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María Luisa Bombal

"Las islas nuevas"

Biografía de María Luisa Bombal en wikipedia

 
 
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Música: Mendelssohn — Lied ohne Worte Op.62 No.l (Andante espressivo)
 
Las islas nuevas
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Toda la noche el viento había galopado a diestra y siniestra por la pampa, bramando, apoyando siempre sobre una sola nota. A ratos cercaba la casa, se metía por las rendijas de las puertas y de las ventanas y revolvía los tules del mosquitero.

A cada vez Yolanda encendía la luz, que titubeaba, resistía un momento y se apegaba de nuevo. Cuando su hermano entró en el cuarto, al amanecer, la encontró recostada sobre el hombro izquierdo, respirando con dificultad y gimiendo.

— ¡Yolanda! ¡Yolanda

El llamado la incorporó en el lecho. Para poder mirar a Federico separó y echó sobre la espalda la oscura cabellera.

— Yolanda, ¿soñabas?

—Oh, sí, sueños horribles.

— ¿Por qué duermes siempre sobre el corazón? Es malo.

— Ya lo sé. ¿Qué hora es? ¿Adónde vas tan temprano y con ese viento?

—A las lagunas. Parece que hay otra isla nueva. Ya van cuatro. De "La Figura" han venido a verlas. Tendremos gente. Quería avisarte.

Sin cambiar de postura Yolanda observó a su hermano —un hombre canoso y flaco— al que las altas botas ajustadas prestaban un aspecto juvenil. ¡Qué absurdos los hombres! Siempre en movimiento, siempre dispuestos a interesarse por todo. Cuando se acuestan dejan dicho que los despierten al rayar el alba. Si se acercan a la chimenea permanecen de pie, listos para huir al otro extremo del cuarto, listos para huir siempre hacia cosas fútiles. Y tosen, fuman, hablan fuerte, temerosos del silencio como de un enemigo que al menor descuido pudiera echarse sobre ellos, adherirse a ellos e invadirlos sin remedio.

— Está bien, Federico.

— Hasta luego.

Un golpe seco de la puerta y ya las espuelas de Federico suenan alejándsse sobre las baldosas del corredor. Yolanda cierra de nuevo los ojos y delicadamente, con infinitas precauciones, se recuesta en las almohadas, sobre el hombro izquierdo, sobre el corazón; se ahoga, suspira y vuelve a caer en inquietos suefios. Sueños de los que mañana a mañana se desprende páida, extenuada, como si se hubiera batido la noche entera con el insomnio.

Mientras tanto, los de la estancia “La Figura” se habían detenido al borde de las lagunas. Amanecía. Bajo un cielo revuelto, allá, contra el horizonte, divisaban las islas nuevas, humeantes aún del esfuerzo que debieron hacer para subir de quien sabe qué estratificaciones profundas.

— ¡Cuatro, cuatro islas nuevas! — Gritaban

El viento no aminó hasta el anochecer, cuando ya no se podía cazar.

Do, re, mi, fa, sol, la, si, do... Do, re, mi, fa, sol, la, si, do...

Las notas suben y caen, trepan y caen redondas y límpidas como burbujas de vidrio. Desde la casa achatada a lo lejos entre los altos cipreses, alguien parece tender hacia los cazadores que vuelven una estrecha escala de agua sonora.

Do, re, mi, fa, sol, la, si, do...

— Es Yolanda que estudia —murmura Silvestre. Y se detiene un instante como para ajustarse mejor la carabina al hombro, pero su pesado cuerpo tiembla un poco.

Entre el follaje de los arbustos se yerguen blancas flores que parecen endurecidas por la helada. Juan Manuel alarga la mano.

— No hay que tocarlas —le advierte Silvestre—; se ponen amarillas. Son las camelias que cultiva Yolanda —agrega sonriendo—. “Esa sonrisa humilde iqué mal le sienta!”, piensa malévolo Juan Manuel. Apenas deja su aire altanero se ve que es viejo.

