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Manuel Gutiérrez Nájera

"Juan el organista"

Cuentos color de humo

Cap. 4

Biografía de Manuel Gutiérrez Nájera en Wikipedia

 
 
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Música: Mendelssohn - Song Without Words, Op. 19, No. 6
 
Juan el organista
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No pintaré la vida que llevaba Juan en la hacienda de la Cruz. Trabajaba de nueve a doce con los niños, comía con la familia, y en las tardes se iba de paseo o a leer en el banco del jardín. Poco a poco le fueron tomando cariño todos los de la casa; mas sin que tales muestras de afecto le envalentonaran ni le sacasen de quicio, como suele pasar a los que por soberbia creen merecerlo todo. Juan consideraba que era un pobre empleado de Don Pedro, y que, como tal, debía tratarle con respeto, lo mismo que a los demás de la familia. Y a la verdad que ni con linterna se hallarían personas más sencillas ni más buenas que la esposa y las hijas de Dor Pedro. Ni una brizna de orgullo había en aquellas almas de incomparable mansedumbre. Juana, la hija mayor, era un poquito cascarrabias. También era la que llevaba el peso de la casa y tenía que tratar con los criados. Pero sus impaciencias y corajes eran siempre tan momentáneos como el relámpago. Enriqueta tenía mayor dulzura de carácter. Y en cuanto a la señora, caritativa, franca, inteligente, merecía ser tan feliz como lo era.

Juan agradecía a Don Pedro y su familia más que la distinción con que le trataban, el cariño que habían manifestado a Rosita.

Enriqueta particularmente, era la más tierna con la niña. Parecía una madre; pero una madre doblemente augusta: madre y virgen. Muchas veces, Juan intentó poner prudentemente coto a tales mimos, temeroso, tal vez con fundamento, de que la niña se mal acostumbrase y ensoberbeciera. Mas ¿qué padre no ve con alborozo la dicha de su hija? Lo que pasó fue que, gradualmente, aquellas solicitudes de Enriqueta, aquel tierno cuidado, despertaron en Juan un blando amor, escondido primero bajo el disfraz de la gratitud, pero después tan grande, tan profundo y tan violento, como oculto, callado y reprimido. El trato continuo, el diario roce de aquellas almas buenas y amorosas, daban pábulo a la pasión intensa del desgraciado preceptor. Pero Juan conocía perfectamente lo irrealizable que era su ideal. Estaba allí en humilde condición, acogido, es verdad, con mucho aprecio; mas distante de la mujer a quien amaba, como lo están los lagos de los soles. ¿Sabía, acaso, cuáles eran los propósitos de sus padres? Habíanla instruido y educado con esmero, no para compañera de un pobre hombre que nada podría darle, fuera del amor, sino para mujer de un hombre colocado en digna y superior categoría. Si le hablara de amor, sería como el hombre a quien hospedan por bondad en una casa, y aprovechando la ocasión más favorable, se roba alguna joya. No; Juan no lo haría seguramente. Corresponder de tal manera a los favores que Don Pedro le había hecho, hubiera sido falta de nobleza. Mil veces, sin embargo, el amor, que es gran sofista, le decía en voz muy baja: «¿Por qué no?».

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Misterio y Terror