Biografía de Carmen de Burgos y Segui en AlbaLearning | |
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Música: Liszt - La Cloche Sonne |
Alma de artista |
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II | ||
Los carruajes se detenían ante la verja del hotel. Se contaba en la ciudad aquella extraña muerte, y las censuras más acerbas se vertían contra la pobre Selma. La buena sociedad estaba escandalizada. Aquella mujer, tan atendida en bailes y reuniones, que parecía tan casta y tan buena, no era la mujer del artista. Lo había dejado morir así, amancebado, en pecado mortal, sin avisar a su hermana... Los vecinos habían escuchado sonatas extrañas toda la noche en que agonizó el artista. Ella lo había dejado morir sin los auxilios de los sacramentos, y aun había querido oponerse a que entrara la parroquia en su casa y rezasen el rosario. Por fortuna, el sobrino del muerto, un chico abogado que se pasaba de listo y tenía sus sospechas acerca del matrimonio de su tío, logró el convencimiento de que no era casado ni dejaba testamento. Selma era una extraña a la que podían arrojar a la calle. La escena fue terrible: aquella mujer chiquitita, delicada y dulce, se revolvió como una fiera abrazada al cadáver de su amante... El agotamiento de fuerzas la venció al fin. Presa de terrible calentura, la pudieron encerrar en el cuarto de los criados... hasta que la llevaron al hospital. Doña Dolores y su hijo se instalaron en seguida en el hotel ¡Lo que habían tenido que arreglar para rezar allí el rosario! ¡Por todas partes pinturas y estatuas desnudas! —¡Pobre hermano!—sollozaba doña Dolores—; ¡qué desgracia tan grande la suya, por no haber dado con una mujer decente!... Iban llegando las damas que en otro tiempo solicitaban la amistad de Selma, implacables entonces y contentas de poder humillar a aquella mujer tan bella y tan artista. Era el último día de novenario, y había cierta curiosa ansiedad por saber si era cierto que aquella aventurera marchaba de nuevo a su país. ¡Era tan atractiva, gustaba tanto a los hombres! Muchos hasta se habían atrevido a defenderla hablando de su desinterés y de su generosa imprevisión. Algunos la compadecían como si tuviera un dolor sincero. Las mujeres estaban inquietas por su porvenir... ¡Si aquella perdida pensaría en sustituir al difunto! La amplia sala del hotel, tan alegre en las pasadas fiestas, tenía un aspecto triste. Faltaban los cuadros de las paredes, dejando al descubierto los huecos que ocuparan; los pedestales no sostenían estatuas y las mesillas estaban sin los juguetes y bibelots que las cubrieron. Corridos los portiers, cerradas las ventanas, a la luz escasa de una lámpara, se iban sentando alrededor de las paredes todos los invitados. Juntas las damas serias, formando un grupo cerca de la puerta las jovencitas, deseosas de ser vistas mejor por los muchachos que se agrupaban en la antesala y cambiar alguna seña, disimulando la loca risa que les producía cuando la solemnidad del rezo era interrumpida por la salida de tono de alguna soñolienta devota. EL testero principal lo ocupaban varios canónigos, amigos de doña Dolores y de las damas de San Vicente que acudían al rezo. Estaba allí toda la aristocracia de la población. La marquesa de Squigram, que entró de niñera en casa de su señor y salió de dueña, consiguiendo casarse con el viejo en su lecho de muerte gracias a la intercesión de un benévolo canónigo que hablaba todos los días del infierno a la cabecera del enfermo. La alcaldesa, mujer de abultado seno y amplias caderas, cuya madre se había escapado con el cochero de la pasa; la señora del maestro, cuya amistad con el cacique conservador no era un misterio para nadie; la del fiscal, que decían miraba con buenos ojos a Pepito Martínez, el abogadito pretencioso en el vestir que protegía su marido; la madre del médico, viuda de tres maridos y aun con peluca y dientes postizos en busca del cuarto; la cuñada del magistral, que se consolaba de la enfermedad de su esposo con el dueño de la tienda de la esquina; las hijas de confesión de aquellos reverendos padres; Paquita Jiménez, favorecida en exceso con la amistad del obispo; una profesora pedante, que debía su empleo al retiro de los amores de un personaje madrileño; y Juanita Ayuso, una ricacha tonta y chismosa que se gastaba el dinero entre frailes y asociaciones, despótica y egoísta con los pobres, humilde con los santos, por el egoísmo de ganar su pedazo de cielo. Empezó el rezo. Después del acto de contrición, la voz grave del padre Cervantes dijo con solemnidad: «Primer misterio», y después de conmemorar un dolor de María empezó con tono acompasado, mecánico, soñoliento: —Padre nuestro, que estás en los cielos... —El pan nuestro de cada día...