Capítulo 2
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Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante |
La devoradora |
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II Durante los últimos años del Imperio había sido considerada como una gloria nacional. Los novelistas de Rusia hacían sentir su influencia en todas las literaturas; sus músicos figuraban en todos los conciertos, y los bailes eslavos venían a dar nueva vida al arte de la danza. Era la Balabanova la primera bailarina de su país. El director de los teatros imperiales sólo le había permitido breves y contados viajes fuera de Rusia. Sus habilidades coreográficas pertenecían a su patria, o mejor dicho, a la corte del zar. Parecía impulsada por una fuerza misteriosa, enemiga de todas las leyes de la gravitación. Se despegaba del suelo, manteniéndose en el aire cual si fuese de una materia sutil, emancipada de las atracciones terrestres; iba de un lado a otro del escenario con fáciles saltos, iguales a vuelos. Inspiraba a los hombres un amor que tenía algo de místico, como si perteneciese a una raza aparte, superior a la humana. Repetía en la realidad la existencia inmaterial de las sílfides y otras hembras intangibles, hijas del aire o del fuego, descritas por los cabalistas, y que en la Edad Media copularon con los humanos. Esta atracción, producto de su graciosa ligereza, la había sentido el mismo zar, y recuerdo de un capricho, que sus cortesanos llamaban «artístico», fue el suntuoso palacio, en lo más céntrico de San Petersburgo, que la célebre bailarina recibió como regalo. Llegó la emperatriz a preocuparse de ella, distinguiéndola con una celosa animosidad, y otras mujeres de la corte la acompañaron en este agresivo sentimiento, esposas de grandes duques o de simples príncipes multimillonarios, las cuales pretendían seducir al soberano, más por el honor que esto representaba para su orgullo que por verdaderos deseos amorosos. La sorda hostilidad de las señoras de la corte enorgullecía y molestaba al mismo tiempo a la Balabanova. Había llegado a no conocer el valor de las cosas. El despilfarro de una corte suntuosa, que nunca supo hacer cuentas, parecía agobiarla con sus incesantes regalos. Además, gozaba de cierta influencia política cerca de los ministros del emperador y de los personajes palatinos. Un día, no obstante sus triunfos, se manifestó dispuesta, con gran asombro de todos, a renunciar a tanta gloria. Tenía para ello un motivo, que no dijo nunca. Su arte asombroso sólo podía desarrollarse en plena juventud. Se aproximaba ya a los treinta años, y más de una vez se dió cuenta de que sus miembros obedecían con menos vigor a los impulsos de su voluntad. Estos desfallecimientos únicamente los notaba ella. Aún le era posible bailar diez años más, pero mostrando una decadencia, magistralmente disimulada al principio, que el público acabaría por conocer. Mejor era marcharse en pleno triunfo, dejando el recuerdo de un ser excepcional. Encontró un pretexto para justificar dicha retirada: su amor al gran duque Cirilo Nicolás, que vivía casi públicamente con ella, cual si fuese un marido morganático. Era un tío del emperador, tan deseoso de monopolizar esta herencia de su sobrino, que no vacilaba en ir contra las tradiciones de su familia y los escrúpulos oficiales de la corte. Siendo soltero, ofreció lo que no podían dar los otros amorosos de la célebre bailarina, todos ellos casados y con miedo a una ostentación de relaciones demasiado audaz. Grandote, de barba rubia, ojos claros y nariz algo achatada, sonriendo con cierta expresión infantil, era «el gigante bueno», el eslavo fácil de manejar, aunque en ciertos momentos, arrastrado por repentina y gritona cólera, se mostraba capaz de las mayores violencias. Con el permiso del emperador se marcharon los dos a la Europa Occidental, acabando por instalarse en la Costa Azul, donde el gran duque compró a Olga una lujosa «villa» cerca del Mediterráneo. Varios años duró la vida común de Cirilo Nicolás y la Balabanova. Él aún sabía contar menos que ella. Pasaba el dinero por sus manos sin que éstas lo notasen, por ser manos de príncipe, que parecían recibirlo todo gratuitamente. Cuando Cirilo Nicolás perdía en las mesas de juego, era en forma de fichas de diversos colores, que él apreciaba como juguetes de niño, sin valor alguno. El público de todos los lugares de placer conocía a esta pareja célebre. Ella, pequeñita, graciosa, caminando como si sólo tocase el suelo con las puntas de sus pies, vistiendo siempre trajes extraordinarios, las últimas invenciones de los modistos, cubierta de joyas inauditas, que hacían aproximarse a las mujeres bizqueando de envidia. Él, cada vez más grande, cada vez más grueso, de pies pesadísimos, acogiendo con igual sonrisa de bondad a los amigos íntimos y a los pequeños empleados, satisfecho de desempeñar lejos de su país el papel de gran