No habría pasado, a su parecer, media hora, cuando sintió abrir la puerta del aposento y que a ella se llegó una persona; y, sin hablarle palabra, con un pañuelo le vendó los ojos, y tomándola del brazo la sacó fuera de la estancia, y sintió que volvía a cerrar la puerta. Esta persona era Rodolfo, el cual, aunque había ido a buscar a sus camaradas, no quiso hallarlas, pareciéndole que no le estaba bien hacer testigos de lo que con aquella doncella había pasado; antes, se resolvió en decirles que, arrepentido del mal hecho y movido de sus lágrimas, la había dejado en la mitad del camino. Con este acuerdo volvió tan presto a poner a Leocadia junto a la iglesia mayor, como ella se lo había pedido, antes que amaneciese y el día le estorbase de echalla, y le forzase a tenerla en su aposento hasta la noche venidera, en el cual espacio de tiempo ni él quería volver a usar de sus fuerzas ni dar ocasión a ser conocido. Llevóla, pues, hasta la plaza que llaman de Ayuntamiento; y allí, en voz trocada y en lengua medio portuguesa y castellana, le dijo que seguramente podía irse a su casa, porque de nadie sería seguida; y, antes que ella tuviese lugar de quitarse el pañuelo, ya él se había puesto en parte donde no pudiese ser visto.
Quedó sola Leocadia, quitóse la venda, reconoció el lugar donde la dejaron. Miró a todas partes, no vio a persona; pero, sospechosa que desde lejos la siguiesen, a cada paso se detenía, dándolos hacia su casa, que no muy lejos de allí estaba. Y, por desmentir las espías, si acaso la seguían, se entró en una casa que halló abierta, y de allí a poco se fue a la suya, donde halló a sus padres atónitos y sin desnudarse, y aun sin tener pensamiento de tomar descanso alguno.
Cuando la vieron, corrieron a ella con brazos abiertos, y con lágrimas en los ojos la recibieron. Leocadia, llena de sobresalto y alboroto, hizo a sus padres que se tirasen con ella aparte, como lo hicieron; y allí, en breves palabras, les dio cuenta de todo su desastrado suceso, con todas la circunstancias dél y de la ninguna noticia que traía del salteador y robador de su honra. Díjoles lo que había visto en el teatro donde se representó la tragedia de su desventura: la ventana, el jardín, la reja, los escritorios, la cama, los damascos; y a lo último les mostró el crucifijo que había traído, ante cuya imagen se renovaron las lágrimas, se hicieron deprecaciones, se pidieron venganzas y desearon milagrosos castigos. Dijo ansimismo que, aunque ella no deseaba venir en conocimiento de su ofensor, que si a sus padres les parecía ser bien conocelle, que por medio de aquella imagen podrían, haciendo que los sacristanes dijesen en los púlpitos de todas las parroquias de la ciudad, que el que hubiese perdido tal imagen la hallaría en poder del religioso que ellos señalasen; y que ansí, sabiendo el dueño de la imagen, se sabría la casa y aun la persona de su enemigo.
A esto replicó el padre:
-Bien habías dicho, hija, si la malicia ordinaria no se opusiera a tu discreto discurso, pues está claro que esta imagen hoy, en este día, se ha de echar menos en el aposento que dices, y el dueño della ha de tener por cierto que la persona que con él estuvo se la llevó; y, de llegar a su noticia que la tiene algún religioso, antes ha de servir de conocer quién se la dio al tal que la tiene, que no de declarar el dueño que la perdió, porque puede hacer que venga por ella otro a quien el dueño haya dado las señas. Y, siendo esto ansí, antes quedaremos confusos que informados; puesto que podamos usar del mismo artificio que sospechamos, dándola al religioso por tercera persona. Lo que has de hacer, hija, es guardarla y encomendarte a ella; que, pues ella fue testigo de tu desgracia, permitirá que haya juez que vuelva por tu justicia. Y advierte, hija, que más lastima una onza de deshonra pública que una arroba de infamia secreta. Y, pues puedes vivir honrada con Dios en público, no te pene de estar deshonrada contigo en secreto: la verdadera deshonra está en el pecado, y la verdadera honra en la virtud; con el dicho, con el deseo y con la obra se ofende a Dios; y, pues tú, ni en dicho, ni en pensamiento, ni en hecho le has ofendido, tente por honrada, que yo por tal te tendré, sin que jamás te mire sino como verdadero padre tuyo.
