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Efrén Hernández

"Unos cuantos tomates en una repisita"

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Biografía de Efrén Hernández en Wikipedia

 
 
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Música: Mendelssohn - Lied ohne Worte Op.62 No.1 (Andante espressivo)
 
Unos cuantos tomates en una repisita
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(Continuación)

Mirar no es como ver. Ver, es dejar que la luz obre sobre el dispositivo de los ojos. El que abre los ojos, el que no se los tapa, ése es el que ve. Mirar, en cambio, es entregarse por medio del sentido de los ojos, es polarizar las potencias del ser hacia el objeto que capturan los ojos. Aquel que abre los ojos, y condensa, además, sobre las obras que la luz obra en sus ojos, su presencia, ése es el que mira.

Ahora bien, frontero a la ventana, visible desde dentro de la pieza, ofreciéndose a través de la ventana, callado y vertical, se alza un muro; el muro es alto, pardo y liso, y está constelado de ventanas. Nunca ha sido encalado. Sus ladrillos desnudos han ido recibiendo, al directo, las mudanzas del tiempo y de los elementos. Las horas y deshoras, los días y las noches, las primaveras, los veranos, los otoños, los inviernos, con sus vientos, sus ardores, sus lluvias y sus fríos, lo han ido impregnando con no se sabe qué, sino que es la sustancia pasivísima, que a fuerza de filtrarse, los años han soltado de las delgadas ondas de sus aguas perpetuas y calladas.

Abajo, a los pies del muro callado y vertical, se hace el ángulo, de donde el piso asenderado del patio parte hacia acá, hasta venir, aparentemente, a chocar con la línea horizontal inferior de la ventana. En el extremo alto linda con el mudable cielo y, a los lados, lo cortan las dos perpendiculares, movibles con el observador, de acuerdo con las conocidas leyes de coordenadas de la perspectiva.

No tiene, pues, Serenín, que hacer otra cosa que cabecear, para lograr que elmuro entero se desplace, como un cartón pintado que penduleara detrás de un agujero.

Mirar no es como ver. Mirar es entregar el alma al objeto que capturan los ojos. Es algo más que ver, es ver con sed. En el mirar de Serenín, que ya se ha dicho, se ve esta sed sorber, querer beber algo a este muro, y en su expresión se nota, cierta, esa demanda interna, profunda y fervorosa que muestran los que oran en silencio.

La tarde va cayendo. Una a modo de esa niebla que se logra con entrecerrar los párpados, va cayendo de arriba y empezando a enturbiar el vidrio melancólico del aire; un poco de ese a modo de sutilísimo polvo oscuro, al cual llamamos sombra, va cayendo del cielo, y un poco de ése, ya no a modo de polvo, sino genuino polvo —y aun pequeñas piedras—va cayendo, intermitentemente de los techos, y como en toda la vecindad (cual ya se ha encarecido tanto) no hay cosa alguna sólida, y como la parte participa siempre de la naturaleza del todo, y como los puntos del piso en que las patas de la silla de Serenín se asientan, forman parte de la vecindad, resulta que lo mismo que la tarde, el silencio, la sombra y lo demás, Serenín también se está cayendo. Si se hurtara un poquito a la izquierda, si, tan sólo llegara a ocurrírsele descruzar su pierna derecha y cambiarla a encima de su izquierda, ay, yo estoy a punto de soltar el trapo de la risa, sólo con la representación que me hago de la cara que haría Serenín tras el trastazo. Pero no, en realidad no hay riesgo; es cierto que la pata trasera del lado derecho de la silla tiene asentado, en relativamente firme a lo más un diez por ciento de la superficie que es su base inferior; mas el joven ni siquiera parpadea, se ha ido y no está aquí, todo su cuerpo y su alma están clavados, con sus ojos, por cima de un nopalillo que entre musgos y quelites silvestres, va naciendo al borde de la ventana de que, precisamente en el párrafo primero de esta historia, se ha hecho mención diciendo:“De una fecha ya ida para siempre hace ya mucho, o sea, de un remoto tiempo que nunca ha de volver, en virtud de que no la acabaron, una de las ventanas de la pared de enfrente quedó sin terminar...“ etc.