Do, re, mi, fa, sol, la, si, do... Do, re, mi, fa, sol, la, si, do...

La casa está totalmente a oscuras, pero las notas siguen brotando regulares.

—Juan Manuel, ¿no conoce usted a mi hermana Yolanda?

Ante la indicación de Federico, la mujer, que envuelta en la penumbra está sentada al piano, tiende al desconocido una mano que retira en seguida. Luego se levanta, crece, se desenrosca como una preciosa culebra. Es muy alta y extraordinariamente delgada. Juan Manuel la sigue con la mirada, mientras silenciosa y rápida enciende las primeras lámparas. Es igual que su nombre: pálida, aguda, y un poco salvaje —piensa de pronto. Pero ¿qué tiene de extraño? ¡Ya comprendo! —reflexiona— mientras ella se desliza hacia la puerta y desaparece; unos pies demasiado pequeños. Es raro que pueda sostener un cuerpo tan largo sobre esos pies tan pequeños.

...¡Qué estúpida comida esta comida entre hombres, entre diez cazadores que no han podido cazar y que devoran precipitadamente, sin tener siquiera una sola hazaña de qué vanagloriarse! ¿Y Yolanda? ¿Por qué no preside la cena ya que la mujer de Federico está en Buenos Aires? ¡Qué extraña silueta! ¿Fea? ¿Bonita? Liviana, eso sí, muy liviana. Y esa mirada oscura y brillante, ese algo agresivo, huidizo... ¿A quién, a qué se parece?

Juan Manuel extiende la mano para tomar su copa. Frente a él Silvestre bebe y habla y ríe fuerte, y parece desesperado.

Los cazadores dispersan las últimas brasas a golpes de pala y de tenazas; echan cenizas y más cenizas sobre los múltiples ojos de fuego que se empeñan en resurgir, coléricos. Batalla final en el tedio largo de la noche. Y ahora el pasto y los árboles del parque los envuelven bruscamente en su aliento frío. Pesados insectos aletean contra loss cristales del farol que alumbra el largo corredor abierto. Sostenido por Juan Manuel, Silvestre avanza hacia su cuarto resbalando sobre las baldosas lustrosas de vapor de agua, como recién lavadas. Los sapos huyen tímidamente a su paso para acurrucarse en los rincones oscuros.

En el silencio, el golpe de las barras que se ajustan a las puertas parece repetir los disparos inútiles de los cazadores sobre las islas. Silvestre deja caer su pesado cuerpo sobre el lecho, esconde su cara demacrada entre las manos y resuella y suspira ante la mirada irritada de Juan Manuel. Él, que siempre detestó compartir un cuarto con quien sea, tiene ahora que compartirlo con un borracho, y para colmo con un borracho que se lamenta.

— Oh, Juan Manuel, Juan Manuel...

— ¿Qué le pasa, don Silvestre? ¿No se siente bien?

— Oh, muchacho. ¡Quén pudiera saber, saber, saber!...

—¿Saber qué, don Silvestre?

—Esto —y acompañando la palabra con el ademán, el viejo toma la cartera del bolsillo de su saco y la tiende a Juan Manuel.

— Busca la carta. Léela. Sí, una carta. Ésa, sí. Léela y dime si comprendes.

Una letra alta y trémula corre como humo, desbordando casi las cuartillas amarillentas y manoseadas.

"Silvestre: No puedo casarme con usted. Lo he pensado mucho, créame. No es posible, no es posible. Y sin embargo le quiero, Silvestre, le quiero y sufro. Pero no puedo. Olvídeme. En balde me pregunto qué podría salvarme. Un hijo tal vez, un hijo que pesara dulcemente dentro de mí siempre, ¡pero siempre! ¡No verlo jamás crecido, despegado de mí! ¡Yo apoyada siempre en esa pequeña vida, retenida siempre por esa presencia! LLoro, Silvestre, lloro; y no puedo explicarle nada más. — YOLANDA"

—No comrpendo— balbucea Juan Manuel preso de un súbito malestar.

