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Biografía de María Luisa Bombal en wikipedia | |
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Música: Mendelssohn - Lied ohne Worte Op.62 No.l (Andante espressivo) |
La última niebla (Continuación) |
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La muchacha que yace en ese ataúd blanco, no hace dos días coloreaba tarjetas postales, sentada bajo el emparrado. Ahora está aprisionada, inmóvil, en ese largo estuche de madera, en cuya tapa han encajado un vidrio para que sus conocidos puedan contemplar su postrera expresión. Me acerco y miro, por primera vez, la cara de un muerto. Veo un rostro descolorido, sin ni un toque de sombra en los anchos párpados cerrados. Un rostro vacío de todo sentimiento. Esta muerta, sobre la cual no se me ocurriría inclinarme para llamarla porque parece que no hubiera vivido nunca, me sugiere de pronto la palabra silencio. Silencio, un gran silencio, un silencio de años, de siglos, un silencio aterrador que empieza a crecer en el cuarto y dentro de mi cabeza. Retrocedo y, abriéndome paso con nerviosa precipitación entre mudos enlutados, alcanzo la puerta, después de haber tropezado con horribles coronas de flores artificiales. Atravieso casi corriendo el jardín, abro la verja. Pero, afuera, una sutil neblina ha diluido el paisaje y el silencio es aún mas inmenso. Desciendo la pequeña colina sobre la cual la casa está aislada entre cipreses, como una tumba, y me voy, bosque traviesa, pisando firme y fuerte, para despertar un eco. Sin embargo, todo continúa mudo y mi pie arrastra hojas caídas que no crujen porque están húmedas y como en descomposición. Esquivo siluetas de árboles, a tal punto estáticas, borrosas, que de pronto alargo la mano para convencerme de que existen realmente. Tengo miedo. En aquella inmovilidad y también en la de esa muerta estirada allá arriba, hay como un peligro oculto. Y porque me ataca por vez primera, reacciono violentamente contra el asalto de la niebla. ¡Yo existo, yo existo —digo en voz alta— y soy bella y feliz! Sí, ¡feliz!; la felicidad no es más que tener un cuerpo joven y esbelto y ágil. No obstante, desde hace mucho, flota en mí una turbia inquietud. Cierta noche, mientras dormía, vislumbré algo, algo que- era tal vez su causa. Una vez despierta, traté en vano de recordarlo. Noche a noche he tratado, también en vano, de volver a encontrar el mismo sueño. Un soplo frío me azota la frente. Sin ruido, tocándome casi, ha pasado sobre mí un pájaro de alas rojizas, de alas de color de otoño. Tengo miedo nuevamente. Emprendo una carrera desesperada hacia mi casa. Diviso a mi marido, que apacigua el trote de su caballo para gritarme que su hermano Felipe, con su mujer y un amigo, han venido a visitarnos de paso para la ciudad. Entro al salón por la puerta que abre sobre el macizo de rododendros. En la penumbra, dos sombras se apartan bruscamente una de otra, con tan poca destreza, que la cabellera medio desatada de Reina queda prendida a los botones de la chaqueta de un desconocido. Sobrecogida, los miro. La mujer de Felipe opone a mi mirada otra mirada llena de cólera. Él, un muchacho alto y muy moreno, se inclina, con mucha calma desenmaraña las guedejas negras, y aparta de su pecho la cabeza de su amante. Pienso en la trenza demasiado apretada que corona sin gracia mi cabeza. Me voy sin haber despegado los labios. Ante el espejo de mi cuarto, desato mis cabellos, mis cabellos también sombríos. Hubo un tiempo en que los llevé sueltos, casi hasta tocar el hombro. Muy lacios y apegados a las sienes, brillaban como una seda fulgurante. Mi peinado se me antojaba, entonces, un casco guerrero que, estoy segura, hubiera gustado al amante de Reina. Mi marido me ha obligado después a recoger mis extravagantes cabellos; porque en todo debo esforzarme en imitar a su primera mujer, a su primera mujer que, según él, era una mujer perfecta. Me miro al espejo atentamente y compruebo angustiada que mis cabellos han perdido ese leve tinte rojo que les comunicaba un extraño fulgor, cuando sacudía la cabeza. Mis cabellos se han oscurecido. Van a oscurecerse cada día más. Y antes que pierdan su brillo y su violencia, no habrá nadie que diga que tengo lindo pelo. |
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