Ya, al describir el muro, se anotó, que no es esta la única que hay. Ahora bien; todas las demás que hay en el muro, cuentan con todo aquello con que debe, en lo esencial, contar una ventana. Todas ellas han sido, al menos en memoria, cabalmente enmarcadas. A todas ellas hay quien trate, más o menos, de disimularles la ruina de sus años. Manos, en mayor o menor medida cuidadosas, curan de rasurarles los quelites y zacates que espontáneamente aparecen por ahí de tiempo en tiempo, de colocar tiestecillos de flores, jaulas con pájaros o destechadas periqueras, de remendar los hoyos que se hacen demasiado cerca, de repintar algunas veces las maderas, de acomodar visillos tras los vidrios o de colgar cortinas; mas en ninguna de estas peripuestas, casi enteras, florecientes, para jamás los ojos suyos Serenín, sino sólo en la última de arriba, la inacabada y sórdida que no consiste en más que el vano.

Yo estimo que, al menos de paso, debo referirme aquí a un problema relativo a lo que en este espacio se ha ido transcribiendo. Todas las ventanas del muro, repito, cuentan con todo aquello con que debe, en lo esencial, contar una ventan, merecen, sin reparo, ser llamadas ventanas; pero la inope y no completa en que posa con vigilante ensueño sus ojos Serenín, carente de vidrieras, de marco y de cortinas, que no consiste, en fin, sino en el vano, ¿podrá, con propiedad, ser llamada ventana? ¿No sería más propio llamarla, simplemente, agujero?

No he sido yo el único ni el primero que lo piensa. Y hasta debo decir más; la opinión reinante aquí, ha sido en este sentido. Y todavía hoy, más de cuatro vecinos, impíamente, sin haberse puesto siquiera a discutirlo, la llaman agujero. Serenín se ve cohibido y se entristece siempre que oye tratar el punto. Y él propio, aunque con pena, durante cierto tiempo reconoció que sí, y que efectivamente no al canzaba a ser una ventana. Y cuando lo oía decir, en parte por decoro y discreción, y en parte porque no encontraba objeciones serias que oponer, se callaba. Y así estaban las cosas, y así hubieran seguido, a no ser porque una tarde en que hacía mucho calor, estando Serenín en compañía de un compañero suyo muy despierto, estudioso e ilustrado, a un golpe de viento se abrió la ventana del cuarto en que se encontraban. Y el compañero que, al parecer, pensaba en el problema, de pronto, sin antecedente alguno, como si Serenín fuera adivino y estuviera en lo que él iba pensando, dijo:—Ah, ya caigo.—¿En qué?, le preguntó sorprendido Serenín. Pues en eso, contestó el compañero, apuntando con la frente todavía arrugada por la meditación hacia donde convenía, en que eso, a pesar de que, como cualquier ventana, es un agujero; y no obstante todo cuanto hasta aquí se ha dicho, sí es ventana y puede, con el más perfecto derecho, ser llamada ventana. Es tan ventana, que ya quisieran otras muchas serlo tanto. Vea usted, hace un momento, sentía yo un gran calor, hasta el extremo que ya estaba pensando en quitarme el saco; pero en esto llegó inopinadamente un golpe de viento y abrió, inopinadamente, esta ventana. Inmediatamente empecé a sentirme aliviado de calor. Y esto me hizo recapacitar en mis adentros: Ventana, sí, para que entre el viento. Eso es, de viento, de ahí viene ventana, lo mismo que ventilador y que ventila, no de enmarcado, no de vidriera o de postigo, ni de cortinita azul. Tales aditamentos más bien son un estorbo para la ventilación, pues a una ventana, poniéndole vidrieras, colgándole cortinas, más que enventanecerla, se la desventaniza, se le merma su función, se le impide su objeto, se la aparta de su significa ción etimológica. Serenín no dijo nada, sólo sintió que con su discurso, su compañero le inyectaba luz y le quitaba un gran peso de encima. Por cierto que a este sujeto lo mandaron más tarde a Pennsylvania, pensionado, a estudiar filología. Qué milagro, en esto sí se hizo justicia, no como cuando mandaron a aquellos estudiantes al Japón, y dio por resultado que la universidad de aquí fue demandada, pues sus enviados, a la sombra de ella se echaron allá miles de drogas.

