"Las desventuras del joven Werther" Carta 88
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Biografía de Johann Wolfgang von Goethe en Wikipedia | |
Música: Brahms - Three Violín Sonatas - Sonata N 3 - Op. 108 |
Las desventuras del joven Werther |
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No intentamos describir ahora lo que pasaba en el corazón de Carlota y los sentimientos que en él despertaban su esposo y su desgraciado amigo, por más que el conocimiento que tenemos de su carácter nos permite formar una idea aproximada. Toda mujer dotada de un alma noble se identificará con ella y comprenderá lo que ha debido sufrir. Indudablemente, estaba decidida a hacer cuanto de su parte dependiera para alejar a Werther. Si aún vacilaba, su vacilación era hija de afectuosa piedad: sabía bien cuánto había de costar a su amigo aquel paso supremo, porque conocía hasta dónde llegaban sus fuerzas. Y, sin embargo, no tardó en verse obligada a tomar una resolución. Su marido continuaba guardando silencio sobre el asunto, y ella hacía otro tanto; pero esto era un nuevo motivo para que demostrase con hechos que sus sentimientos encerraban la misma dignidad que los de Alberto. El día en que Werther escribió a su amigo la última carta que hemos copiado era el domingo anterior a Navidad. Fue por la tarde a casa de Carlota y la encontró sola, entretenida en preparar algunos regalos que pensaba hacer a sus hermanos el día de Nochebuena. Con este motivo él habló de la alegría que iban a tener los niños cuando, abriéndose de pronto una puerta, viesen aparecer el árbol de Navidad lleno de bujías, de dulces y de juguetes. — Vos también — dijo Carlota, ocultando con una sonrisa el embarazo que la presencia de Werther le causaba — tendréis vuestro aguinaldo, si sois juicioso: una velita y alguna otra cosa. — ¿A qué llamáis ser juicioso? — preguntó él. — ¿Cómo puedo yo serlo, Carlota? — El jueves — repuso ella — es la víspera de Navidad, y vendrán los niños con mi padre. Cada uno recibirá entonces su aguinaldo. Venid también ese día... ipero no antes. Werther se quedó aterrado. — Os ruego — añadió Carlota — que lo hagáis así, y os lo ruego porque lo exige mi tranquilidad. Esto no puede continuar, Werther; no, no puede continuar. Él bajó los ojos, y paseándose por la habitación a grandes pasos, murmuraba entre dientes: Esto no puede continuar. Carlota, al ver el violento estado en que le habían sumido sus palabras, intentó por mil medios distraerle de sus pensamientos; pero fue en vano. — No, Carlota —exclamó, — no volveré a veros. — ¿Por qué, Werther? Podéis y hasta debéis venir a vernos; pero también debéis procurar ser más dueño de vos. ¡Ah! ¿Por qué habéis nacido con ese fuego indomable y esa apasionada violencia que mostráis en vuestros afectos? Os suplico— añadió cogiéndole la mano — que procuréis dominaros. Vuestro talento, vuestras relaciones, vuestra instrucción os tienen reservados muchos goces. Sed hombre... y triunfaréis de esa fatal inclinación que os arrastra hacia una mujer que todo lo que puede hacer por vos es compadeceros. Werther rechinó los dientes y la miró con aire sombrío. Carlota retenía, sin embargo, entre sus manos la de su amigo. —Tened calma — le dijo. — ¿No comprendéis que corréis voluntariamente a vuestra ruina? ¿Por qué he de ser yo, precisamente yo... que pertenezco a otro hombre?... ¡Ah!, temo que la imposibilidad de obtener mi amor sea lo que exalta vuestra pasión. Werther retiró su mano y miró a Carlota con disgusto. — Está bien — exclamó; —sin duda esa observación se le ha ocurrido a Alberto. Es profunda... ¡muy profunda!... — Cualquiera puede hacerla — repuso ella. — ¿No habrá en todo el mundo una joven capaz de satisfacer los deseos de vuestro corazón? Buscadla; yo os respondo de que la encontraréis. Hace bastante tiempo que deploro, por vos y por nosotros, el aislamiento a que os habéis condenado. Vamos, haced un pequeño esfuerzo; un viaje puede distraeros; si buscáis bien, encontraréis algún objeto digno de vuestro cariño, y entonces podéis volver para que disfrutemos todos de esa tranquila felicidad que da una amistad sincera. — Podrían imprimirse vuestras palabras — dijo Werther sonriendo con amargura— y recomendarlas a todos los que se dedican a la enseñanza. ¡Ah, querida Carlota!, concededme un corto plazo y todo se arreglará. —Concedido; pero no volváis hasta la víspera de Navidad. Werther iba a responder, cuando entró Alberto. Se saludaron con tono seco y desabrido, y ambos se pusieron a pasear, uno al lado del otro, visiblemente embarazados. Werther habló de cosas insignificantes que dejaba a medio decir; Alberto, después de hacer otro tanto, le preguntó a su mujer por algunos encargos que le tenia encomendados. Al saber que no habían sido terminados, le dirigió algunas frases que Werther encontró no sólo frías sino duras. Éste quiso marcharse y le faltaron las fuerzas. Permaneció allí hasta las ocho, aumentándose su mal humor: cuando vio que ponían la mesa, cogió el bastón y el sombrero. Alberto le invitó a quedarse; pero él consideró la invitación como un acto de obligada cortesía, y se retiró dando fríamente las gracias. Cuando volvió a su casa, tomó la luz de manos de su criado, que quería alumbrarle, y subió solo a su habitación. Una vez en ella, se puso a recorrerla a grandes pasos, sollozando y hablando solo, pero en voz alta y con calor; acabó por echarse vestido sobre el lecho, donde el criado le halló, tendido, a las once, que entró a preguntarle si quería que le quitase las botas. Werther consintió que lo hiciera, prohibiéndole al mismo tiempo que entrara en su cuarto al día siguiente antes de que él le llamase. |
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