"Las desventuras del joven Werther" Libro Segundo Carta 48
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Música: Brahms - Three Violín Sonatas - Sonata N 3 - Op. 108 |
Las desventuras del joven Werther |
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15 de marzo de 1772 | ||
He sufrido una mortificación que me echará de aquí: estoy furioso. Lo dicho; es cosa hecha, y vosotros tenéis la culpa de todo; vosotros, que me habéis soliviantado, atormentado, obligado a tomar un destino que yo no quería. Nos hemos lucido. Y con el fin de que no me digas que lo fecho todo a perder con mis ideas exageradas, voy, mi querido amigo, a exponerte lo sucedido, con la sencillez y exactitud de un cronista. El conde de C*** me aprecia y me distingue: ya lo sabes, porque te lo he dicho cien veces. Ayer comí en su casa. Casualmente era uno de los días en que por las tardes tiene tertulia, a la que concurren las damas y los caballeros más distinguidos. Yo no había pensado en semejante cosa, y jamás pude figurarme que nosotros, los menos encopetados, sobrábamos allí. Muy bien. Comí, y después de comer estuve paseándome y charlando con el conde en el gran salón. Llegó el coronel B***, que terció en nuestra plática, y por fin, insensiblemente sonó la hora de la tertulia. ¡Bien sabe píos que no pensaba en ello! Entra la nobilísima señora de S*** con su marido y la pava de su hija, que tiene el pecho como una tabla y un talle que no es talle. Pasaron por delante de mí con el aire desdeñoso que las caracteriza. No inspirándome la gente de este linaje otra cosa que una antipatía profunda, resolví retirarme, y aguardé sólo a que el conde se viese libre de su fastidiosa palabrería, cuando entró la señorita B***. Como siempre que la veo se impresiona un poco mi corazón, me quedé, y fui a colocarme detrás de su asiento. Llegué a observar que me hablaba con menos franqueza que la acostumbrada y con algún embarazo. Esto me sorprendió. — "¿Es ella como toda esta gente? — me pregunté a mí mismo." Estaba picado y quería retirarme; sin embargo, me quedaba, esperando que con alguna frase que me dirigiera llegaría a convencerme de que mi suposición era injusta. Entretanto el salón se llenó. El barón F***, que llevaba encima todo un guardarropa del tiempo en que se coronó Francisco I; el consejero áulico R***, que se anuncia haciéndose llamar su excelencia, con su mujer, que es sorda, etc.. No debo pasar por alto a J*** el desaliñado, que combina su vestido gótico con la última moda. Estas y otras muchas personas fueron entrando, mientras yo hablaba con algunas conocidas mías, que me parecieron muy lacónicas. Como yo no pensaba ni reparaba más que en mi cara B***, no advertí que las señoras cuchicheaban en un extremo del salón, y que algo extraordinario sucedía entre los caballeros; no advertí que la señora de S*** hablaba aparte con el conde. (Todo esto me lo ha dicho después la señorita B***.) Por último, el conde se acercó a mí, y me llevó al hueco de una ventana. —"Ya sabéis — me dijo — nuestras costumbres extravagantes. He observado que la tertulia en masa está descontenta de veros aquí, y aunque yo no querría por todo lo del mundo..."— "Dispensadme, señor — exclamé interrumpiéndole. — Debiera haberlo notado, lo sé, y sé también que me perdonaréis esta irreflexión." Haciéndole una cortesía y riendo, añadí: — "Ya había pensado retirarme, y no sé qué espíritu malo me ha detenido." El conde me apretó la mano de un modo que me daba a entender cuanto podía decir. Me escurrí pausadamente, y fuera ya de la augusta asamblea, subí a mi birlocho y fui a M*** para ver desde la colina la puesta del sol, leyendo el magnífico canto en que refiere Homero cómo Ulises fue hospedado por uno que guardaba puercos. Hasta aquí todo iba bien. Ya de noche, volví a mi posada a cenar. Sólo encontré algunas personas que jugaban a los dados en el comedor, en una esquina de la mesa, para lo cual habían levantado un poco los manteles. Entró el apreciable A***, dejó el sombrero, mirándome al mismo tiempo; se vino hacia mí y me dijo en voz baja: — "¿Conque has tenido un disgusto?" — "¿Yo? " — "El conde te ha echado de su tertulia."— "Cargue el diablo con ella. Me salí para respirar un aire más puro." — "Me alegro de que no des importancia a lo que no la tiene; pero siento que el caso se haya hecho público." Esto dio margen a que se despertase en mí el enojo. Conforme iba llegando la gente para sentarse a la mesa, me miraban, y yo decía para mi sayo: — "Te miran por lo de la reunión." Y esto me quemaba la sangre. Y como ahora, donde quiera que me presento, oigo decir que los que me envidian baten palmas; que me citan como un ejemplo de lo que sucede a los presuntuosos, que se creen autorizados para prescindir de todas las consideraciones porque están dotados de algún ingenio, y oigo además otras majaderías semejantes, de buena gana me clavaría un cuchillo en el corazón. Digan lo que digan de los caracteres despreocupados, yo querría saber quién es el que puede sufrir que tanto bellaco murmure de él de este modo. Sólo cuando carece de fundamento la murmuración, es fácil despreciar a los murmuradores. |
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