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María Luisa Bombal

"Las islas nuevas"

Biografía de María Luisa Bombal en wikipedia

 
 
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Música: Mendelssohn — Lied ohne Worte Op.62 No.l (Andante espressivo)
 
Las islas nuevas
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Mientras tanto, ella está en el extremo del jardín. Está agoyada contra la última tranquera del monte, como sobre la borda de un buque anclado en la llanura. En el cielo, una sola estrella, inmóvil; una estrella pesada y roja que parece lista a descolgarse y hundirse en el espacio infinito. Juan Manuel se apoya a su lado contra la tranquera y junto con ella se asoma a la pampa sumida en la amarillosa luz saturnal. Habla. ¿Qué le dice? Le dice al oido las frases del destino. Y ahora la toma en sus brazos. Y ahora los brazos que la estrechan por la cintura tiemblan y esbozan una caricia nueva. iVa a tocarle el hombro derecho! iSe lo va a tocar! Y ella se debate, lucha, se agarra al alambrado para resistir mejor. Y se despierta aferrada a las sábanas, ahogada en sollozos y suspiros.

Durante un largo rato se mantiene erguida en las almohadas con el oído atento. Y ahora la casa tiembla, el espejo oscila levemente, y una camelia marchita se desprende por la corola y cae sobre la alfombra con el ruido blando y pesado con que caería un fruto maduro.

Yolanda espera que el tren haya pasado y que se haya cerrado su estela de estrépito para volverse a dormir, recostada sobre el hombro izquierdo.

 

 

iMaldito viento! De nuevo ha emprendido su galope aventurero por la pampa. Pero esta mañana los cazadores no están de humor para contemporizar con el viento. Echan los botes al agua, dispuestos al abordaje de las islas nuevas que allá, en el horizonte, sobrenadan defendidas por un cerco vivo de pájaros y espuma. Desembarcan orgullosos, la carabina al hombro; pero una atmósfera ponzoñosa los obliga a detenerse casi en seguida para enjugarse la frente. Pausa breve, y luego avanzan pisando atónitas hierbas viscosas y una tierra caliente y movediza. Avanzan tambaleándose entre espirales de gaviotas que suben y bajan graznando. Azotado en el pecho por el filo de un ala, Juan Manuel vacila. Sus compañeros lo sostienen por los brazos y lo arrastran detrás de ellos. Y avanzan aún, aplastando bajo las botas frenéticos pescados de plata que el agua abandonó sobre el limo. Más allá tropiezan con una flora extraña: son matojos de coral sobre los que se precipitan ávidos. Largamente luchan por arrancarlos de cuajo, luchan hasta que sus manos sangran. Las gaviotas los encierran en espirales cada vez más apretadas. Las nubes corren muy bajas desmadejando una hilera vertiginosa de sombras. Un vaho a cada instante más denso brota del suelo. Todo hierve, se agita, tiembla. Los cazadores tratan en vano de mirar, de respirar. Descorazonados y medrosos, huyen.

Alrededor de la fogata, que los peones han encendido y alimentan con ramas de eucaliptos, esperan en cuclillas el día entero a que el viento apacigüe su furia. Pero, como para exasperarlos, el viento amaina cuando está oscureciendo.

Do, re, mi, fa, sol, la, si, do... De nuevo aquella escala tendida hasta ellos desde las casas. Juan Manuel aguza el oído.

Do, re, mi, fa, fa bemol, sol, la, si, do... Do, re, mi, fa, fa bemol ... fa, fa bemol, fa bemol, fa bemol, fa bemol ... Aquella nota intermedia y turbia bate contra el corazón de Juan Manuel y lo golpea ahí donde lo había golpeado y herido por la mañana el ala del pájaro salvaje. Sin saber por qué se levanta y echa a andar hacia esa nota que a lo lejos repiquetea sin cesar, como una llamada.

Ahora salva los macizos de camelias. El piano calla bruscamente. Corriendo casi, penetra en el sombrío salón.