Serenín escribe de tarde en tarde a Pennsylvania, y renueva en cada carta las expresiones de su agradecimiento: “No hay como el talento, escribe, gracias a usted, ya no hay quien se atreva a llamar agujero a nuestra querida ventanita. De hoy en más se usará este nombre en cada caso semejante. Así resultará una prosa más castiza, y se evitará, de paso, la confusión de que no se sepa si se trata de un tubo de guardar agujas. Últimamente se me ha ocurrido una nueva razón. No cabe duda de que, de que Dios da, da a manos llenas, sólo que, como esta razón, se presta para ciertas burlas, me callo.”

Qué distancias, qué alejados caminos, con qué miembros tan inequivalentes logra hacer ecuaciones Serenín. Agujero lo mismo que ventana. Venga a verlo el que quiera, si en realidad no es más que un agujero.

Oh, poder de la fe. “Ya nadie—escribe Serenín— se atreverá a decir que es un agujero nuestra querida ventanita.”

Y todavía no han parado en esto las operaciones. Con cuánta razón ha dicho: “Tiene el corazón sus razones que la razón no conoce.” Caminando de ecuación en ecuación, de semejanza en semejanza, Serenín ha llegado a demostrar, casi nada, sólo que el agujero éste, y el cielo, son lo mismo.

La tierra es alta aquí; más de dos mil metros sobre el nivel del mar, la ventana, ocho a nueve metros más alta que la tierra; más alto aún, pero sin comparación, más alto aún que la ventana, a todos los metros sobre el nivel del mar, reposa el cielo.

Sin embargo, y a pesar de toda esta inconmensurabilidad de dimensiones que lleva a la dosimétrica ventana el inabarcado cielo, Serenín, con la barba en la mano, caminando de ecuación en ecuación, de semejanza en semejanza, de par en par, se ha disparado hasta llegar a convencerse de que el cielo y la ventana son lo mismo.

El cielo es la ventana. A ver si hay un héroe que se atreva y que venga y me lo explique.

Ninguno, que se sepa, tuvo jamás idea de lo que cielo es. Esta palabra, cielo, es nada más una armazón, un garabato seco, para usarlo cuando no se halla otro en que quepa lo que quiere decirse. Esto es, en efecto, algo inefable, algo infinito, azul, dulce, dichoso sin medida. No existe la palabra, no existe el pensamiento, no existe la ternura ni el dolor bastante largo para poder tocar la cuenca de esta techo sin techo que nos cubre.

Un pájaro es nuestro anhelar, un pájaro que se hunde vanamente en el vacío de nuestra alma, y sólo cuando con la piadosa ilusión que nos procura nuestro propio cansancio, transformamos en fuente de agua viva, cualquier brillo fugaz, decimos cielo, ensueño, amor, o dueño mío. Palabras solas son, palabras muy distantes, palabras que sólo usamos a fin de imaginar que no rompemos la aparente concatenación de nuestro ser, a fin de no enfrentarnos con la angustia de admitir que estamos rotos, palabras que sólo sirven para llenar con algo los abismos que vigilan, sedientos, en nuestro corazón, los puentes que nos faltan para poder ligar los tramos que no hallamos del camino hacia nosotros mismos, las vacantes en sombra de nuestra existencia, los vanos o desvanes que no tienen identidad precisa y pueden contener cien mil, pero imprecisas.

