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Clemente Palma

"Las queridas de humo"

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Biografía de Clemente Palma en Wikipedia

 
 
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Música: Chopin - Op.34 no.2, Waltz in A minor
 
Las queridas de humo
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Todos al verla pasar dicen con terror:

—¡Es la Reina!

—¿Quién es esta Reina a la que todos temen y señalan? me pregunto, y la curiosidad me arrastra a seguirla.

Voy detrás de ella. Su cintura es esbelta; su vestido es riquísimo, blanco y ceñido; su andar rápido, pero majestuoso. Todos al verla palidecen. Los señores y la gente del pueblo al encontrarse con la «Reina» se estremecen, se descubren medrosos y procuran no tocarla. Pero, ¿quién es esta Reina? me digo cien veces. Pasa un poeta morfinómano y la saluda con cariñoso respeto. Al fin nota la misteriosa Reina que yo la sigo. ¡Oh Dios santo! no he visto mujer más extrañamente seductora! Es casi una niña, de cabellera y cejas negras como la noche, pero sus ojos son verdes; en sus labios hay como palpitaciones de besos que pugnan por salir. Pálida, pálida como una viuda joven y adolorida, tiene, sin embargo, en sus pupilas chispeos de sensualidad y alegría. Su rostro me ha conmovido hondamente. Se detiene al oír mis pasos tras ella.

—¿Por qué me sigues, joven? ¿No sabes quién soy?

—Sé que eres una Reina, la Reina de la hermosura y de la gracia. Sé que te temen o respetan todos, viejos y mozos, mujeres y niños. Quiero saber quién eres, niña gentil. No sé si eres mala, y me importa poco porque te veo con los ojos de la pasión.

—¡Ah! te lo han dicho... No, no lo soy. Soy buena y amable con los poetas. Querida de todos los hombres, a unos trato bien y a otros mal; eso es todo.

— Pero ¿quién eres? Dímelo, adorada niña. ¡Querida de todos los hombres! Mientes, a fe; eres muy joven para ser tan perdida. No, tú eres pura y virgen como un ángel.

— ¡Iluso! me encuentras joven y bella... Tú debes ser poeta, ¿lo eres?

— Sí.

— Entonces, sígueme. Sígueme, te amo.

La noche avanza. Llegamos a un palacio blanco que hay en las afueras de la ciudad. Es todo de mármol y parece estar deshabitado, pues no se oye el menor ruido. La luna tiñe con luz amarillenta la callada mansión. La joven toca en la puerta que inmediatamente se abre. Entro en un vasto salón lujosamente ornado. Están llenos los sofás, las sillas, las ventanas de personas ilustres. Hay baile. Un melodium toca los acordes primeros de una cuadrilla triunfal. En cuanto entramos todos se ponen de pie para saludar a la Reina. Mozart es quien toca, Goethe y Heine saludan familiarmente a mi guiadora, varios trovadores provenzales se inclinan ante ella y ella les sonríe. Con la punta de los dedos envía un beso a un joven que está de pie en un rincón; pregunto cómo se llama: Gerard de Nerval. La dama sigue de largo, y yo, ebrio de amor y curiosidad, la sigo. Penetro en su alcoba en donde hay un amplio lecho de extraña forma. Estamos solos: ella se desciñe la cabellera y una muda cascada de ébano cae sobre sus hombros.

— Dime, ¡oh Reina amada! ¿qué lecho es aquél?

— Es el ataúd, mi lecho de desposada. Vén, te amo.

Un estremecimiento de frío me sacude y estruja los nervios, al paso que una dolorosa voluptuosidad me incita a entrar en esa enorme caja negra.

—¿Quién eres, novia mía? le pregunto con ansiedad.

— Soy la Muerte, ¡la Reina Muerte!...

Nos unimos en un estrecho abrazo...

— Dame un beso, le digo suplicante.

Entonces ella junta sus labios a los míos y siento un dolor de muerte agudo y terrible que me hace gritar...

Equivocadamente me había llevado el cigarro a los labios..., por el lado del fuego.

Lima, 1898.

 

Publicado en "Almanaque sud-americano" 1899

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