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Biografía de Sergio Galindo Márquez en Wikipedia | |
Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante |
El tío Quintín |
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III Esta tarde viene Efrén a visitarme, siempre que me enfermo lo hace. Desde niños, si yo estaba en cama y él recibía invitación para un cumpleaños o un paseo, no lo aceptaba; prefería quedarse a cuidarme, es decir, a leerme cuentos o contarme historias. Es el hermano que más me ha querido y, consecuentemente, a quien más quiero. Mis tres esposas invariablemente se llevaron bien con las suyas; incluso mi esposa Eunice conserva relación hasta la fecha con dos de sus divorciadas: Sabina y Carla. Admito a la primera con gusto porque es muy bonita, la segunda me choca por quejumbrosa. Estoy enfermo por culpa de Lorenzo, es decir: del complot; es decir: de todos ellos. Menos Efrén, de eso estoy seguro. Él no tendrá la desfachatez de negar —o dudar con perversa mala memoria— la existencia del tío Quintín. Esto es una confabulación familiar con el propósito de burlarse de mí. Así me hicieron varias veces cuando éramos chicos, y si se acabó el relajito fue porque yo resulté más ingenioso que ellos. Sí, deben estar coludidos, porque la amnesia colectiva no existe, y la unidad de criterio, entre ellos, ¡menos aún! Efrén ya pasó de los ochenta pero, salvo el hecho de no recordar nunca con quién está casado —olvido justificadísimo— no da muestras de decrepitud, tiene agilidad mental y buen juicio. Es necesario que norme mi conducta: si Efrén no se acuerda del tío Quintín, no debo violentarme. Es imprescindible tener presente que yo mismo he dudado. No tocaré el tema primero porque mi esposa Eunice dice que se me está volviendo obsesión. Por tanto, coloqué el retrato del tío en la mesita que está enfrente de mí. Estoy en la sala de televisión y Efrén subirá a verme aquí. Tendrá que ver el retrato más temprano que tarde, y si él nombra al tío Quintín, no voy a cometer la grosería de no contestarle. Llega y lo primero que digo es: —¿Cómo está tu esposa? —Si me aclaras a quién te refieres... —A Tere. —¿A Teresa? ... Hace mucho que no sé de ella. —¿Está fuera de la ciudad? —Estás confundido, Marco Tulio, mi esposa actual —y desde hace diez años—, es Eugenia Mariscal... ¿Ya te acordaste? —¡Buen principio! ¡Qué imbécil soy! —me reprocho colérico—. Vas a creer, como todos, que estoy desquiciado. Es la tensión Efrén, me llegó a doscientos ochenta. —Lo sé. Por eso estoy aquí. ¿Cómo te sientes? —No tan grave como se sentirían, en caso idéntico, Sara o Elena, pero mal, ¡bastante mal! A veces, como si flotara. Dime, ¿cómo está Eugenia? —Perfectamente. El laconismo y la solemnidad de su voz me cohíbe; tengo la certeza de que nuestra entrevista no se va a desarrollar en buenos términos y no estoy preparado para otro ataque más. —¿Te pasa algo? —inquiero. —A mí, nada. Sin embargo parece que a ti sí. —¿Qué quieres decir? —y no puedo evitar que mi tono sea demasiado alto. Advierto entonces que la seriedad del rostro de Efrén es forzada, que abajo de ella asoma una sonrisa, y, finalmente no puede evitarlo, sonríe. —Calma, no grites, no estamos en combate. —Es la tensión —me disculpo. —Es la conciencia —me responde, y antes de que me dé tiempo de ponerlo en su lugar, pregunta—: ¿Por qué has hecho tantos desatinos? —¿Desatinos? —grito—. ¿Yo? —Tú y nadie más. ¿Cómo se te ocurre retar a golpes a Lorenzo?... Como si fueran niños de primaria, con el agravante de que uno de los colegiales está paralítico, ¡por Dios, Marco Tulio! —¡Son falsos! —No lo son. Es la pura verdad. Has hecho el ridículo más grande de tu vida, y frente a todos los invitados. —¿Qué invitados? —Estaban en un bautizo. —Yo no sabía, pasé de casualidad, ¡no me invitaron! —¿Y no viste a la gente? —Vi a muchos desconocidos, me pareció natural... Lo de siempre. —Ahora dime: ¿qué necesidad tenías de herir a Sara? —¡Herir yo a Sara! ¡Esto es un complot, Efrén! ¡Y tú estás en el bando enemigo! ¿Herir yo a Sara?... ¡Permíteme que me ría! ¡Con Sara incluso el cáncer ha fracasado! Es tan fuerte que tú y yo moriremos, y ella seguirá tan campante como si nada. ¿Herir yo...? —¿Por qué la enteraste de las infidelidades de Atenor? (La vergüenza y la ignominia caen sobre mí. De eso no me acordaba. Pero me suena a verdad, me suena...) —¿Lo hice? —pregunto contrito—. ¡Pobre Atenor! Con razón sentí que algo le debía... No tuve la culpa, te lo juro, Sara me sacó de mis casillas... ¿Le hablé de la Delfina? —Y de la Azucena. —¡Pobre Chuchena!... La traicioné. Te repito que Sara es tremenda, ¡no me explico cómo me sonsacó! —¡Inocente de ti! —exclama con sorna Efrén. Lo veo a los ojos y no podemos evitarlo: estallamos en carcajadas. Efrén se calma primero y me reconviene, propone reconciliaciones, disculpas, y me da consejos a los que yo asiento de buena fe, pero sin dejar de reír. De pronto oigo que mi hermano pregunta: —¿Y este retrato? —¿No lo reconoces? —¿El abuelo de Eunice? —inquiere con candor. —¿Tú también... bruto? —y lo digo sin pensar en la famosa cita, pero Efrén está en culto, o en ido, y no se ofende. —¿Quién es? —¡El tío Quintín! —El tío Quintín —repite parsimoniosamente. —¿Te acuerdas de él? —No... tal vez... —lo veo hacer esfuerzos— ...Casi nada. ¿De dónde lo sacaste? —Lo heredé —respondo dignamente. —¿Como la vajilla de tu tía la baronesa? —Bueno... tú y yo siempre supimos que eso era una broma, jamás pretendí. —Sí pretendiste, pero no lo lograste. —¡Bueno, una broma es una broma! Esto no. Encontré el retrato en una caja vieja, y es el tío Quintín. —Y si estás seguro, ¿cuál es el problema?, ¿por qué te ofuscas? —Es que... tengo mis dudas... —(Tampoco cito a Poe.) —¡Ay, Marco Tulio! —y sacude compasivamente la cabeza. |
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