Nadie, que se sepa, tuvo jamás idea de lo que cielo es. Él tampoco tiene; pero su corazón se finge que sí sabe, y vendándose los ojos, por un acto de su voluntad de que no da parte a su conciencia, se encierra y vive a oscuras, poseído por la representación que se ha hecho, consistente en que, al abrazar el dosimétrico fulgor que proyecta sobre una abertura practicada en un muro, abraza el infinito, inabarcable cielo. Empero, insisto, ninguno, aparte de él podrá entenderlo nunca. Y es que cada uno se proyecta e inyecta de un modo diverso, su individualidad, la suma que resulta de sumar la inmensidad de su hambre de luz, más la inmensidad de sombra de su espíritu.

He aquí otra palabra semejante, otra palabra igualmente vaga, inmensa, irrellenable: “espíritu”. ¿Qué quiere decir espíritu? Unos están seguros de tener espíritu, otros tienen determinadas dudas, otros no creen en esas cosas, otros les tienen miedo a los espíritus.

Y Serenín se ha vuelto silencioso, concentrado, fantasmal. Se ha ido replegando hacia su espíritu. Los amigos han ido retirándose de él a causa de su silencio. Les parece que se ha vuelto zonzo. Es una lástima; tan jovial como era, tan ingenioso. Lo que son las mujeres. En cuanto un hombre se mete con mujeres, todo se descompone.

Ya el coloquio social, toda demanda exterior lo desazona. Más que todas las pláticas, más que todos los discursos de los libros, lo contenta una callada fuente de elocuencia, que él se sabe, y no encuentra sustancia, sino en los mensajes que de ella recoge.

A qué hora, cuándo, cómo, tal como tantas otras veces hasta ahora, aparecerán, detrás de la ventana, unas manos, una cabeza, una señora que, como una automática monita empequeñecida por la distancia, sabe mirarlo desde allá reír y sonreír, saludarlo con cautela de que nadie la vea y decir, sin que se oiga, sólo con movimientos de los labios:—Ay, te quiero.

Tiene ella unos ojos que a él le gustan mucho, que siempre le recuerdan un bello parlamento de Knut Hamsun: “Antes, señora, no me importaban a mí ningunos ojos. ¿Ojos azules? Bah. ¿Ojos verdes? Qué. ¿Ojos grises? Esta bien; pero hoy, señora, hoy se ha atravesado usted en mi camino con sus ojos negros…”

Tiene también cabellos, unos cabellos hondos y oscurísimos, siniestramente negros, donde los brillos cruzan y se mueven a modo de relámpagos, forman un marco sombrío a su cabeza y, al atardecer, el rostro luce entre ellos maravillosamente.

Cuando llegue la noche, se irá escondiendo todo. Los violetas y marfiles, los rosas y los negros, los nácares y azules se irán hacia lo negro, hacia lo gris, cual disolviéndose en una única tinta parda y homogénea. Y para un tiempo no se verá ya nada, y la ventana, consumiéndose a par de la figura, será sólo un recorte no distinto, igual que si detrás no hubiera alcoba, sino un trozo del cielo de la noche, en que hubieran muerto todas las estrellas.

Un poquito más tarde se encenderá una luz. La fuente luminosa habrá de quedar oculta; pero su emanación coloreará tímidamente el interior, y contra su fulgor amarillento, reaparecerá con visión tenue, la tenue figurita femenina.

En esta incierta hora el muro, ya algo más vago que el cielo, será un borroso lienzo pardo, con un recorte levemente iluminado que semejará una estrella fija, quieta, rectangular y plana, coronada por una infinidad de otras diminutas y nerviosas, esparcidas al tino por millares.

Más tarde aún, descenderá el silencio, suave, paulatinamente, como con paracaídas. Y cuando el silencio se tienda a reposar sobre la tierra, de la más grande y pálida de todas las estrellas, brotará una canción.

La canción habrá de repetirse muchas veces. El murmullo, que Serenín apenas oye, bajará de lo alto a envolverlo en una como luz profunda:

Tinieblas de tinieblas
era para mi oído tu silencio.