Con estas prudentes razones consoló su padre a Leocadia, y, abrazándola de nuevo su madre, procuró también consolarla. Ella gimió y lloró de nuevo, y se redujo a cubrir la cabeza, como dicen, y a vivir recogidamente debajo del amparo de sus padres, con vestido tan honesto como pobre.
Rodolfo, en tanto, vuelto a su casa, echando menos la imagen del crucifijo, imaginó quién podía haberla llevado; pero no se le dio nada, y, como rico, no hizo cuenta dello, ni sus padres se la pidieron cuando de allí a tres días, que él se partió a Italia, entregó por cuenta a una camarera de su madre todo lo que en el aposento dejaba.
Muchos días había que tenía Rodolfo determinado de pasar a Italia; y su padre, que había estado en ella, se lo persuadía, diciéndole que no eran caballeros los que solamente lo eran en su patria, que era menester serlo también en las ajenas. Por estas y otras razones, se dispuso la voluntad de Rodolfo de cumplir la de su padre, el cual le dio crédito de muchos dineros para Barcelona, Génova, Roma y Nápoles; y él, con dos de sus camaradas, se partió luego, goloso de lo que había oído decir a algunos soldados de la abundancia de las hosterías de Italia y Francia, [y] de la libertad que en los alojamientos tenían los españoles. Sonábale bien aquel Eco li buoni polastri, picioni, presuto e salcicie, con otros nombres deste jaez, de quien los soldados se acuerdan cuando de aquellas partes vienen a éstas y pasan por la estrecheza e incomodidades de las ventas y mesones de España. Finalmente, él se fue con tan poca memoria de lo que con Leocadia le había sucedido, como si nunca hubiera pasado.
Ella, en este entretanto, pasaba la vida en casa de sus padres con el recogimiento posible, sin dejar verse de persona alguna, temerosa que su desgracia se la habían de leer en la frente. Pero a pocos meses vio serle forzoso hacer por fuerza lo que hasta allí de grado hacía. Vio que le convenía vivir retirada y escondida, porque se sintió preñada: suceso por el cual las en algún tanto olvidadas lágrimas volvieron a sus ojos, y los suspiros y lamentos comenzaron de nuevo a herir los vientos, sin ser parte la discreción de su buena madre a consolalla. Voló el tiempo, y llegóse el punto del parto, y con tanto secreto, que aun no se osó fiar de la partera; usurpando este oficio la madre, dio a la luz del mundo un niño de los hermosos que pudieran imaginarse. Con el mismo recato y secreto que había nacido, le llevaron a una aldea, donde se crió cuatro años, al cabo de los cuales, con nombre de sobrino, le trujo su abuela a su casa, donde se criaba, si no muy rica, a lo menos muy virtuosamente.
Era el niño (a quien pusieron nombre Luis, por llamarse así su abuelo), de rostro hermoso, de condición mansa, de ingenio agudo, y, en todas las acciones que en aquella edad tierna podía hacer, daba señales de ser de algún noble padre engendrado; y de tal manera su gracia, belleza y discreción enamoraron a sus abuelos, que vinieron a tener por dicha la desdicha de su hija por haberles dado tal nieto. Cuando iba por la calle, llovían sobre él millares de bendiciones: unos bendecían su hermosura, otros la madre que lo había parido, éstos el padre que le engendró, aquéllos a quien tan bien criado le criaba. Con este aplauso de los que le conocían y no conocían, llegó el niño a la edad de siete años, en la cual ya sabía leer latín y romance y escribir formada y muy buena letra; porque la intención de sus abuelos era hacerle virtuoso y sabio, ya que no le podían hacer rico; como si la sabiduría y la virtud no fuesen las riquezas sobre quien no tienen jurisdición los ladrones, ni la que llaman Fortuna.
