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Joaquín Dicenta

"Todo en nada"

Capítulo 4

Biografía de Joaquín Dicenta en Wikipedia

 
 
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Música: Rachmaninov - Op.36, Sonata No.2 -II. Non allegro
 

Todo en nada

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IV

Súbitamente quedó interrumpida la correspondencia por parte de la maestra. Inútil fue que Pedro reclamara noticias. No hubo contestación alguna.

Lleno de inquietudes, el joven, aprovechando una festividad, tomó el primer tren de la mañana y se presentó en Valladolid. Estimulando, con el ofrecimiento de una buena propina, las actividades del cochero, estuvo a los pocos minutos frente a la vivienda de su amada. Temblando subió las escaleras y temblando llamó a la puerta.

Inútilmente, puso oídos al interior, aguardando a su llamamiento respuesta. Nadie vino a correr la mirilla; mano alguna alzó el picaporte para abrir paso al visitante.

Tornó a empujar el timbre y fue el silencio la sola contestación que obtuvo.

A los repetidos timbrazos, abrióse la puerta de la frontera habitación y una señora, adelantándose hacia Pedro, le dijo:

-Pierde usted su tiempo. No hay nadie.

-La familia que residía aquí...

-Cuando yo me mudé a esta casa, estaba esa desalquilada. ¿No reparó usted, antes de subir, en los papeles puestos en los balcones?

-No, señora.

-Pues en todos los hay.

-¿Y usted no sabe -interrumpió Pedro con angustia-, dónde pudieron ir?

-No. Ya le dije que esa habitación no tenía inquilinos cuando vine a la casa. Tal vez la portera sabrá...

La portera no pudo proporcionarle noticias sobre el paradero de Andrea. La familia de la maestra hizo almoneda de todos los enseres y muebles. -Vendidos éstos -agregó la mujer-, vino a recoger a la familia un ómnibus y... -Todos volaron -continuó- sin decirnos a qué punto iban. ¡La del humo! ¡Talmente que fantasmas!... ¡Cualquiera sabe en qué sitio de este mundo o del otro andarán rodando sus huesos!...

Pedro volvió a Madrid con la muerte en el alma. La conjunción espiritual que le ajuntaba a Andrea, era la nota sola de poesía vibrante en la vulgar y monótona atmósfera donde se desarrollaba la existencia del tenedor de libros, su leyenda de amor, su ensueño: una esperanza, por irrealizable, más sugestionadora y bella.

De golpe el lazo se rompía; la leyenda borrábase; la esperanza era cosa muerta.

¿Qué habrá sido de Andrea? -se preguntaba a toda hora el joven-. ¿A qué obedecerá su huida?

Víctima de una gran depresión moral, vivía en autómata Pedro. Voluntad, energías... todo zozobraba en su espíritu; mecánicamente cumplía sus obligaciones. Ni el amor de la madre lograba sacarle de su peligrosa abstracción.

Al cabo de un mes recibió un paquete de cartas y, con ellas, otra de Andrea.

Decía así la carta de Andrea, que el timbre de la administración de correos mostraba haber sido escrita en Barcelona:

«He consumado el sacrificio. Gracias a él, se halla garantido el porvenir de mis hermanos y mis padres. Te envío tus cartas; las mías guárdalas. ¡Dichoso tú, que lo puedes hacer!... Yo ni eso. Adiós y ahora para siempre».

-¡Para siempre! -murmuró Pedro, prorrumpiendo en sollozos.

Tuvo que guardar cama a consecuencia de una fiebre que puso en peligro su vida. Era fuerte y venció a la dolencia. Grandemente ayudaron a ello las solicitudes de la madre.

-¡Ea! -dijo un día el doctor-. Ya estamos fuera de peligro. Ahora a alimentarse bien y a vivir.

-Tiene usted. razón. ¡A vivir! -repuso el enfermo.

-Necesito vivir -añadió, ciñendo con sus brazos la venerable cabeza de su madre.

Esta lloraba, apretándose contra el pecho del hijo.

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