—Yo hace treinta años que trato de comprender. La quería. Tú no sabes cuánto la quería. Ya nadie quiere así, Juan Manuel... Una noche, dos semanas antes de que hubiéramos de casarnos, me mandó esta carta. En seguida me negó toda explicación y jamás conseguí verla a solas. Yo dejaba pasar el tiempo. "Esto se arreglará", me decía. Y así se me ha ido pasando la vida...

— ¿Era la madre de Yolanda, don Silvestre? ¿Se llamaba Yolanda, también?

— ¿Cómo? Hablo de Yolanda. No hay más que una. De Yolanda que me ha huído de nuevo esta noche. Esta noche, cuando la ví, me dije: tal vez ahora que han pasado tantos años, Yolanda quiera, al fin, darme una explicación. Pero se fue, como siempre. Parece que Federico trata también de hablarle, a veces, de todo esto. Y ella se echa a temblar, y huye, huye siempre...

Desde hace unos segundos el sordo rumor de un tren ha despuntado en el horizonte. Y Juan Manuel le oye insistir a la par que el malestar que se agita en su corazón.

— ¿Yolanda fue su novia, don Silvestre?

— Sí, Yolanda fue mi novia, mi novia...

Juan Manuel considera fríamente los gestos desordenados de Silvestre, sus mejillas congestionadas, su pesado cuerpo de sesentón mal conservado. ¡Don Silvestre, el viejo amigo de su padre, novio de Yolanda!

— Entonces, ¿ella no es una niña, don Silvestre?

Silvestre ríe estúpidamente.

El tren, allá en un punto fijo del horizonte, parece que se empeñara en rodar y rodar un rumor estéril.

— ¿Qué edad tiene? —insiste Juan Manuel.

Silvestre se pasa la mano por la frente tratando de contar.

— A ver, yo tenía en esa época veinte, no, veintitrés...

Pero Juan Manuel apenas le oye, aliviado momentáneamente por una consoladora reflexión. "¡Importa acaso la edad cuando se es tan prodigiosamente joven!".

—... ella por consiguiente debía tener...

La frase se corta en un resuello. Y de nuevo renace en Juan Manuel la absurda ansiedad que lo mantiene atento a la confidencia que aquel hombre medio ebrio deshilvana desatinadamente. ¡Y ese tren a lo lejos, como un movimiento en suspenso, como una amenaza que no se cumple! Es seguramente la palpitación sofocada y contínua de ese tren lo que lo enerva así. Maquinalmente, como quien busca una salida, se acerca a la ventana, la abre, y se inclina sobre la noche. Los faros del expreso que jadea y jadea allá en el horizonte rasgan con dos haces de luz la inmensa llanura.

— ¡Maldito tren! ¡Cuándo pasará! —rezonga fuerte.

Silvestre, que ha venido a tumbarse a su lado en el alféizar de la ventana, aspira el aire a plenos pulmones y examina las dos luces fijas a lo lejos.

— Viene en línea recta, pero tardará una media hora en pasar —explica—. Acaba de salir de Lobos.

"Es liviana y tiene unos pies demasiado pequeños para su alta estatura".

—¿Qué edad tiene, don Silvestre?

— No sé. Mañana te diré.

Pero ¿por qué —reflexiona Juan Manuel—. ¿Qué significa este afán de preocuparme y pensar en una mujer que no he visto sino una vez? ¿Será que la deseo ya? El tren. ¡Oh, ese rumor monótono, esa respiración interminable del tren que avanza obstinado y lento en la pampa!

¿Qué me pasa? —se pregunta Juan Manuel—. Debo estar cansado —piensa, al tiempo que cierra la ventana.

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