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Joaquín Dicenta

"Todo en nada"

Capítulo 3

Biografía de Joaquín Dicenta en Wikipedia

 
 
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Música: Rachmaninov - Op.36, Sonata No.2 -II. Non allegro
 

Todo en nada

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III

Sepultada por mutuo acuerdo de los jóvenes su esperanza de ser felices, de vivir el uno para el otro, no trajo la decisión frialdad a su trato. Adorándose continuaron, pero guardando sus adoraciones en el fondo del alma.

Cuando Pedro regresara a Madrid, Andrea le recordaría, mientras los niños de su escuela silabeaban palabras, al mover de sus bocas o las transcribían al correr de sus plumas. Acompañada por el recuerdo del ausente, recorrería las angostas y húmedas calles de la ciudad antigua; con su recuerdo en la conciencia y su amor en el corazón, velaría dentro de su hogar o caería, al mediar la noche, en su cama, para pensar en él, con el rostro oculto en la almohada, con las sábanas ceñidas, como un sudario, a sus virginidades.

Tal vez, andando el tiempo, si un hombre de posición bastante a trocar en desahogo las estrecheces de su hogar, llegaba a pedirla en matrimonio, se resignaría a la boda, aceptándola como un supremo sacrificio, hecho en holocausto de los hermanos que entraban en la vida y de los padres que se asomaban a la muerte.

-Claro -habló Andrea, en su entrevista última con Pedro- que ello no ocurrirá. ¿Qué hombre de caudales, ganados a bondades del corazón, va a acercarse a una mujer pobre, a echarse en hombros el fardo de una familia numerosa? No ocurrirá. Es más: mientras pueda, con mis propios recursos sacar adelante mi casa, haré porque no ocurra.

-¿Quién sabe?, ¿quién sabe? -exclamaba, poniendo en la interrogación los parpadeos últimos de sus ensueños amorosos-. Tal vez el tiempo nos ponga en condiciones de volver realidad lo que ahora nos parece imposible. El tiempo convierte lo inverosímil en vulgar; confiemos en él; y, mientras hace el tiempo su obra, hagamos la nuestra. Adiós, Pedro. Mi corazón, mis amores te llevas. Guárdalos bien en tu alma y escríbeme largo, muy largo; largo muy largo he de escribirte yo. Seran nuestras cartas como de presos, de condenados, por vida entera acaso, que confían a un cacho de papel el relato de sus dolores y se lo envían de una reja a otra reja, besándolo, antes de lanzarlo a la atmósfera, para que lleve entre sus pliegues un perfume de amor.

Y fueron pasando los meses; y llegaron a componer un año; y otro año comenzó; y vino a su fin como el primero.

Casi a diario se escribían los jóvenes. En sus cartas, por tácito acuerdo, daban poco espacio a las expansiones de su afecto. Se contaban su vida detalle a detalle; sus trabajos esfuerzo a esfuerzo; sus aumentos en la ganancia, peseta a peseta.

Hoy era él quien había hallado esta comisión nueva o aquel seguro corretaje; mañana ella quien notificaba la adquisición de una discípula. De gozo brincaban las letras en una epístola de Pedro para referir a Andrea (nunca dijo mi Andrea) que su principal le había acrecido el haber en doscientas pesetas anuales. Como sonriendo se ensanchaban las sílabas, en un párrafo escrito por la maestra, para comunicar al tenedor de libros un ascenso que aumentaba su categoría oficial y acrecía en seis el montoncillo de duros, que acompañaban la firma de la nómina.

En todas sus misivas hablaban de los progresos educativos hechos por los hermanos, de la salud de los padres; de lo plácidamente que iban llevando la vejez por obra de los desvelos de sus hijos; de la satisfacción que sus hijos experimentaban cuando podían proporcionar una comodidad nueva, un goce más a los ancianos; un lujo no satisfecho, una diversión no disfrutada a los mozalbetes y a los niños.

Eran los párrafos en que Andrea y Pedro se comunicaban estas noticias, gimnasia de sus almas, para no vacilar en el sacrificio acordado; ratificación del mandato hecho a su voluntad y a su amor, para que estuviese aquella por entero al servicio de la buena obra; para que éste se inmolara sin quejas, a las exigencias del amor de los otros.

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