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Joaquín Dicenta

"La casa quemada"

Capítulo 1

Biografía de Joaquín Dicenta en Wikipedia

 
 
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Música: Rachmaninov - Op.36, Sonata No.2 -II. Non allegro
 

La casa quemada

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I

En Elche la oriental, que triunfa de Efraim con sus palmas, y evoca, por su paisaje y sus costumbres, el Hedjaz de Mahoma, hay un campo, donde los granados arraigan y abren las higueras sus hojas y reprietan los naranjos sus ramas. En Abril se cubren los árboles de flor. Una esmeralda es cada botón en las higueras; una gota de sangre, cada capullo en los granados; cada brote de azahar un copo de nieve. El aire huele a incienso, música de amor tañen las ondas de la acequia, nupciales himnos cantan, entre matas y arbustos, los verderones y jilgueros; las hierbas cuchichean lascivamente en los bancales. La luz del sol cae sobre la tierra como una lluvia de oro; la de la luna como un polvo de nácar. Cinturonean los frutales una planicie. De ella arrancan los muros de un caserío que el incendio arruinó. Mordisqueados por la llama, los muros negrean. De un boquete, que fue ventana, descuelgan astillas a medio calcinar. Entre ellas se retuerce un clavo. Diríase que este clavo interroga.

Macizos de tierra, extendidos por la planicie y cubiertos de vegetaciones salvajes, hablan de algo que era jardín. Entre dos macizos blanquea la fábrica de un pozo. Una cadena pende de un soporte, cariado por la herrumbre, junto al pozo se yergue una palmera. Su tronco, frontero a la casa, se doblaba bruscamente hacia atrás, como estremecido por una trágica visión. En las noches obscuras, los ojos del búho relampaguean tras las palmeras. Las lechuzas van y vienen chirriando por cima de las ruinas.

-¿Mira usted La casa quemada? -me dijo un labrador.

-Sí -le contesté-. Serán fantasías, pero, cuanto más la contemplo, más imagino que esta casa ha de tener leyenda.

-No es leyenda. Es historia.

***

Eran los macizos del jardín canastillas de flores. Como plata brillaban, el soporte que ascendía desde el aljibe, la cadena de anchos eslabones y el cubo a los eslabones sujeto, los azulejos del brocal, despedían reflejos metálicos al choque de la luz. La casita, enjalbegada con esmero, parecía un cubo gigantesco de sal. Sobre su blancura se abrían una ventana y una puerta de color verde claro. De la azotea a la ventana se extendía una enredadera bordada de azules campanillas. En lo alto de la puerta campeaba una parra. Por entre sus hojas saltaban los gorriones.

En la casa vivían un matrimonio y un niño de seis años.

El marido, alto, cetrino, enjuto, de negros y celadores ojos, contaría veinticinco años; veinte la mujer.

Era blanca, pálida; con esa palidez de pasión que caracteriza a las valencianas. Sus ojos verdes, tenían pérfidas transparencias de ola. Su pelo era azuloso; flores de granado sus labios; sus dientes pétalos de azahar: a azahares transcendía su aliento. El talle teníalo juncal; el seno alto; la cadera potente; áurea y calzada la nuca.

Hijo de los dos, el chicuelo de los seis años, alegraba el hogar con sus voces, el jardín con sus juegos, la acequia con el chapoteo de sus pies. Cuando reía, los pájaros asomaban por el ramaje sus cabezas curiosas y quedaban inmóviles, en planta de escuchar al chiquillo

El padre se llamaba Nelo; la madre Roseta; el chiquillo Tonet.

Además estaba el abuelo, el padre de Roseta. No habitaba con el matrimonio, pero casi todas las tardes iba al domicilio de su nieto, para recrearse con las diabluras de éste, echar un párrafo con Nelo a propósito de las campesinas labores y embobarse mirando a su hija, la moza más guapa que, según su decir, topaban los ojos desde Santa Pola a Alicante.

El señor Chimo -nombre del abuelo- residía dos kilómetros a distancia de la heredad sin otra compañía que una sirvienta y un entre criado y jornalero -tan ancianos como él- en una barraca, pintarrajeada de azul.

Inútil fue que Nelo y Roseta le suplicaran una vez y otra y otra que se fuera a vivir con ellos. No quiso. Ni el nieto torció su negativa

-Cada pájaro en su nidal -replicaba el octogenario.

Y en su nidal seguía, no obstante la parálisis que le agarrotaba las manos y los pies, dejándole apenas movimiento. Apoyándose en un cayado y arrastrando las piernas, podía caminar. Sus ojos permanecían jóvenes, reluciendo enérgicamente en su rostro de berebere, coronado de albos mechones.

Algunas veces paraba en la casería de Nelo, a echar un trago de agua o a encender un cigarro, Chaume, patrón de la más brava lancha que pescaba al bou en las aguas de Santa Pola.

Situada la finca, a medio camino, entre Elche y Santa Pola, servía de apeadero a Chaume. Amarraba éste su caballejo a un árbol, echábase a ojos la gorra de seda con botones de nácar y, remetiendo sus manos en la faja de estambre, rebasaba la puerta. Si era apetecible la frescura, asentaba con el matrimonio bajo el ancho parral.

Hacía punta Chaume entre los buenos mozos de la marinería y era hábil en tañer la guitarra, maestro en cantares y conversador ingenioso para las gentes campesinas, fáciles a cualquier retórica. Murmurábase que, antes de Nelo, fue novio de Roseta. En ley de verdad, nunca, por lo menos a vista de personas, hizo cosa o dijo palabra que permitieran sospechar en él resquemores, del fallido noviazgo o restos de amor por la ex-novia. Tampoco en ella daba muestra el pasado de revivir. Hasta alguien paró mientes en que cuando Chaume iba a casa de Nelo y Nelo no estaba, se volvía desde la puerta, sin entablar con Roseta diálogo.

Veces había, ello no obstante, cuando Chaume parlaba con la elchera, en que Nelo, cuidando no ser visto, ponía sus pupilas, recogiéndolas contra los párpados, en el rostro del mozo; luego las giraba escudriñadoras para contemplar a Roseta. Fuera esto, ni con palabras ni con obras dio señal de molestia por las visitas del patrón; menos hizo a su mujer requerimientos o advertencias a propósito del asunto.

Muchas tardes, tras acompañar al joven hasta el árbol donde amarraba su caballo, le veía Nelo partir e iba siguiéndole con ojos tercos carretera adelante. Luego tornaba hacia el jardín, repeinaba con sus dedos la cabellera de Tonet, atraíale con fuerza a su pecho y, al cabo de una pausa, abría su navajilla podadora y limpiaba de ramas muertas los macizos.

Entre corte y corte, solía quedar pensativo, pasando y repasando el dorso de la mano siniestra por el filo de la navaja.

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