—rezaron los oyentes al final de la primera parte de la oración dominical. —Dios te salve, María... — continuó el padre, hasta terminar la advocación del ángel. —Santa María...—ganguearon adormiladas las devotas... Y volvió a repetirse el Ave y contestaron Santa María las rezadoras, hasta pasar el primer diez del rosario. —Dios lo lleve al cielo—dijo al fin el canónigo con el mismo acento mecánico. —Amén...—contestó la voz indiferente del coro. Doña Dolores, balanceando entre el sueño la cabeza, creyó llegado el momento de lanzar un ruidoso suspiro por su hermano, con acento tan falso, que los jovencillos se pellizcaron los brazos para ahogar la risa. Empezó el segundo diez. Esta vez las devotas rezaban el Ave y el canónigo repetía la deprecación. Muchas se equivocaban, y el cadencioso ritornello perdía su ritmo musical. Otras aprovechaban los momentos para charlar. —Dios te salve, María, llena eres de gracia... (aquí bajando la voz y cambiando de tono) ¿De modo que dice usted que Selma salió del hospital... —(Alto). Dios te salve, María... (¿Y es verdad que se embarca?...) —Dios te salve, María, llena... —(¡Esta noche!) —(Le ha dado dinero doña Dolores para volver a su tierra.) —Dios te... (¡Qué suerte tiene esa bigarda en dar con gente tan buena!) —Dios te salve... (Nadie la ha querido recibir ni dar trabajo.) —(¡La muy perdida!) —(¡Cuando recuerdo que se reunía con mis hijos!) —Dios lo lleve al cielo. —Amén. *** El eco de una sirena lejana vino a mezclarse a las preces. Un vapor salía del puerto de Málaga, cortando las aguas con su hélice y dejando sobre ellas una estela de encaje. De pie, junte a la barandilla de popa, una mujer vestida de negro, envuelta en un gran velo de crespón, permanecía rígida, indiferente a cuanto pasaba cerca de ella, absorta en sus pensamientos, mientras contemplaba la ciudad, que parecía agrandarse conforme se alejaba. Se veían los mástiles de los barcos surtos en el puerto como una verja gigantesca, y más allá, las calles, las plazas, paseos y jardines, torres y chimeneas, que se iban esfumando en un plano. Pasaban cerca de la Caleta. El hotelito de Ángel, situado junto a la orilla, se distinguía a la luz agonizante del crepúsculo con todas las ventanas cerradas. La de la esquina pertenecía a la alcoba mortuoria. La sirena silbó como una despedida a aquella mansión de amores y de duelos... La mujer infeliz tendió los brazos hacia tierra como si quisiera detener la visión. EL velo cayó sobre la espalda, y la linda cabeza de Selma brilló con sus reflejos de acero a la luz de las estrellas. Un sollozo agitó el pecho de la desdichada, que emprendía la dolorosa peregrinación sola, triste, rechazada por los hipócritas que elevaban en aquel momento vanas preces por el hombre que ella supo hacer feliz. El vapor corría; la costa se borraba; se unían agua y cielo en la obscuridad de la noche... Selma, rígida como la estatua de Niobe, tendido al aire el velo y los rizos de sus cabellos que le azotaban la espalda, la nuca y el rostro, agitó un pañuelo blanco en la obscuridad... Decía adiós a una sombra querida; se despedía para siempre de sus sueños... de sus alegrías... de sus esperanzas... Ningún saludo contestó al suyo: la brisa de tierra traía el eco de ladridos de los perros de la vega y del tañer de las campanas en los templos católicos... El vapor seguía apartándose de allí, para internarse en las puras regiones del aire y de las aguas... donde no moran los hombres. |
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