Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

Carmen de Burgos y Seguí
"Colombine"

"La mujer fría"

Capítulo 2

Biografía de Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning

 
 
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Música: Liszt - La Cloche Sonne
 
La mujer fría
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II

La curiosidad seguía despierta en torno de aquella mujer elegante, bella, de una belleza tan extraordinaria, que se rodeaba de un misterio impenetrable. No aceptaba jamás ninguna invitación, no recibía ni hacía visitas, iba a los teatros, a los paseos, siempre sola, y de sus fabulosas riquezas daban idea los trenes, el lujo del hotel y sus joyas y sus trajes.

Únicamente don Marcelo era su amigo, el que la visitaba, la acompañaba en su coche y era recibido en su casa y en su mesa. Se veía diariamente asediado por hombres y mujeres que deseaban ser presentados a la misteriosa señora de Hozenchis, pero él se disculpaba siempre. Afectaba una gran familiaridad con ella, y para nombrarla usaba sólo su nombre: «Blanca». Al mismo tiempo que se negaba a hacer presentaciones, que le estaban prohibidas, afectaba una gran discreción, que despertaba más la curiosidad. En una de esas confidencias, Marcelo había dejado caer el apelativo de «La mujer fría», que arraigó instantáneamente. Este apelativo se recordaba en la evocación o en la presencia de Blanca: ponía frío en los ojos. Se diría que llevaba en torno ese halo luminoso que rodea los faroles encendidos en las noches de helada, cuando su luz aparece fría, cuajada, lechosa.

Sus trajes, casi siempre de tonos fríos; sus joyas, en las que no entraban más piedras que los ópalos, las perlas, las esmeraldas, las turquesas y los brillantes, tenían siempre como algo de frío o de fatídico. Al verlas brillar sobre el seno, en la carne de la blanca y compacta opacidad de alabastro, parecían una escarcha que brillaba con la luz.

Los que habían oído su voz decían que era entonada, armoniosa, pero penetrante, con algo de hoja de acero fría y cortante, igual que la mirada de aquellos ojos grandes y verdes, los cuales penetraban como saetas en el corazón, haciendo experimentar al que los miraba un escalofrío en la médula.

Las damas estaban intrigadas por saber qué perfume bien oliente usaba, que tenía una mezcla de oriental y de algo extraño y dejaba, al aspirarlo, cuando pasaba cerca, a pesar de su tenue discreción, la sensación fría del mentol.

Marcelo había prometido enterar de la marca del perfume a sus sobrinas Edma y Rosa, dos lindos y graciosos diablillos de dieciocho y veintidós años, que lo rodearon ansiosas en cuanto lo vieron entrar en el salón.

—¿Nos traes el secreto?

—¿Qué marca es?

El sonrió satisfecho, con ese encanto de los buenos viejos que sienten la caricia femenina del perfume de las mujeres bonitas, y repuso:

—¿Por qué tanta curiosidad?

—Porque quisiéramos perfumarnos como ella —dijo Rosa.

—No lo necesitáis, tenéis un perfume de juventud que se exhala de vuestra carne.

—Si, sí. Galanterías tuyas —atajó Edma—. Se habla mucho de la belleza de lo natural, de la bondad, de la inocencia; pero yo veo que los hombres gustan más de los labios pintados y sabios. Se dejan a sus virtuosas mujeres por una «perversa». ¿No les llamáis así?

—¡Me asustas, chiquilla! —repuso don Marcelo—, ¿quién te enseña esas teorías?

—Me parece que se ve bastante para que no sea preciso decirnos nada... Yo, por mí, quiero saberlo todo... para que el día que me case no tenga mi marido que ir a buscar nada en otra parte.

—No le haga usted caso, tío, está un poco chiflada, porque se cree que Fernandito está enamorado de la señora de Haz... etc.

—¡Celos y todo!

Se habían ido acercando al grupo formado por una docena de jóvenes de ambos sexos, que tomaban el té. La jovencita le murmuró al oído:

—Sé discreto, tiíto, por Dios.

Rosa se había acercado a otras cuatro muchachas y hablaba animadamente con ellas.

—Es preciso saber si tiene o no la fórmula —fue el final de aquella deliberación.

—Sí, hijitas, sí la tengo —dijo don Marcelo—; pero es una cosa tan difícil, que es como si nada dijera. Ese perfume de Blanca está sacado de uno de los venenos más activos y sutiles: del acetato de bencyl, que, como ya se sabe, es el que ha servido para la composición de los gases asfixiantes, y que mediante una costosa operación se convierte en un perfume parecido a la sampaguita de la Arabia.