Así ha escrito Serenín en el angosto trozo de un block de taquigrafía partido a lo largo por la mitad. Ni piensa en hacer versos o poesía, le sale como agua, durante las exaltaciones en que por sus intimidades se hace la representación de que están conectados él y ella, y que ella puede oírlo:

De oro y de níquel, trémulas
novilunio y resol, chirle de músicas,
por mi ventana entran
las hebras de tu voz, desenvolviéndose
en mi estancia en silencio.

Primero es el oír, luego el entregarse de su ser, el convertirse en materia docilísima que no hace resistencia a las delgadas fuerzas que lo toman, luego adquirir la forma que le imprimen, luego la captación consciente de esta forma y, finalmente, la aparición de las palabras en que esta misma forma se condensa:

…porque son de dos suertes los rumores,
unas hay que destrozan el silencio,
otros que lo iluminan.

No faltan, adyacentes, sujetos que se dan a los mil diablos, que se arrancan los pelos y comentan: “Si fuera una sola noche, pasaría; pero tener que oír todas las noches, ya deshora, este escándalo, sin poder ni dormir, es cosa que se pasa de la raya.”

No es justo que así hablen. En realidad, no es escándalo. Es posible que la señora tenga sus defectos; pero, en cuanto a cantar, no canta enteramente mal. El mal está en la hora y en la continuidad, pues el canto se repite, se repite, de ordinario no cesa antes de las dos o las tres de la madrugada, que es la hora alrededor de la cual suele llegar a su domicilio el marido de la cantadora.

Ella conoce que ya viene, en que, no obstante que llaman a la puerta de la calle, no se enciende luz, y esto consiste en que como el marido esmedio avaro, siempre discute antes de dar los diez centavos que es uso dar a la portera, por cada abierta de después de las diez de la noche. Así que ésta, por desquite, no hace con éste como con los demás que no discuten el pago, y lo deja que entre a oscuras.

La cantora, en cuanto oye que llaman a la puerta, y ve que no se enciende el foco de la entrada ni el de la escalera, suspende su tonada, y, con objeto de que el marido la encuentre haciéndose la dormida, corre a acostarse.

Por una distracción, he adelantado los acontecimientos. Todo lo descrito sucederá después de este momento. Apenas son las seis y media. Serenín se ha levantado de su observatorio sólo para ver la hora y evitar se cuente una mentira. Él, a par conmigo, comprende que en todos los extremos hay exceso, y que toda discreción consiste en encontrar y practicar el justo medio; pero en materia de veracidad es muy estricto, patológicamente escrupuloso, porque para ello tiene sus razones.

Su padre, que en paz descanse, era muy comprensivo y hasta blando; sólo que, con las mentiras, sí que no podía. Las cuatro únicas veces que lo castigó, fue por contar mentiras. Las mentiras que Serenín contaba, eran insignificantes: que había perdido el cambio, que no sabía cómo se le había hecho tal o cual garrancho de la blusa, que le dolían los dientes. Una de sus tías oyó, e intervino, y dijo:—Ya ni piensas. Lo que pasa es que no quieres ir al kinder. Todavía no tienes dientes. Qué te vamos a creer.

Ésta fue la primera vez que su padre le pegó. Mandáronlo a la escuela con una criada muy atleta. La criada fue empujándolo, estirándolo y diciéndole: —“Cuela”,“cuela”, que se nos hace tarde. Cuando el profesor Espíndola lo vio llegar, le preguntó por qué llegaba tarde. No hallando qué decir, se disculpó diciendo…

Lo subsiguiente es, en cierto modo, trágico, contándolo os causaría pesadumbre. Además Ars longa, vita brevis. Y todavía quedan muchas cosas dentro del tintero.

Ahí, sobre un repisita de pared, yacentes al pie de un florero sin agua que soporta en los bordes de su boca una rosa marchita, tiene Serenín unos tomates. ¡Ay!, estos tomates, citas tan inesperadamente y, al parecer, tan fuera de lugar, son de la mayor importancia, y constituyen el motivo más grave y emotivo de esta historia.

