Carmen de Burgos y Seguí Capítulo 1
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Biografía de Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning | |
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Música: Liszt - La Cloche Sonne |
La mujer fría |
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I | ||
La entrada de Blanca en su palco del teatro de la Princesa, produjo la expectación que causaba siempre. La atención del público se apartó de la obra para mirarla a ella. De los palcos y las butacas se le dirigían todos los gemelos, y hasta las gentes que no la conocían, las que ocupaban las modestas localidades altas, seguían el movimiento general deslumbrados por aquella belleza. Alta y esbelta, sus curvas, su silueta toda y su carne eran la de una estatua. Despojándose de su capa blanca como espuma de mar, su escote, su rostro y sus brazos tenían esa tonalidad blanco-azulina que, merced a la luz azul, toman las carnes de las bailarinas rusas cuando forman grupos estatuarios. Era un rostro y un cuerpo de estatua. No había en ella color, sino línea, y ésta tan perfecta, que bastaba para seducir. Sus cabellos, de un rubio de lino, casi ceniza, contribuían a esa expresión. Las cejas y las pestañas se hacían notar por la sombra más que por el color, y los labios, pálidos también, se acusaban por el corte puro y gracioso de la boca. Hasta los ojos, grandísimos, brillantes, de un verde límpido y fuerte, lucían como dos magníficas esmeraldas incrustadas en el mármol. Un traje rojo-naranja, de una tonalidad entre marrón y amarillo, se ceñía a su cuerpo como una llama, y sin embargo, en la retina de todos quedaba la sensación de frío que producían su carne, sus cabellos, sus ojos, y las piedras frías de las esmeraldas que adornaban su garganta con un soberbio collar a «lo disen». Un caballero la saludaba desde una platea, y ella devolvió el saludo con un ademán gracioso, algo de movimiento de gozne, y con una sutil sonrisa muy femenina que dejó brillar sus dientes alabastrinos con una línea de luz. —Marcelo la conoce —dijo, volviéndose hacia sus compañeros, un señor de rostro fresco y cabeza calva—. La ha saludado desde el palco de su cuñada. —Es preciso que nos dé noticias exactas de ella —dijeron, casi a un tiempo, los jóvenes y los cotorrones que ocupaban aquel proscenio, peña de amigos que se erigen en censores y jueces de todas las bellezas mundanas o de escenario, y no faltan jamás a esos proscenios de abono en todos los teatros, luciendo sus pecheras, sus botonaduras y sus esmokings, que acusan la última moda en la colocación de un botón o en la variante de una solapa. —Yo tengo ya noticias de ella —dijo un jovencito delgado, con cabeza de pájaro desplumado que sostuviese los lentes sobre el pico. —Cuenta. —Creo que es vascongada y que vivía en un nido de águilas allá en los Pirineos, de donde la sacó un noble francés, millonario, que tuvo el buen gusto de morirse, dejándole una inmensa fortuna. —¿Es viuda? —Por segunda vez. —No se descuida para ser tan joven. —No puede calcularse la edad de una estatua. —El caso es que ella se dedicó a viajar. Ha estado en la India... en el Egipto... y al fin se casó con un noble austríaco, el conde de no sé cuántos, que también ha muerto. —¡Es una mujer magnífica! —¡Extraordinaria! —¡Original! Los gemelos insistían sobre ella, que seguía indiferente mirando al escenario mientras la contemplaban. Cayó el telón. Los hombres se pusieron de pie, lanzando miradas y saludos a todos lados, pero coincidiendo en la atenta observación de que hacían objeto a la recién venida. La mayoría acabó por salir al foyer a fumar un cigarrillo o a cumplir el deber mundano de ir entre bastidores. Eran pocos los que se habían fijado en la cara. Corría de boca en boca lo poco que se sabía de aquella mujer, y las damas, que se contentaban, para desentumecerse, con cambiar de sitio en sus palcos, preguntaban a los amigos que iban a saludarlas. No había más que aquellas noticias: Era española, de raza vasca, dos