Cuentos color de humo Cap. 3
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Música: Mendelssohn - Song Without Words, Op. 19, No. 6 |
Juan el organista |
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—Adelante, amigo D Juan, pase Ud. Juan se quitó el sombrero respetuosamente y entró al despacho de la hacienda. Era una pieza bastante amplia con ventanas al campo y a un corral. Consistía su mueblaje en una mesa grande y tosca, colocada en el fondo, precisamente abajo de la estampa de Nuestra Señora de Guadalupe. La carpeta de la mesa era de color verde tirando a tápalo de viuda; pendiente de una de sus puntas campaneábase rueco trapo negro, puesto allí para limpiar las plumas; y encima, colocados con mucho orden, alzábanse los libros de cuentas presididos por el clásico tintero de cobre que aun usan los notarios de parroquia Unas cuantas sillas con asiento de tule completaban el mueblaje, y ya tendidos o apoyados en ellas, ya arrinconados o subidos a los pretiles de las ventanas, había también vaquerillos, estribos, chaparreras, sillas de montar, espadas mohosas, acicates y carabinas. De todo aquello se escapaba un olor peculiarísimo a crines de caballo y cuero viejo. D. Pedro Anzúrez, dueño de la hacienda, escribía en un gran libro y con pluma de ave, porque jamás había podido avenirse con las modernas. Desde el sitio en que de pie aguardaba Juan, podía verse la letra ancha y redonda de D. Pedro, pero Juan no atendía a los trazos y rasgos de la pluma: con el fieltro en la mano, esperaba a que le invitasen a sentarse. —Descanse Ud. y no ande con cumplidos, dijo D. Pedro, interrumpiendo la escritura. Y continuó tan serio y gravedoso como antes, añadiendo renglones a renglones y deteniéndose de cuando en cuando para hacer en voz baja algunas sumas. Cerró luego el librajo, forrado de cuero, puso la pluma en la copilla llena de municiones, y volviéndose a Juan, le dijo así: —Amigo mío, aproxime la silla y hablemos ¡Eso es! ¿no quiere Ud. un cigarrillo? —Gracias, señor don Pedro, yo no fumo. —El señor cura habrá informado a Ud someramente de lo que yo pretendo. —Con efecto, el padre me dijo anoche que tenía Ud. el propósito de emplearme en su casa como preceptor de los niños. —Eso es. Ud. habrá observado que yo le tengo particular estimación, no sólo por el saber que todos sin excepción le conceder, sino por las virtudes cristianas, tan raras en los jóvenes de hoy día, y que le hacen simpático a mis ojos. Ud. es laborioso, humilde, fiel observante de la ley de Dios, honrado a carta cabal y padre cariñoso como pocos. Vamos. ¡Me gusta Ud! Desde que trabamos amistad con motivo de la fiesta del Carmen, cuando Ud. tocó el órgano en mi capilla, he comprendido que está Ud. fuera de su centro, y que hombre de educación tan esmerada, merece mejor suerte y el auxilio de todos los que piensan como yo. Conque ¿no tiene Ud. reparo en admitir lo que le propongo? ¿Acepta Ud? —Con el alma y la vida, Sr. D. Pedro. — Pues vamos ahora a tratar del asunto mercantilmente. Ud. tendrá casa, comida y cincuenta pesos al mes. Por supuesto, vendrá Ud. con su hija. Mi esposa y mis dos hijas mayores quieren mucho a la niña, y tratarán a Ud. como a persona de la familia. Los deberes del preceptor son los siguientes: enseñar a mis dos chicos la aritmética, un poco de gramática, el francés y la teneduría de libros. ¿Convenidos? —Sr. D. Pedro, Ud. me colma de favores. A duras penas logro conseguir en el pueblo la suma que Ud. me ofrece, y de ella salen el alquiler de la casa, el peso diario del gasto y el alumbrado, ¿cómo, pues, no admitir con regocijo, lo que Ud. me propone? —Pues doblemos la hoja. La habitación de Ud. será la que ya conoce junto a la pieza del administrador. No es muy grande; consta de dos cuartos bastante amplios y bien ventilados. Además, Ud. tiene como suya toda la casa. Más que como empleado, como amigo. Conque ¿cuando puede Ud. instalarse? —Mañana mismo, si Ud. quiere. —No, mañana es domingo, y no está bien que se trabaje en la mudanza. Será el lunes. Don Pedro se levantó de su sillón. Juan, confundido, se despidió, y así acabó, con regocijo de ambos, la entrevista. |
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