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Johann Wolfgang von Goethe

"Las desventuras del joven Werther"

Libro Segundo

El editor (Goethe) al lector

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Música: Brahms - Three Violín Sonatas - Sonata N 3 - Op. 108
 

Las desventuras del joven Werther

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¡Cuánto hubiera yo deseado tener, respecto de los últimos días de nuestro desgraciado amigo, suficientes pormenores escritos por su propia mano, para no verme en la necesidad de interrumpir con relatos la serie de cartas que él nos ha dejado!

He puesto empeño en recoger los más exactos detalles de las personas que debían de estar mejor enteradas de su historia, y estos detalles tienen todos un carácter uniforme. Las narraciones convienen hasta en las menores circunstancias. Únicamente en la manera de juzgar los sentimientos de los personajes difieren algún tanto los pareceres. Sólo nos resta, pues, referir con fidelidad lo que nuestras investigaciones nos han dado a conocer, añadiendo a esto las cartas o fragmentos de carta que ha dejado aquel que ya no existe.

No se debe despreciar el menor documento auténtico, dado lo difícil que es profundizar y conocer los verdaderos motivos, los móviles secretos de una acción, por insignificante que sea, cuando emana de un individuo que se sale de la esfera vulgar.

El desaliento y la tristeza habían echado profundas raíces en el alma de Werther, y poco a poco habían ido apoderándose de todo su ser. La armonía de sus facultades se había destruido por completo. El ciego y febril arrebato que las trastornaba causó en él los más fuertes estragos, concluyendo por sumirle en un triste ahatimiento, más penoso aún de soportar que los males con que había luchado hasta entonces. Las angustias de su corazón agotaron las pocas fuerzas que le quedaban. Su viveza y su sagacidad se extinguieron. Cada vez se mostraba más sombrío e insociable, y a medida que iba siendo más desgraciado se volvía más injusto. Así, al menos, lo aseguran los amigos de Alberto, los cuales dicen que Werther no había sabido apreciar a aquel hombre de corazón recto que, gozando al fin de una dicha largo tiempo deseada, sólo pensaba en afianzar el porvenir de su felicidad. ¿Cómo había de comprender semejante anhelo quien disipaba y entregaba al azar los tesoros de su alma, sin reservarse para lo sucesivo más que privaciones y dolores? Afirman también que Alberto no había podido variar en tan poco tiempo, y que seguía siendo el mismo hombre tan ponderado y estimado por Werther cuando empezaron a conocerse. Amaba a Carlota sobre todo en el mundo; estaba orgulloso de ella y deseaba verla admirada por cuantos se le acercaban como la más perfecta criatura. ¿Podía vituperársele porque tratara de apartar de ella la sombra de una sospecha, o porque rehusara ceder en modo alguno la posesión de tan preciado bien? Confiesan, ciertamente, que Alberto abandonaba con frecuencia la habitación de su mujer cuando Werhter se presentaba en ella; pero no era, según dicen, ni por odio ni por indiferencia hacia su amigo, sino únicamente porque había notado el pesar secreto que su presencia ocasionaba a Werther.

Un día, hallándose enfermo el padre de Carlota, y habiendo tenido necesidad de guardar cama, mandó el coche en busca de su hija. Era una hermosa mañana de invierno. Las primeras nieves habían caído en abundancia, y el campo estaba cubierto de blanca alfombra. Werther se puso en camino al día siguiente para ir a reunirse con Carlota y acompañarla a su casa, si Alberto no iba por ella. El aire fresco y puro de la mañana hizo poca impresión en su ánimo. Un peso enorme le oprimía el pecho; su espíritu se hallaba atormentado por lias más tristes imágenes, y el movimiento de sus ideas le hacía vagar entre crueles reflexiones. Como vivía en perpetuo hastío de sí mismo, la situación de los demás le parecía tan violenta y agitada como la suya; se imaginaba haber turbado la buena armonía de Alberto y Carlota, y se dirigía con este motivo los más severos reproches, mezclados de sorda indignación contra el marido. Durante el cammo sus pensamientos tomaron este rumbo: — iAh! — se decía apretando los dientes con furor; — he ahí rota esa unión tan íntima, tan cordial, tan espontánea. ¿Qué ha sido de aquel tierno interés, de aquella confianza tranquila que parecía inalterable? Hoy ya no es más que hastío e indiferencia. El más pequeño asunto interesa a ese hombre más que su mujer: ¡Una mujer tan adorable! Pero ¿sabe él acaso apreciarla? ¿Sospecha ni remotamente lo que vale? ¡Y ella le pertenece, es suya!... ¡Oh!, bien lo sé. Debía haberme acostumbrado ya a esta idea y, sin embargo, me desespera y acabará por matarme. Y la amistad que Alberto me había prometido, ¿qué se ha hecho de ella? ¿No ve en mi adhesión a Carlota un ataque a sus derechos, y en mis atenciones y cuidados una embozada censura? Lo conozco y lo siento: me ve con disgusto: quisiera tenerme muy lejos de aquí; mi presencia es un peso para él."