señor democrático, sencillo de gustos. Olga lo trataba públicamente con protectora amabilidad, cual si fuese un niño grande, de limitada inteligencia, que necesitase en todo momento guía o consejo. Cirilo Nicolás aceptaba sumiso tales mandatos. Todo lo de ella parecía inspirarle amor y agradecimiento, hasta las palabras un poco cortantes con que le afeaba sus torpezas, en días de histérica nerviosidad. Nada perdía callándose el gran duque, pues, según afirmación de las enemigas de la Balabanova, tenía la costumbre de embriagarse cada quince días con vodka, el licor nacional, en recuerdo de la patria lejana, dando a continuación una paliza a la sílfide. Pero las más de las veces sólo recibía ésta los primeros golpes, pues apelando a su antigua agilidad, lograba colocarse a una salvadora distancia. Cuando la bailarina se imaginaba como algo eterno esta existencia de peregrinaciones a los lugares más elegantes de Europa y felices invernadas en su casa de Cap d’Ail, ocurrió de pronto el fallecimiento del gran duque. Nunca pudo saberse con certeza de qué había muerto este personaje, al que ella apodaba familiarmente Kiki. Siempre le fue difícil comprender, ahora que estaba instalada en la Costa Azul, cómo al otro lado de Europa existían más de cien millones de seres acostumbrados a considerar casi de origen divino a este rubio barbón que tomaba el sol en la terraza, al lado de ella, con batín semejante a un dolmán de húsar y pantalones anchos en forma de embudo. Los médicos no dijeron con claridad a qué se debió la muerte fulminante de este gigantón de manos atléticas, que muchas veces, a los postres de una comida, para admirar a sus comensales, enrollaba una bandeja de plata cual si fuese un cigarro. Tampoco se mencionó en ningún papel público que el tío del zar había muerto en casa de la Balabanova. La «villa» de Cap d’Ail figuró por algunos días como si fuese propiedad del gran duque y éste la habitase solo. En aquel tiempo, Francia se preocupaba de halagar a Rusia por todos los medios, viendo en ella su única aliada ante las amenazas del porvenir, y a causa de esto, el fallecimiento del gran duque revistió en toda la Costa Azul la solemnidad de un duelo nacional. Entre los numerosos mandos y honores que su nacimiento había atribuido al difunto figuraba el de almirante de la marina rusa, y una división de la flota del mar Negro vino a anclar en la bahía de Villefranche para llevarse sus restos. El embarque, en plena noche, fué de una majestad teatral. Nunca la Balabanova había danzado en un baile que tuviese tan impresionante decoración, y eso que llevaba pasada su juventud bajo chorros luminosos que la perseguían en sus evoluciones, deslizándose como una libélula entre bosquecillos de jardines maravillosos. Tres acorazados blancos, venidos para recoger el cuerpo de su almirante, marcaban sobre las aguas oscuras su albo color de cisnes gigantescos. De sus lomos surgían mangas de luz verde. Los enormes proyectores tenían una lente de dicho color para la ceremonia fúnebre. De las montañas inmediatas surgían otros surtidores luminosos, intensamente blancos, paseando con lentitud su resplandor de soles artificiales por las aguas en calma de la vasta cuenca marina. Varios acorazados franceses, venidos de Tolón, saludaban con lento cañoneo al pariente del monarca aliado. Las piezas de los navíos blancos contestaban con la misma acompasada majestad. Iban llegando hasta la costa músicas lejanísimas, con el largo ritmo de las marchas fúnebres. Eran las bandas de los acorazados. La marinería rusa, abundante en cantores, entonaba coros rituales, y estas voces humanas se confundían armónicamente como los instrumentos de una inmensa orquesta. Sonaban más frecuentes los cañonazos; músicas y cánticos subían de tono; las mangas de luz color de esmeralda y color de diamante se concentraban sobre un pez negro que iba cortando lentamente las aguas, escoltado por otros peces más pequeños: la lancha con el cadáver del gran duque. Olga, que había venido a presenciar, desde el camino de la Cornisa, este espectáculo extraordinario, lloró de pena y de orgullo a un mismo tiempo. Tan ruidoso duelo era por un hombre que días antes vivía en su casa, puesto de zapatillas y batín, con todas las dulces intimidades y los vulgares defectos de un esposo. Las tropas de tierra habían tomado sus armas en plena noche; tronaban las piezas de artillería; grandes buques que, bajo el resplandor eléctrico, parecían de marfil, habían venido desde el fondo del Mediterráneo; miles y miles de hombres de guerra estaban inmóviles en aquellos momentos, en solemne formación, sobre los acorazados o al borde de la costa; muchedumbres más numerosas se mantenían ocultas en la sombra, esparcidas en los caminos, en los olivares, en las cumbres inmediatas a la rada, los ojos muy abiertos para no perder detalle de esta ceremonia, que el misterio nocturno hacía más imponente y dramática… y todo por Kiki… ¡Cuán dolorosa su pérdida!