veces viuda, con un nombre ilustre. Se había instalado con lujo en Madrid, en un magnífico hotel rodeado de jardín en la Castellana. Tenía coches y automóviles; se la veía en todos los teatros, pero no recibía ni sostenía relaciones con nadie. Por eso sorprendía la presencia en su palco de don Marcelo, el viejo senador, solterón y galante, que había ido a saludarla y departía con ella, en una actitud obsequiosa y rendida. Esperaban muchos en los pasillos a que saliese de allí para abordarlo y preguntarle, pero el timbre anunciador de que se iba a levantar el telón sonaba insistente con esa llamada nerviosa, de urgencia, y era preciso ir acomodándose en sus puestos. Marcelo siguió allí todo el acto, con una sonrisa socarrona, como si supiese que lo esperaban y le gustara defraudarlos. —Esta noche tendré un gran éxito si voy a la Peña o al Casino al salir de aquí —decía—. Basta estar cerca de usted para despertar la curiosidad. No hay ojos en el teatro más que para usted. —Pues crea que eso me causaría pesar. Estoy deseosa de serenidad, de reposo, de vivir mi vida sin que reparen en mí. —Es usted demasiado joven y hermosa, señora, para conseguir eso, y sobre todo en estos países meridionales, tan llenos de curiosidad y de pasión. —¿Olvida usted cómo me llamaban en Viena cuando nos conocimos? —«La mujer fría.» Razón de más para que mis compatriotas, jóvenes y fogosos, se lancen con entusiasmo a la empresa de derretir el hielo. Le aseguro a usted que esta es la vez única en que me alegro de ser viejo. —No lo comprendo. —Mi vejez me libra del ridículo de hacerla a usted el amor y de la vergüenza de la derrota. Rió ella y dijo amable: —¡Quién sabe! Tal vez el que usted no aborde la empresa me libre a mí del vencimiento. —¡Oh, esa condescendencia de usted, amiga mía, es el peor de los síntomas! Las mujeres sólo hacen esas confesiones delante del hombre a quien no temen. —Es usted la única persona a quien conozco en España. Me ha causado una sorpresa agradable encontrarlo, pero le ruego a usted que sea discreto, no diga lo poco que sepa de mí; no quisiera que me molestasen aquí con esa curiosidad que me persigue en todas partes y me hace no sentirme a gusto en ninguna. —Madrid no es a propósito para no ser notada, es como una capital de provincia. —Es que lo mismo me ha ocurrido en Londres... en París... Es una fatalidad... Y de pronto, como agitada por un pensamiento triste, su mano enguantada asió el brazo de Marcelo, diciendo: —Pero, ¿ve usted en mí algo de extraordinario, si no es el ser demasiado rubia, demasiado blanca?... El leía en su pensamiento su temor, y le respondió con viveza: —Sólo el ser demasiado hermosa. Sonrió ella, no satisfecha de la cortesía, cuya falta de sinceridad notaba, y se puso de pie. —¿Se va usted sin acabar la función? —Sí... no quiero encontrarme al salir con toda esa gente. Ponía en sus palabras el eco de desprecio que sienten hacia la multitud todos los que son admirados. Marcelo le ayudó a envolverse en su capa de armiño, con blancor de espuma, y le ofreció el brazo para acompañarla al coche. Al entrar encontró a todos los amigos, que habían dejado su palco. Lo acogieron con preguntas. —¿Quién es? —¿Dónde se ha ido? —¿Qué sabes de ella? —¿Me presentarás? Él, ante aquella curiosidad de jauría sobre una pista, sintió algo de descontento hacia unas costumbres, que fueron las suyas siempre, al recordar el temor y la molestia de la mujer perseguida, y se propuso ser discreto. No diría las versiones que acerca de ella había escuchado en Austria. Se limitó a responder: —La conocí con su marido en Viena, es la señora viuda de Hozenchis. Una millonaria muy guapa, como habrán ustedes podido observar. —Magnífica... pero extraña... causa una sensación inexplicable... de frío... —¡Bah! ¡Imaginaciones! Que es un poco más blanca y más rubia que lo ordinario. Eso es todo. Buenas noches. Y se alejó, después de echar ese jarro de agua helada sobre el entusiasmo de los jóvenes. |
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