Hablando así, tan pronto aceleraba su marcha como la detenía. Algunas veces parecía querer volverse atrás; pero de nuevo emprendía el camino, sumido siempre en sombrías reflexiones, que sólo se adivinaban por algunas palabras entrecortadas que salían de sus labios. De este modo llegó a la casa sin darse apenas cuenta de ello.

Entró preguntando por el juez y por Carlota, y encontró a toda la gente en conmoción. El mayor de los hermanos de Carlota le hizo saber que había sucedido una desgracia en Wahlheim: que un aldeano había sido asesinado. Esta noticia no produjo en él grande impresión, y se encaminó a la sala inmediata, donde halló a Carlota esforzándose por retener a su padre, que enfermo y todo como estaba, quería marchar en seguida al lugar del suceso, para instruir las primeras diligencias sobre aquel crimen, cuyo autor era aún desconocido. Se había encontrado el cadáver, por la mañana muy temprano, a la puerta de una alquería, y las sospechas recaían ya en alguno. La víctima había estado al servicio de una viuda, que poco antes había despedido a otro criado con motivo de un grave disgusto.

Cuando Werther supo estas circunstancias, se levantó de repente exclamando :

— ¿Será posible? He de acudir sin perder momento.

Se fue a Wahlheim, convencido, así que hubo reunido todos sus recuerdos, de que el autor del crimen era aquel joven a quien él había hablado tantas veces y que le había inspirado grandes simpatías.

Cuando pasaba por los tilos para llegar al figón donde habían depositado el cadáver, no pudo menos de sentir cierta turbación a la vista de aquellos lugares que en otro tiempo le fueron tan queridos. El umbral de la puerta, donde los chicos del vecino acudían a jugar frecuentemente, estaba lleno de sangre. Así el amor y la fidelidad, sentimientos los más bellos del hombre, habían degenerado en violencia y asesinato. Parecía que, para armonizar con este pensamiento, los corpulentos árboles, despojados de su follaje, se habían cubierto de escarcha; el seto vivo que rodeaba las tapias del cementerio había perdido su hermoso color verde, y dejaba ver, a través de anchos portillos, las losas de los sepulcros llenas de nieve.

Al acercarse Werther al figón, donde había acudido todo el pueblo, se dejó oír un grito. A lo lejos se distinguía un pelotón de hombres armados, y todos comprendieron que traían al asesino. No bien dirigió Werther una mirada sobre el preso, se disiparon sus dudas. Sí, era él; era aquel criado tan enamorado de su ama, a quien poocos días antes había visto víctima de negra melancolía y luchando contra una secreta desesperación.

—"¿Qué has hecho, desgraciado?" — le preguntó al acercarse.

El preso miró a Werther sin despegar sus labios; luego dijo fríamente:

— "Ella no será de nadie, ni nadie será de ella".

Introdujeron al prisionero en el figón y Werther se alejó precipitadamente.

La extraña y violenta emoción que acababa de experimentar le había trastornado el cerebro; se sintió arrancado de su melancólica apatía por el irresistible interés que le inspiraba aquel joven y por un deseo ardiente de salvarle. Comprendía tan bien la desesperación que le había impulsado al crimen; le encontraba tantas disculpas, y se penetraba tan profundamente de la situación de aquel infortunado, que se creía capaz de hacer participar de sus sentimientos a todo el mundo. Ardía ya en deseos de defender a voz en grito al acusado; el discurso más elocuente pugnaba ya por brotar de sus labios. Corrió a casa del juez, ordenando mentalmente los apasionados argumentos con que pensaba inclinar su ánimo en favor del prisionero.

Al entrar en el salón encontró a Alberto, cuya presencia le desconcertó por un instante; pero bien pronto se repuso, y dirigiéndose al juez, le manifestó su opinión sobre aquel trágico suceso, con la convicción y el calor de que se sentía animado.

