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María Luisa Bombal

"La última niebla"

Biografía de María Luisa Bombal en wikipedia

 
 
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Música: Mendelssohn - Lied ohne Worte Op.62 No.l (Andante espressivo)
 

La última niebla

(Continuación)

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La casa resuena y queda vibrando durante un pequeño intervalo del acorde que dos manos han arrancado al viejo piano del salón. Luego, un nocturno empieza a desgranarse en un centenar de notas que van doblando y multiplicándose.

Anudo precipitadamente mis cabellos y vuelo escaleras abajo.

Reina está tocando de memoria. A su juego confuso e incierto, da unidad y relieve una especie de pasión desatada, casi impúdica.

Detrás de ella, su marido y el mío fuman sin escucharla.

El piano calla bruscamente. Reina se pone de pie, cruza con lentitud el salón, se allega a mí casi hasta tocarme. Tengo muy cerca de mi cara su cara pálida, de una palidez que no es en ella falta de color, sino intensidad de vida, como si estuviera siempre viviendo una hora de violencia interior.

Reina vuelve a cruzar el salón para sentarse nuevamente junto al piano. Al pasar sonríe a su amante, que envuelve en deseo cada uno de sus pasos.

Parece que me hubieran vertido fuego dentro de las venas. Salgo al jardín, huyo. Me interno en la bruma y de pronto un rayo de sol se enciende al través, prestando una dorada claridad de gruta al bosque en que me encuentro; hurga la tierra, desprende de ella aromas profundos y mojados.

Me acomete una extraña languidez. Cierro los ojos y me abandono contra un árbol. ¡Oh, echar los brazos alrededor de un cuerpo ardiente y rodar con él, enlazada, por una pendiente sin fin...! Me siento desfallecer y en vano sacudo la cabeza para disipar el sopor que se apodera de mí.

Entonces me quito las ropas, todas, hasta que mi carne se tiñe del mismo resplandor que flota entre los árboles. Y así, desnuda y dorada, me sumerjo en el estanque.

No me sabía tan blanca y tan hermosa. El agua alarga mis formas, que toman proporciones irreales. Nunca me atreví antes a mirar mis senos; ahora los miro. Pequeños y redondos, parecen diminutas corolas suspendidas sobre el agua.

Me voy enterrando hasta la rodilla en una espesa arena de terciopelo. Tibias corrientes me acarician y penetran. Como con brazos de seda, las plantas acuáticas me enlazan el torso con sus largas raíces. Me besa la nuca y sube hasta mi frente el aliento fresco del agua.

 

A la madrugada, agitaciones en el piso bajo, paseos insólitos alrededor de mi lecho, provocan desgarrones en mi sueño. Me fatigo inútilmente, ayudando en pensamiento a Daniel. Junto con él, abro cajones y busco mil objetos, sin poder nunca hallarlos. Un gran silencio me despierta, por fin.

Advierto un tremendo desorden en el cuarto y veo una cartuchera olvidada sobre el velador.

Recuerdo entonces que los hombres debían salir de caza, para no volver sino al anochecer.

Reina se levanta contrariada. Durante el almuerzo no cesa de protestar ásperamente contra los caprichos intempestivos de nuestros maridos. No le contesto, temiendo exasperarla con lo que ella llama mi candor.

Me recuesto sobre los peldaños de la escalinata y aguzo el oído. Hora tras hora espero en vano la detonación lejana que llegue a quebrar este enervante silencio. Los cazadores parecen haber sido secuestrados por la bruma...

¡Con qué rapidez la estación va acortando los días! Ya empieza a incendiarse el poniente. Tras los vidrios de cada ventana parece brillar una hoguera. Todo lo abrasa una roja llamarada cuyo fulgor no consigue atenuar la niebla.

Cayó la noche. No gorjean las ranas y no percibo, tan siquiera, el gemido tranquilo de algún grillo, perdido en el césped. Detrás mío, la casa permanece totalmente oscura.

Angustiada, entro al salón, prendo una lámpara. Ahogo una exclamación de sorpresa. Reina se ha quedado dormida sobre el diván. La miro. Sus rasgos parecen alisarse hacia las sienes; el contorno de sus pómulos se ha suavizado y su piel luce aún más tersa. Me acerco. Ignoraba que los seres embellecieran cuando reposan extendidos. Reina no parece ahora una mujer, sino una niña, una niña muy dulce y muy indolente.

Me la imagino dormida así, en tibios aposentos alfombrados donde toda una vida misteriosa se insinúa en un flotante perfume de cabelleras y cigarrillos femeninos.

De nuevo en mí este dolor punzante como un grito.

Vuelvo a salir para sentarme en la oscuridad, frente a la casa. Veo moverse luces entre los árboles. Bultos de hombres avanzan con infinitas precauciones, trayendo grandes ramas encendidas en las manos a modo de antorchas. Oigo el jadeo precipitado de los perros.

—¿Buena suerte? —interrogo con júbilo.

—¡Maldita niebla! —rezonga Daniel, por toda respuesta.

Hombres y animales vienen a desplomarse, exhaustos, a mis pies. Se alinea delante mío una profusión de alas muertas, de pobres cuerpos mutilados, embarrados.

El amante de Reina deja caer sobre mis rodillas una torcaza aún caliente y que destila sangre:

Pego un alarido y la rechazo, nerviosa. Mientras todos se alejan riendo, el cazador se obstina en mantener, contra mi voluntad, aquel vergonzoso trofeo en mi regazo. Me debato largamente llorando casi de indignación. Cuando él afloja su forzado abrazo, levanto la cara.

Me intimida su mirada escrutadora y bajo los ojos. Al levantarlos de nuevo, noto que me sigue mirando. Lleva la camisa entreabierta y de su pecho se desprende un olor a avellanas y a sudor de hombre limpio y fuerte. Le sonrío turbada. Entonces él, levantándose de un salto, penetra en la casa sin volver la cabeza.

 

La niebla se estrecha, cada día más, contra la casa. Ya hizo desaparecer las araucarias cuyas ramas golpeaban la balaustrada de la terraza. Anoche soñé que, por entre rendijas de las puertas y ventanas, se infiltraba lentamente en la casa, en mi cuarto, y esfumaba el color de las paredes, los contornos de los muebles, y se entrelazaba a mis cabellos, y se me adhería al cuerpo y lo deshacía todo, todo... Sólo, en medio del desastre, quedaba intacto el rostro de Reina, con su mirada de fuego y sus labios llenos de secretos.

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