La chimenea encendida, el piano abierto... Pero Yolanda ¿dónde está? Mas allá del jardín, apoyada contra la última tranquera como sobre la borda de un buque anclado en la llanura. Y ahora se estremece porque oye gotear a sus espaldas las ramas bajas de los pinos removidas por alquien que se acerca a hurtadillas. ¡Si fuera Juan Manuel!

Vuelve pausadamente la cabeza. Es él. Él en carne y hueso esta vez. ¡Oh su tez morena y dorada en el atardecer gris! Es como si lo siguiera y lo envolviera siempre una flecha de sol. Juan Manuel se apoya a su lado, contra la tranquera, y se asoma con ella a la pampa. Del agua que bulle escondida bajo el limo de los vastos potreros empieza a levantarse el canto de las ranas. Y es como si desde el horizonte la noche se aproximara agitando millares de cascabeles de cristal.

Ahora él la mira y sonríe. ¡Oh sus dientes apretados y blancos! Deben de ser fríos y duros como pedacitos de hielo. ¡Y esa oleada de calor varonil que se desprende de él, y la alcanza y la penetra de bienestar! ¡Tener que defenderse de aquel bienestar, tener que salir del círculo que a la par que su sombra mueve aquel hombre tan hermoso y tan fuerte!

— Yolanda... — murmura. Al oír su nombre siente que la intimidad se hace de golpe entre ellos. ¡Qué bien hizo en llamarla por su nombre! Parecería que los liga ahora un largo pasado de deseo. No tener pasado. Eso era lo que los cohibía y los mantenía alejados.

— Toda la noche he soñado con usted, Juan Manuel, toda la noche...

Juan Manuel tiende los brazos; ella no lo rechaza. Lo obliga sólo a enlazarla castamente por la cintura.

— Me llaman... —gime de pronto, y se desprende y escapa. Las ramas que remueve en su huída rebotan erizadas, arañan el saco y la mejilla de Juan Manuel que sigue a una mujer desconcertado por vez primera.

Estaba de blanco. Sólo ahora que ella se acerca a su hermano para encenderle la pipa, gravemente, meticulosamente —como desempeñando una pequeña ocupación cotidiana— nota que lleva traje largo. Se ha vestido para cenar con ellos. Juan Manuel recuerda entonces que sus botas están llenas de barro y se precipita hacia su cuarto.

Cuando vuelve al salón encuentra a Yolanda sentada en el sofá, de frente a la chimenea. El fuego encienda, apaga y enciende sus pupilas negras. Tiene los brazos cruzados detrás de la nuca, y es larga y afilada como una espada, o como... ¿como qué? Juan Manuel se esfuerza en encontrar la imagen que siente presa y aleteando en su memoria.

— La comida está servida.

Yolanda se incorpora, sus pupilas se apagan de golpe. Y al pasar le clava rápidamente esas pupilas de una negrura sin transparencia, y le roza levemente el pecho con su manga de tul, como con un ala. Y la imagen afluye por fin al recuerdo de Juan Manuel, igual que una burbuja a flor de agua.

— Ya sé a qué se parece usted. Se parece a una gaviota.

Un gritito ronco, extraño, y Yolanda se desploma largo a largo y sin ruido sobre la alfombra. Reina un momento de estupor, de inacción; luego todos se precipitan para levantarla, desmayada. Ahora la transportan sobre el sofá, la acomodan en los cojines, piden agua. ¿Qué ha dicho? ¿Qué le ha dicho?

— Le dije... — empieza a explicar Juan Manuel; pero calla bruscamente, sintiéndose culpable de algo que ignora, temiendo, sin saber por qué, revelar un secreto que no le pertenece. Mientras tanto Yolanda, que ha vuelto en sí, suspira oprimiéndose el corazón con las dos manos como después de un gran suto. Se incorpora a medias, para extenderse nuevamente sobre el hombro izquierdo. Federico protesta.