La chinita que vive detrás de la pared de enfrente, debido a circunstancias imperiosas y tristes, se vio obligada a casarse sin amor con un turco de Esmirna, que es enamorado y celoso como un turco.

Ella nunca lo ha querido; pero, a través del tiempo, se ha venido acrecentado el caso, y cada día lo quiere menos por judío, por celoso, por tacaño, por turco y porque no le quiere regalar una turquesa.

—Mísero —le dice—, y tantas turquesas como habrá en Turquía.

En cambio, se ha enamorado de Serenín perdidamente, casi tan perdidamente como él de ella.

Las causas de este infinito amor, nadie las sabe. Como todas las causas de la vida, del amor y la muerte, se ocultan tras el velo misterioso de lo incognoscible; pero su fuego se mantiene vivo, se estimula y acrece, en virtud de los riesgos y sobresaltos que les cuesta.

Casi siempre se hablan de lejos. De tanto violentarse y estirarse por alcanzarla, el corazón de Serenín se ha hecho largo, como el brazo derecho de los hortelanos que tienen que cortar muchos limones. Antes era redondo, apretadito, de no grandes alcances y no alcanzaba a salírsele del pecho. Ahora llega hasta la pared de enfrente.

Ella va todas las mañanas a traer su mandado a la plazuela del Carmen; pero él no puede acompañarla ni se atreve a seguirla, porque siempre va en su compañía, de centinela alerta, su cuñado.

Éste posee la condición adusta e incomprensiva que hace recelosos y cerrados a los solterones, en revancha del amargor de no haber oprimido ni tocado nunca la anhelada periferia de una hembra con sus dedos desafortunados.

No obstante, ella ya le ha encontrado a él su lado flaco. Le cuenta que tiene juvenil el semblante, y que las arideces del semblante no están bien sino en las personas mayores.

Oh, qué dulce embriaguez debe sentir dentro de sí, qué desvanecimiento en su dureza, este disecado sujeto, cuando la dulce niña lo convence de que se conserva joven y le insinúa que a la fecha todavía se le puede mirar con apetencia.

El sombroso turco así lo manifiesta. Con tan halagadora convicción se le despierta una jovialidad aparatosa que lo mueve a hacerse el pequeñito, a expresarse a lo bebé que está aprendiendo a hablar, la toma de la mano y la invita a que salten como escolares que van trabando lo pasos, y en los momentos que tiene por propicios—y jamás se engaña—la muy pícara de ella, a él, le dice esto:

—Precisamente bajo el vidrio roto de esa puerta, el muchacho que te quedó debiendo los abonos, tiene un tapete color de rosa claro, que es finísimo. ¿Quieres que le soltemos un tomate para que se le manche?

Oh, admirables ardides del amor. Serenín ya sabe que antes de entregar el tomate a su cuñado, ella lo besa apasionadamente.

Serenín, cuando vuelve, por ahí lo encuentra, lo levanta y en seguida lo coloca sobre la repisita, a fin de que le sirva de arcángel San Rafael, y no San Gabriel, es el nombre del mensajero que bajó del cielo a traer a la Virgen María la Buena Nueva. Y así, cada tomate es para él un símbolo de amor, una síntesis en que se encierra toda la copia de misterios de su religión y de su fe. La repisita es, pues, un verdadero altar, un tabernáculo.

La recamarera que entra a alzar la pieza, desde un día en que vio la repisita, empezó a extrañarse, se dio a cavilar, y al fin, no pudiendo ya más, fue con la cocinera y le dio, en confidencia, la noticia de que el señor Urtusástegui, siempre tiene tomates en su repisita.

La cocinera pensó que el muy taimado los adquiría de los de la cocina, se sintió defraudada y, para librarse de responsabilidades, fue a ponerlo, a su vez, en conocimiento de la patrona.

A la patrona no le pareció del todo bien; pero, al fin qué, dijo, con un tomate menos, no voy a quedarme pobre.

