"Las desventuras del joven Werther" Libro Primero Carta 39
|
|
Biografía de Johann Wolfgang von Goethe en Wikipedia | |
Música: Brahms - Three Violín Sonatas - Sonata N 3 - Op. 108 |
Las desventuras del joven Werther |
<<< | Libro Primero Carta 39 |
>>> |
10 de septiembre de 1771 | ||
¡Qué noche, Guillermo, qué noche tan horrible he pasado! Ahora tengo valor para todo. No volveré a verla. ¡Oh! ¡Que no pueda ir volando a arrojarme en tus brazos; que no pueda, amigo mío, expresarte con el mayor transporte y derramando un raudal de lágrimas, los sentimientos que oprimen mi corazón! Heme aquí, delante de mi pupitre, casi sin aliento, procurando sosegarme y aguardando a que amanezca, porque los caballos estarán ensillados al despuntar el sol. ¡Ah! Carlota duerme pacíficamente sin sospechar que no volverá a verme. He tenido bastante valor para separarme de ella sin descubrir mi secreto durante una conversación de dos horas. ¡Y qué conversación, Dios mío! Alberto me había prometido ir al jardín con Carlota, después de cenar. Yo estaba en la explanada, bajo los corpulentos castaños, viendo, por última vez, el sol que se oculta más allá del risueño valle, y el río que se desliza mansamente. ¡Había estado tantas veces con ella en aquel paraje! ¡Había contemplado tantas veces el mismo magnífico espectáculo! Y ahora... Comencé a ir y venir por aquella alameda, para mí tan querida, donde un secreto y simpático atractivo me había retenido frecuentemente antes de conocer a Carlota. ¡Con qué placer, al alborear nuestra amistad, notamos ambos la preferencia que nos inspiraba este sitio, que es sin duda uno de los más seductores que conozco entre las creaciones del arte! A través de los castaños se descubre una vasta perspectiva... Recuerdo que te he hablado bastante en mis cartas de estos altos muros de hayas y de esta alameda en que insensiblemente va desapareciendo la luz cuanto más próximo está un bosquecillo donde termina, y donde todo se confunde en una plazoleta que parece impregnada de todas las melancolías de la soledad. Aun me dura la indefinible sensación que experimenté cuando entré en ella por primera vez, en el instante en que el soli se hallaba en lo más alto de su carrera; ya entonces tuve un vago presentimiento de que aquel paraje sería para mí teatro de infinito dolor y grandes alegrías. Media hora llevaba yo entregado a los dulces y crueles pensamientos de la separación y del instante en que nos volveríamos a reunir, cuando les vi subir por la explanada. Corrí hacia ellos, cogí con el mayor alborozo la mano de Carlota y se la besé. Llegábamos a lo más alto cuando apareció la luna por detrás de los zarzales que cubrían la colina. Hablamos de cosas indiferentes, y nos aproximamos a la sombría plazoleta. Carlota entró y se sentó; Alberto se puso a uno de sus lados y yo al otro; pero mi inquietud no me permitía permanecer mucho tiempo senado. Me levanté, me coloqué delante de ella; di algunos pasos y volvi a sentarme. Yo sentía algo parecido a la agonía. Carlota nos hizo observar el bello efecto de la luna, que desde la punta de las hayas alumbraba toda la explanada. El cuadro era soberbio y tanto más sublime para nosotros cuanto que nos rodeaba una profunda oscuridad. Después de un breve rato, en que todos guardamos silencio, Carlota tomó la palabra:— "Nunca, dijo, nunca me paseo a la luz de la luna sin acordarme de mis queridos amigos difuntos, sin sentirme conmovida por la idea de la muerte y de lo porvenir. Nosotros renaceremos, añadió con un acento que revelaba la sensación más viva; pero Werther, ¿volveremos a vernos? ¿Nos reconoceremos? ¿Qué pensáis de esto? ¿Qué decís? — "Carlota, exclamé, presentándole mi mano y con los ojos cuajados de lágrimas; ¡sí, volveremos a vernos! ¡En esta vida y en la otra volveremos a vernos!" No pude decir más, Guillermo. ¿Era preciso que ella me hiciese esta pregunta, cuando toda mi alma se preocupaba de tan cruel separación? — "Y nuestros queridos muertos, continuó Carlota, ¿saben algo de nosotros? ¿Tienen idea de que los traemos a la memoria con indecible cariño, en nuestros momentos de felicidad? ¡Oh! La imagen de mi madre vaga siempre en torno mío, cuando estoy por la noche sentada tranquilamente en medio de sus hijos, de mis hijos, que se agrupan alrededor mío como se agrupaban al suyo. Si entonces dirijo al cielo los ojos, bañados por una lágrima de deseo, anhelando que vea cómo cumplo la palabra que le di en su lecho de muerte, de ser