Sucedió, pues, que un día que el niño fue con un recaudo de su abuela a una parienta suya, acertó a pasar por una calle donde había carrera de caballeros. Púsose a mirar, y, por mejorarse de puesto, pasó de una parte a otra, a tiempo que no pudo huir de ser atropellado de un caballo, a cuyo dueño no fue posible detenerle en la furia de su carrera. Pasó por encima dél, y dejóle como muerto, tendido en el suelo, derramando mucha sangre de la cabeza. Apenas esto hubo sucedido, cuando un caballero anciano que estaba mirando la carrera, con no vista ligereza se arrojó de su caballo y fue donde estaba el niño; y, quitándole de los brazos de uno que ya le tenía, le puso en los suyos, y, sin tener cuenta con sus canas ni con su autoridad, que era mucha, a paso largo se fue a su casa, ordenando a sus criados que le dejasen y fuesen a buscar un cirujano que al niño curase. Muchos caballeros le siguieron, lastimados de la desgracia de tan hermoso niño, porque luego salió la voz que el atropellado era Luisico, el sobrino del tal caballero, nombrando a su abuelo. Esta voz corrió de boca en boca hasta que llegó a los oídos de sus abuelos y de su encubierta madre; los cuales, certificados bien del caso, como desatinados y locos, salieron a buscar a su querido; y por ser tan conocido y tan principal el caballero que le había llevado, muchos de los que encontraron les dijeron su casa, a la cual llegaron a tiempo que ya estaba el niño en poder del cirujano.
El caballero y su mujer, dueños de la casa, pidieron a los que pensaron ser sus padres que no llorasen ni alzasen la voz a quejarse, porque no le sería al niño de ningún provecho. El cirujano, que era famoso, habiéndole curado con grandísimo tiento y maestría, dijo que no era tan mortal la herida como él al principio había temido. En la mitad de la cura volvió Luis a su acuerdo, que hasta allí había estado sin él, y alegróse en ver a sus tíos, los cuales le preguntaron llorando que cómo se sentía. Respondió que bueno, sino que le dolía mucho el cuerpo y la cabeza. Mandó el médico que no hablasen con él, sino que le dejasen reposar. Hízose ansí, y su abuelo comenzó a agradecer al señor de la casa la gran caridad que con su sobrino había usado. A lo cual respondió el caballero que no tenía qué agradecelle, porque le hacía saber que, cuando vio al niño caído y atropellado, le pareció que había visto el rostro de un hijo suyo, a quien él quería tiernamente, y que esto le movió a tomarle en sus brazos y traerle a su casa, donde estaría todo el tiempo que la cura durase, con el regalo que fuese posible y necesario. Su mujer, que era una noble señora, dijo lo mismo y hizo aun más encarecidas promesas.
Admirados quedaron de tanta cristiandad los abuelos, pero la madre quedó más admirada; porque, habiendo con las nuevas del cirujano sosegádose algún tanto su alborotado espíritu, miró atentamente el aposento donde su hijo estaba, y claramente, por muchas señales, conoció que aquella era la estancia donde se había dado fin a su honra y principio a su desventura; y, aunque no estaba adornada de los damascos que entonces tenía, conoció la disposición della, vio la ventana de la reja que caía al jardín; y, por estar cerrada a causa del herido, preguntó si aquella ventana respondía a algún jardín, y fuele respondido que sí; pero lo que más conoció fue que aquélla era la misma cama que tenía por tumba de su sepultura; y más, que el propio escritorio, sobre el cual estaba la imagen que había traído, se estaba en el mismo lugar.
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