— No. No te recuestes sobre el corazón. Es malo.

Ella sonríe débilmente, murmura: "Ya lo sé. Déjenme". Y hay tanta vehemencia triste, tanto cansancio en el ademán con que los despide, que todos pasan sin protestar a la habitación contigua. Todos, salvo Juan Manuel que permanece de pie junto a la chimenea.

Lívida, inmóvil, Yolanda duerme o finge dormir, recostada sobre el corazón. Juan Manuel espera anhelante un gesto de llamada o de repudio que no se cumple.

 

Al rayar el alba de esta tercera madrugada los cazadores se detienen una vez más al borde de las lagunas por fin apaciguadas. Mudos, contemplan la superficie tersa de las aguas. Atónitos, escrutan el horizonte gris.

Las islas nuevas han desaparecido.

Echan los botes al agua. Juan Manuel empuja el suyo con una decisión bien determinada. Bordea las viejas islas sin dejarse tentar como sus compañeros por la vida que alienta en ellas; esa vida hecha de chasquidos de alas y de juncos, de arrullos y pequeños gritos, y de ese leve temblor como de flores de limo que se despliegan sudorosas. Explorador minucioso, se pierde a lo lejos y rema de izquierda a derecha, tratando de encontrar el lugar exacto donde tan sólo ayer asomaban cuatro islas nuevas. ¿Adónde estaba la primera? Aquí. No, allí. No, aquí, más bien. Se inclina sobre el agua para buscarla, convencido sin embargo de que su mirada no logrará jamás seguirla en su caída vertiginosa hacia abajo, seguirla hasta la profundidad oscura donde se halla confundida nuevamente con el fondo de fango y de algas.

En el círculo de un remolino, algo sobreflota, algo blando, incoloro: es una medusa. Juan Manuel se apresura a recojerla en su pañuelo, que ata luego por las cuatro puntas.

 

Cae la tarde cuando Yolanda, a la entrada del monte, retiene su caballo y les abre la tranquera. Ha hechado a andar delante de ellos. Su pesado ropón flotante se engancha a ratos en los arbustos. Y Juan Manuel repara que monta a la antigua, vestida de amazona. La luz declina por segundos, retrocediendo en una gama de azules. Algunas urracas de larga cola vuelan graznando un instante y se acurrucan luego en racimos apretados sobre las desnudas ramas del bosque ceniciento.

De golpe, Juan Manuel ve un grabado que aún cuelga en el corredor de su vieja quinta de Adrogué: una amazona esbelta y pensativa, entregada a la voluntad de su caballo, parece errar desesperanzada entre las hojas secas y el crepúsculo. El cuadro se llama “Otoño”, o “Tristeza . . . ”. No recuerda bien.

Sobre el velador de su cuarto encuentra una carta de su madre. “Puesto que tú no estás, yo le llevaré mañana las orquídeas a Elsa” - escribe. Mañana. Quiere decir hoy. Hoy hace, por consiguiente, cinco años que murió su mujer. ¡Cinco años ya! Se llamaba Elsa. Nunca pudo él acostumbrarse a que tuviera un nombre tan lindo. "... ¡Y te llamas Elsa...!" —solía decirle en la mitad de un abrazo, como si aquello fuera un milagro más milagroso que su belleza rubia y su sonrisa plácida. ¡Elsa! ¡La perfección de sus rasgos! ¡Su tez trasparente detrás de la que corrían las venas — finas pinceladas azules! ¡Tantos años de amor! Y luego aquella enfermedad fulminante. Juan Manuel se resiste a pensar en la noche en que, cubriéndose la cara con las manos para que él no la besara, Elsa gemía: "No quiero que me veas así, tan fea... ni aún después de muerta. Me taparás la cara con orquídeas. Tienes que prometerme...".

No, Juan Manuel no quiere volver a pensar en todo aquello. Desgarrado, tira la carta sobre el velador sin leer más adelante.

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