madre de sus hijos, exclamo llena de emoción: — Perdóname, madre querida, si no soy para ellos lo que tú fuiste. ¡Yo hago cuanto puedo; están vestidos y alimentados y, sobre todo, se les cuida y se les quiere; si pudieras ver nuestra unión ¡oh, alma queridísima!, elevarías las más vivas acciones de gracias a ese Dios a quien pedías con las más amargas lágrimas, con las últimas que brotaron de tus ojos, que hiciera felices a tus hijos..." Esto decía Carlota. ¡Oh Guillermo! ¿quién puede repetir lo que ella decía? ¿Cómo la letra, fría e insensible, podría reproducir sus palabras, que eran flores celestiales de su alma? Alberto la interrumpió, diciendo con dulzura: — "Carlota, eso te afecta demasiado. Comprendo que tales pensamientos te son queridísimos, pero te ruego..." — "Alberto, dijo Carlota, ya sé que no has olvidado aquellas noches en que nos sentábamos alrededor del velador, cuando papá estaba fuera y se habían acostado los niños. Tú tenías casi siempre un buen libro, y casi nunca lo leías. La conversación de aquella criatura sublime, ¿no era preferible a todo? ¡Qué mujer! Amable, bella, siempre alegre y siempre trabajadora... ¡Dios sabe las veces que arrodillada sobre mi lecho y derramando lágrimas, le he pedido que me haga semejante a mi madre!" —"Carlota, exclamé, arrojándome a sus plantas y estrechando su mano, que bañaba con mi llanto; Carlota, que siempre os acompañen la bendición de Dios y el espíritu de vuestra madre." — "¡Si la hubierais conocido! dijo, apretándome la mano. Era digna de que la conocierais." Creí que me anonadaba: nunca se había pronunciado en mi elogio una frase más grande, más gloriosa. Carlota prosiguió: — " ¡Y esa mujer murió en la flor de la edad, cuando su último hijo no había cumplido seis meses! Su enfermedad no fue larga: estaba resignada y tranquila; su única pena era tener que dejar a sus hijos, sobre todo al más pequeñito. Cuando entraba en la agonía, me dijo: — ¡Tráemelos! — Yo se los llevé; los menores no comprendían su desgracia; los mayorcitos estaban profundamente afectados. Cuando rodearon su lecho, levantó las manos al cielo y rogó por ellos; luego, uno tras otro, los besó; les dio después el último adiós, y me dijo: — Tú serás su madre" Por toda respuesta, le estreché la mano. — "Mucho me prometes, hija mía — me dijo. — Frecuentemente he visto en tus lágrimas de reconocimiento que comprendes lo que hay en las miradas y en el corazón de una madre. Ten lo uno y lo otro para tus hermanos, y para tu padre la fidelidad y la obediencia de una esposa. Serás su consuelo." Pidió que entrase mi padre, que había salido para ocultarnos el inmenso dolor que le abrumaba; tenía el corazón despedazado. Tú, Alberto, estabas en la alcoba; oyó que alguno se paseaba, preguntó quién era y dijo que te acercases. Nos miró a los dos fijamente, y su mirada tranquila revelaba la idea de que juntos habíamos de ser felices." Alberto se arrojó en sus brazos, exclamando: — "¡Lo somos! ¡Lo seremos!" El flemático Alberto estaba fuera de sí: yo no me conocía a mí mismo. — "Werther — prosiguió Carlota: — ¿y esta mujer había de morir? ¡Oh, Dios! ¡Cuando algunas veces pienso cómo nos dejamos quitar lo que más queremos en el mundo! Y nadie lo siente con tanta fuerza como los niños; los míos, mucho después se quejaban de que los hombres negros se habían llevado a mamá." Carlota se levantó: yo, temblando, pero saliendo del letargo que me sojuzgaba, permanecí sentado y estrechando entre las mías una de sus manos. —"Tenemos que volver a casa—dijo:—ya es hora." Quiso apartar su mano y yo la retuve con más brío. —¡Volveremos a vernos! — exclamé. — "¡Volveremos a encontrarnos! Sea cual fuere nuestra forma, nos reconoceremos. Me voy —proseguí,— ttie voy voluntariamente; pero si creyera que se trataba de una separación eterna, no podría soportar esta idea. ¡Adiós, Carlota; adiós, Alberto! Volveremos a vernos." —"Creo que mañana — dijo ella en tono chancero." Este "mañana" me traspasó el corazón. ¡Ah! Ella ignoraba, cuando separó su mano de la mía... Se fueron alejando por la alameda... Yo permanecí inmóvil, siguiéndoles con la vista, a la luz de la luna. Me arrodillé, di rienda suelta a mis lágrimas, levantéme súbito, fui corriendo hacia la explanada, y todavía, a lo lejos, bajo la sombra de los altos tilos, cerca de la puerta del jardín, vi brillar su vestido blanco. Extendí los brazos hacia ella... y desapareció. |
||
<<< | Libro Primero Carta 39 |
>>> |
Índice obra | ||
|