la casera, supongo. Me gustaría saber cómo ha llegado hasta aquí; tal vez se cayera casualmente de la repisa de la chimenea mientras estaban haciendo la cama.

Yo la estuve mirando ayer, y debe haberse caído dentro de la cama entonces.

Oh, ¿es amigo tuyo? ¡Bendito sea su pintoresco corazón!

La lealtad de Ellen para con el objeto de su admiración no pudo soportar ver cómo se le ridiculizaba.

¡Es un hombre muy inteligente! —dijo con cierto temblor (cuya aparición ella misma consideró absurda y fuera de lugar) en la dulce voz—. Es un poeta que está empezando a descollar...; es el caballero que ocupaba dos de las habitaciones antes de que viniéramos nosotros, aunque no lo he visto nunca.

—¿Cómo sabes que es él, si nunca lo has visto?

—Me lo dijo la señora Hooper al enseñarme la fotografía.

—Ah, ya. Bueno, tengo que levantarme e irme. Volveré a casa bastante temprano. Siento no poder llevarte hoy conmigo, querida. Cuida de que no se ahoguen los niños.

Aquel día la señora Marchmill le preguntó a la casera si había posibilidades de que el señor Trewe apareciera alguna otra vez.

—Sí —dijo la señora Hooper—. Va a venir esta semana y se quedará cerca de aquí con un amigo hasta que ustedes se marchen. Seguro que aparecerá a hacerme una visita algún día.

Marchmill volvió por la tarde, pero bastante temprano; y al abrir algunas cartas que habían llegado durante su ausencia, declaró súbitamente que él y la familia tendrían que marcharse una semana antes de lo que esperaban: dentro de tres días, en suma.

—¿Seguro que no podemos quedarnos una semana más? —imploró Ellen—. Me gusta estar aquí.

—A mí no. Se me está haciendo bastante pesado.

—¡Pero me podrías dejar a mí con los niños!

—¡Cómo te gusta llevar la contraria, Ellen! ¿Con qué fin? ¿Para que luego tenga que volver yo a recogeros? No; regresaremos todos juntos, y ya le sacaremos partido al tiempo que nos queda un poco más adelante, en el norte de Gales o en Brighton. Además, todavía te quedan tres días.

Ellen parecía estar condenada a no conocer al rival cuyo talento ella admiraba desesperadamente y a cuya persona estaba ahora absolutamente ligada. Pero decidió hacer un último esfuerzo; y, tras averiguar por medio de la casera que Trewe estaba viviendo en un lugar solitario que no estaba lejos de la ciudad de moda de la isla de enfrente, fue hasta allí en el paquebote, desde el muelle vecino, la tarde siguiente.

¡Qué inútil resultó el viaje! Ellen sólo sabía dónde estaba la casa de manera vaga, y cuando creyó haberla encontrado, y se aventuró a preguntarle a un transeúnte si Trewe vivía allí, la respuesta que el hombre le dio fue que no tenía ni la menor idea. Y por otra parte, aun en el caso de que, efectivamente, él viviera allí, ¿a cuento de qué iba a visitarle ella? Es posible que algunas mujeres tuvieran descaro suficiente para hacer aquello, pero ella no lo tenía. El pensaría que estaba loca. Podría haberle pedido a él, tal vez, que le hiciera una visita; pero tampoco tenía valor para aquello. Vagó tristemente por el pintoresco altozano que había a la orilla del mar hasta que llegó la hora de volver a la ciudad y tomar el buque de vapor para atravesar de nuevo la bahía; llegó a casa a la hora de cenar, sin que se la hubiera echado excesivamente de menos.

En el último instante, de manera un tanto inesperada, su marido le dijo que si se sentía capaz de volver a casa sin él no tendría reparo en dejar que ella y los niños se quedaran hasta el final de la semana, puesto que ella así lo deseaba. Ellen no dejó traslucir la alegría que este aplazamiento le provocaba; y a la mañana siguiente Marchmill se fue solo.

Pero la semana pasó sin que Trewe apareciera.

El sábado por la mañana los demás miembros de la familia Marchmill se despidieron del lugar que había despertado en Ellen tanto fervor. El horrible, terrible tren; el sol brillando con rayos moteados sobre los calientes cojines; el monótono y polvoriento camino; los sórdidos postes de telégrafos: éstas fueron las cosas que, mientras por la ventana desaparecían de su vista las superficies del mar profundo y azul —y con ellas el hogar del poeta—, la acompañaron.Triste y afligida, trató de leer, pero en vez de eso se echó a llorar.

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