El juez movió varias veces la cabeza durante el relato; y aunque Werther hizo uso de toda la energía, de todo el arte de persuasión que un hombre puede emplear en defensa de un semejante, el magistrado, como era lógico, no dio señales de sensibilidad ni vacilación. Sin dejar concluir a nuestro amigo, refutó con brío sus doctrinas y le censuró por mostrarse tan decididamente protector de un criminal. Le demostró que, con tal sistema, todas las leyes serían fáciles de eludir, y la seguridad pública se veria comprometida constantemente. Añadió que, en un asunto de tal gravedad, no podía intervenir del modo que lo hacía sin incurrir en gran responsabilidad, y que era preciso que el proceso siguiera su curso ordinario.

Werther, sin embargo, no se desanimó, y suplicó al juez que consintiese en hacer la vista gorda respecto a la evasión del prisionero; pero también sobre este punto fue inflexible el magistrado. Alberto, que hasta entonces había permanecido silencioso, tomó parte en la discusión para apoyar lo dicho por el juez. Werther, en vista de esto, enmudeció y se alejó con el corazón traspasado de amargura, mientras el juez repetía:

—"No, no; nada puede salvarle."

No es difícil calcular la impresión que estas palabras causaron en el ánimo de Werther, conociendo algunas frases que, escritas sin duda aquel mismo día, hemos encontrado entre sus papeles:

—"¡No es posible salvarte, desgraciado! No; bien veo que nada puede salvarnos."

 

Lo que Alberto había dicho del criminal en presencia del juez, causó a Werther extraordinaria extrañeza. Creyó descubrir en sus palabras una alusión a él y a sus sentimientos, y por más que algunas maduras reflexiones le hicieron comprender que aquellos dos hombres podían tener razón, se resistía a abandonar su proyecto y sus ideas.

Entre sus papeles hemos encontrado otra nota que se refiere a esta circunstancia, y que expresa tal vez sus verdaderos sentimientos para con Alberto:

"¿De qué sirve decirme y repetirme: es bueno y honrado? ¡Ah! Cuando así me desgarra el corazón, ¿puedo yo ser justo?"

 

La tarde era apacible y el tiempo propendía al deshielo. Carlota y Alberto se volvieron a pie. De vez en cuando volvía ella la cabeza como echando de menos la compañía de Werther. Alberto hizo recaer la conversación en su amigo, y le censuró, haciéndole justicia. Habló de su desgraciada pasión, y dijo que habría debido alejarse por su propio interés.

— "Yo lo deseo también por nosotros — añadió; — y te ruego, Carlota, que trates de dar otro giro a sus ideas y a sus relaciones contigo, decidiéndole a que escasee sus visitas. La gente empieza ya a hablar de esto, y yo sé que somos objeto de juicios poco caritativos."

Carlota guardó silencio, y Alberto creyó comprender el motivo de esta reserva. Desde aquel momento no volvió a hablar de Werther: si ella, por casualidad o intencionadamente, pronunciaba el nombre de su amigo, él mudaba o interrumpía la conversación.

La vana tentativa de Werther paral salvar al infeliz aldeano, fue como el último resplandor de una llama moribunda. Cayó en un abatimiento cada vez más profundo, y una desesperación mansa se apoderó de él cuando supo que quizás le llamarían para declarar contra el asesino, que procuraba defenderse negando su crimen. Todo lo que había sufrido hasta entonces en el transcurso de su vida activa, sus disgustos en casa del embajador, sus proyectos frustrados, todo, en fin, lo que le había herido o contrariado, acudía en tropel a su memoria y le agitaba terriblemente. Creyéndose condenado a la inacción por tan repetidas contrariedades, todo lo veía cerrado a su paso y se sentía incapaz de soportar la vida. Así que, encerrado perpetuamente en sí mismo, consagrado a la idea fija de una sola pasión, perdido en un laberinto sin salida por sus relaciones diarias con la mujer adorada cuyo reposo turbaba, agotando inútilmente sus fuerzas y debilitándose sin esperanza, se iba familiarizando cada vez más con el horrible proyecto que bien pronta iba a realizar.

Insertaremos aquí algunas cartas que dejó y que dan exacta idea de su turbación, de su delirio, de sus afanes, de sus luchas supremas y del tedio que sentía por la vida.

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