Las jóvenes se quedaron desconcertadas; verdaderamente era difícil luchar con una mujer que podía emplear tales recursos. Experimentaban como un odio, un deseo de vengarse de ella, de aquella superioridad con la que involuntariamente las humillaba.

—Todo es extraño en esa mujer —dijo una de las jóvenes.

—Y lo más extraño es ella misma —repuso uno de los caballeros—. Yo no conozco nada más original. Es un bloque de mármol con alma.

—Pero —, añadió la joven— tal vez hay en esa impresión mucho de lo que ella cuida de aparentar. Entra en la figura que se ha trazado la necesidad de ser hermética. El no dejarse ver de cerca.

—Si yo fuera tan galante como me creen —dijo don Marcelo—, les daría la razón a estas niñas y hablaría mal de «La mujer fría» seguro de que así era agradable y simpático, pero soy un buen amigo de Blanca y debo hacerle justicia. Tratada es más interesante que vista así de lejos.

—¿Y no da sensación de frialdad?

—La hay siempre en ella; mientras se le habla causa la impresión que se experimenta en la sierra cuando se abre la ventana frente a los picos nevados. Algo frío y tónico que encanta.

—Pero que no da gana de acercarse —añadió burlona Edma.

—No diría yo tanto.

—Es que ella está enamorada de su nombre —añadió otra señora—, se ve que hace por merecerlo en cómo se viste y se adorna. Además, hasta en los movimientos da aspecto de frialdad, se desliza...

—Es que sufre la influencia de su nombre —dijo un joven de mirada inteligente—. Los nombres tienen colores y propiedades. Blanca es un nombre frío.

—¿Y el mío? —preguntó riendo otra jovencita.

—Mercedes es un nombre azul.

—Es que Ernesto es romántico, no hagan ustedes caso de su fantasía —dijo otro elegante.

—En cambio, Fernando no dice nada.

La mirada de Edma se fijó celosa sobre el joven. El alzó la cabeza, de expresión franca y noble, dijo con sencillez:

—Nada puedo decir de una señora a la que apenas conozco y —añadió, mirando a Edma, como si quisiera tranquilizarla— que nada me interesa.

Rosita traía la taza de té ya servida a don Marcelo. Este fue a sentarse cerca de una señora un poco opulenta, de grandes ojos negros, diciendo:

—Aquí no tengo miedo de sentir frío.

—Pues usted parece aficionado a la nieve —repuso ella.

—No lo negaré; aunque es regla que no se debe elogiar a una mujer ausente delante de otras, son aquí todas lo bastante bellas e inteligentes para poder hacerlo sin peligro de molestar. Blanca, en la intimidad, es encantadora.

—Es lástima que no se pueda comprobar —dijo Rosa, burlona.

—No lo creas. Hay una ocasión de comprobarlo. He logrado que Blanca acceda a que la presente en esta casa.

El soplo de una sorpresa diferente para las jóvenes y los caballeros pasó por el salón. Don Marcelo se gozó en ella con una larga pausa, y al fin dijo:

—Sí; cuando le pregunté a Blanca el misterio de su perfume, le dije que se trataba de vosotras. Se rió mucho de vuestra curiosidad, y como yo le hablé con entusiasmo de vuestra belleza, y le dije que desearía presentaros, ella accedió a venir conmigo. La traeré el próximo día de recepción.

—¡Qué idea! —murmuró Rosa.

—La verdad es que no sabremos qué decirle a esa señora que... hiela las palabras.

—No tengáis cuidado; aunque en Madrid se ha dado en mirar a Blanca como un ser extraño y pensáis que os vais a encontrar en presencia de una monja exclaustrada que va por primera vez al mundo, Blanca es una mujer distinguida, una señora dignísima. La sociedad vienesa es severa, y ella era una de las damas más respetables.

Pero las chicas ya no lo oían, se habían juntado todas a deliberar. Era preciso «vestirse», hacer «toilette» para recibir a esa señora y no quedar eclipsadas por ella.

Los jóvenes hablaban también animadamente entre sí. Se veía que estaban contentos, que no faltaría ninguno. Se sentían felices al pensar que iban a descifrar una charada tan difícil y poder pasear la solución entre todo aquel mundo de desocupados que perseguía a Blanca con su curiosidad, quizás, más que por su belleza, por como estaba defendida en su situación de privilegio para ser hermética e inabordable.

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