… ¡Qué satisfacción para su vanidad! Durante algunos meses se dió aires de viuda de príncipe. Escogió vestidos oscuros; fue parca en el uso de joyas; se abstuvo de fiestas ruidosas. Mantenía trato amistoso con personajes de la corte imperial, amigos del difunto. Además, le parecía indudable que los polizontes zaristas daban informes de su conducta. Debía mostrar la majestad dolorosa de una mujer que ha pertenecido a la familia de los zares, aunque sea torcidamente. Un luto austero impondría cierto respeto a las señoras de la Corte, siempre enemigas suyas. Su única diversión fue jugar, y jugó más que antes. Podía hacerlo sin miedo, pues el difunto le había dejado una parte considerable de su fortuna particular. Ella poseía también en Rusia cuantiosos bienes, amasados en su época de esplendor. Podía permitirse los despilfarros de cualquiera multimillonaria americana que viene sola a Europa, mientras su marido sigue trabajando allá. Sobrevino la gran guerra, luego la revolución en Rusia, y al ver destronado al zar y muertos, fugitivos o amargados por la miseria a todos los que habían pertenecido a su mundo, tuvo la certeza de que esta catástrofe era simplemente un estremecimiento precursor de otras que iban a echar abajo la armazón de las demás naciones europeas. Las remesas de dinero, achicadas considerablemente desde los primeros meses de la guerra, se cortaron para siempre con la revolución. Olga, pájaro alegre, de brillante plumaje, hizo coro a las lamentaciones de sus amigos, pero al poco tiempo pareció cansarse de ellas. Había que vivir, y acabó por acostumbrarse a su nueva existencia, que aún continuaba siendo lujosa, aunque a ella le parecía abundante en privaciones. Un ruso ya entrado en años, Sergio Briansky, que vivía siempre en la Costa Azul, y al que sus amigos apodaban «el Boyardo», por haber sido sus ascendientes grandes señores feudales de los que ostentaron dicho título, hablaba algunas veces con la Balabanova en el Casino de Montecarlo. Amigo oficioso y gran señor «venido a menos», estaba siempre enterado de cuanto ocurría en torno a él, para comunicarlo a los demás. Su cara rojiza, de una frescura juvenil, flanqueada por dos patillas blancas, que unía como puente un bigote corto, era visible a todas horas en las salas del Casino, a pesar de que «el Boyardo» rara vez jugaba. —Muchos de mis compatriotas —decía Briansky— se presentan ahora como empobrecidos por la revolución, y antes de ella eran igualmente pobres. Yo soy más franco. Cuando la Balabanova se daba aires de gran duquesa, yo tenía el mismo dinero que tengo ahora: ¡nada! Hablando con los que no eran rusos, les advertía que se guardasen de imitar a sus compatriotas cuando maldecían el régimen de los Soviets. —Por un patriotismo excesivo se acuerdan repentinamente de que los «rojos» son rusos también, y acaban por enfadarse si un extranjero los critica. Olga parecía justificar a veces, con sus contradicciones de carácter, esta afirmación de Briansky. Odiaba a los bolcheviques como seres pertenecientes a otra especie, necesitaba su exterminio, pero esto no impedía que cuando en su presencia algún extranjero insultaba a Lenine, acabase por decir con rudeza: —Es un ruso, un gran hombre. Ya quisieran muchas naciones de Europa tener otro igual. Al escuchar «el Boyardo» estas incoherencias de su célebre compatriota, recordaba a muchas damas de la aristocracia rusa, residentes en Biarritz y en Montecarlo, antes de la caída del Imperio. Eran nihilistas, daban dinero para los atentados revolucionarios, y llamaban siempre al zar «nuestro padre», derramando lágrimas si su vida corría algún peligro. —Nuestro cerebro —continuaba Briansky— es a modo de un guante. Unas veces nos sirve por el derecho, otras por el revés; es el mismo y no es el mismo. Por eso asombramos con nuestras contradicciones. Todos tenemos algo de loco. Dostoievski, un desequilibrado de inmenso talento, es nuestro verdadero novelista. No podía ser otro: él solo estaba preparado para conocernos. Con una curiosidad de filósofo cínico, acostumbrado a sobrellevar apuros y privaciones, iba siguiendo el lento naufragio social de esta mujer, antigua predilecta de la fortuna caprichosa. Llevaba la cuenta de sus pérdidas en el juego, de sus alhajas, que iban desapareciendo, de sus economías, siempre de corta duración, reemplazadas por nuevos despilfarros. —Un día u otro llegará al fondo del saco. Ya usa alhajas que tenía olvidadas. Debe rebuscar por la noche en los rincones de sus cofrecillos y muebles… ¡Admirable serenidad! Guarda el aire satisfecho de sus mejores tiempos, a pesar de que su ruina no tiene remedio. Murió el zar, se acabaron los grandes duques. Además, no hay quien corra detrás de las bailarinas cuando han pasado de los cuarenta años… ¡Pobre mariposa! |
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