—Pero es que no es sólo uno, añadió la cocinera. La recamarera dice que todos los días encuentra muchos.

La patrona, al fin humana, se dejó invadir por el torpe sentimiento de la inquina, entró en calor, vino a cerciorarse, vio que sobre la repisita se encontraban en efecto, unos tomates, frunció en un rictus de desazón su boca, se adhirió a la teoría de la cocinera y salió sin decir una palabra; pero más tarde, ordenó que desde el día siguiente se llevara una cuenta minuciosa de tomates. Como es de suponerse, nunca falló la cuenta. Los tomates resultaban cabales de continuo.

De aquí surgió un problema surgió una positiva intriga. ¿De dónde coge el señor Urtusástegui tomates y para qué los quiere?

Es fama que las mujeres no dicen misa porque son muy curiosas. No hace falta, empero, no dicen misa; pero con excepción de misa, no hay cosa que no digan, enredo que no hagan, ni chisme en que no influyan.

En suma el resultado ha sido que entre todas las formas el pueblo femenino de la vecindad no ha quedado una sola ignorante de que el señor Urtusástegui siempre tiene dos, tres, cuatro, cinco a seis tomates sobre una repisita.

Así que, bajo distintos pretextos, una tras otra fueron viniendo a visitarlo casi todas. Tan luego como se cercioraban de lo de los tomates, se salían. Pero una fervorosa que tiene en su vivienda muchos santos, más contumaz y de celo más vivo que las otras, alargó un tanto la visita y dijo:

—Oiga señor, ¿para qué quiere usted estos tomates?

Serenín se cohibió un tanto; mas al fin, pensando que no había ningún camino, por donde pudieran haber venido en conocimiento de sus cosas, y que, en consecuencia, no existía la posibilidad de que se esparciera su secreto, abiertamente, aunque sin medir lo que decía, le contestó:

—Verá, señora. Usted, probablemente no comprenda. Sin embargo, dígame: ¿usted, en su casa, tiene santos?

—Sí.

—¿Y para qué los quiere?

—Los tengo porque soy muy católica. Porque los necesito para acudir a ellos en mis horas de tribulación, en busca de consuelo.

—Muy bien contestado —aseveró Serenín—. En cuanto a mí, le diré que, pues no soy católico, que tengo una religión distinta de la suya, y que estos tomates que aquí tengo, son mis santos.

La vieja se quedó como en la luna, levantándose, fue saliendo pasito, caminando hacia atrás por no dar las espaldas, y en cuanto ganó la puerta, pies para cuándo son, se esfumó como encanto y se dio a repartir por todas partes la noticia.

Serenín salió a la calle. En la calle se encontró con que la gente no hablaba de otra cosa que de la muerte de Obregón. Frente al Palacio Nacional hormigueaba una multitud inmensa. Los periódicos lanzaban extras cada media hora y los ciudadanos los arrebataban, materialmente, de las manos de los papeleros. Era un acontecimiento terrible, inesperado, que cambiaría de blanco al negro los destinos de la patria; pero, en la vecindad, especialmente entre el elemento femenil; el asesinato de presidente electo, era un suceso pálido carente de interés. En nuestro país todos los presidentes acaban de ese modo y, además, en la vecindad sí se había dado un caso verdaderamente extraordinario. El verdadero ejemplar, el verdadero pánico, era que Serenín tuviera en su cuarto sobre su repisita, unos tomates.

Frente al cuarto del héroe, hormigueaba una multitud irregular, y, cuando lo vieron volviendo de la calle, se movieron tras él centenares de ojos espantados.

—Ése les reza el padrenuestro a unos tomates.

Serenín ni lo supo. Al entrar en su alcoba, percibió un tomate, lo recogió, limpióle el polvo, se sintió encaminado a suspirar; pero se lo impidieron un nudo de enternecimiento que le cerró el cuello y la aparición precisa, clara, indubitable y firme de que el tomate, el polvo, el cuerpo, el alma, etc…, todo cuanto existe, y el cielo, son lo mismo.

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