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Vicente Blasco Ibáñez

"La devoradora"

Capítulo 1

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Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante
 
La devoradora
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I

Cuando entraba en el Casino de Montecarlo, los porteros la acogían con la misma reverencia que a los personajes célebres. Luego, mientras ella iba alejándose, hacían comentarios sobre el aspecto y los adornos de su persona.

—Todavía le queda mucho que jugar. Las joyas que trae hoy no las habíamos visto nunca.

Otros empleados más jóvenes preferían discutir, entre ellos, sobre la belleza de esta bailarina célebre.

—La Balabanova aún parece una niña, y debe haber cumplido los cuarenta. Tal vez tiene más.

Vista a cierta distancia no resultaba fácil adivinar la edad, de esta mujer, pequeña, ágil, de graciosos y sueltos movimientos, vestida siempre con una elegancia juvenil. Era preciso que los viejos concurrentes al Casino, atraídos por el brillo de sus alhajas, se fijasen en ella, recordando su historia.

Todos conocían a Olga Balabanova, la célebre bailarina del Teatro Imperial de San Petersburgo, por haber tenido amoríos con varios individuos de la familia reinante, y hasta se murmuraba que, durante unos meses, logró monopolizar los deseos del último de los zares, frío y distraído en sus afecciones.

La ruina del Imperio y el triunfo de la revolución la habían sorprendido en su magnífica casa de Cap d’Ail, regalo de un gran duque. Lo mismo que tantos príncipes, generales y altos funcionarios de la corte rusa refugiados en la Costa Azul, había visto desaparecer instantáneamente su riqueza. Era un náufrago más del buque imperial, enorme y majestuoso, perdido para siempre.

Una cantidad considerable de joyas, recuerdo de la munificencia de diversos amantes, le servía para prolongar su quebrantada opulencia. Los demás sobrevivientes del régimen zarista descendían poco a poco en rango social, apelando, al fin, para poder vivir, al trabajo de sus manos. En los puertos de Niza y de Marsella, antiguos generales eran mozos de carga; solemnes diplomáticos dirigían un bodegón o un pequeño café; damas de la corte imperial hacían colectas entre sus amigos para establecer una sombrerería o una casa de huéspedes. Otros «nuevos pobres», menos dignos y enérgicos en su miseria, se dedicaban simplemente a pedir dinero a todo el mundo, con la ilusoria esperanza de proseguir irregularmente su misma vida de antes.

Mientras tanto, la Balabanova continuaba habitando su lujosa vivienda, como si nada hubiese ocurrido en Rusia. Conservaba su automóvil, su servidumbre de siempre, no privándose de ir, tarde y noche, al Casino de Montecarlo para jugar. Algunas joyas célebres por su valor, y muy conocidas por haberlas lucido Olga sobre su persona, figuraban ya en los escaparates de los grandes joyeros de Niza y de París.

Al principio fue vendiendo lentamente estos valiosos recuerdos del pasado. La catástrofe de su mundo aconsejó una momentánea prudencia a esta mujer, especie de mariposa, que parecía guardar en su cerebro la misma ligereza estupenda de sus pies.

En los primeros meses redujo el personal doméstico de su casa, se quedó con un solo automóvil, procurando limitar su funcionamiento; hizo otras economías, y sobre todo, juró por los santos más milagrosos del calendario ruso no volver a pisar los salones privados del Casino de Montecarlo, ni el inmediato edificio del «Sporting Club». Era preciso limitar los gastos, sosteniéndose con la venta ordenada de sus cuantiosas joyas. Mas la necesidad de socorrer a ciertos compatriotas venidos a menos la obligó a admitirlos en su casa como servidores. Su automóvil, guiado por un antiguo coronel de Ingenieros, ahora chófer, emprendió el camino todos los días del citado Casino, lo mismo que antes de la revolución, y las ventas de joyas empezaron a sucederse con una rapidez creciente.

Tenía la Balabanova una lógica en armonía con su carácter un poco incoherente de eslava. Ya había realizado ella las economías necesarias, y su conciencia estaba tranquila. Si después de esto la vida la empujaba lo mismo que antes, ¿qué podía hacer?… Nitchevo.

Y seguía su destino, quejándose de la suerte al hablar con sus compatriotas, mostrándose a continuación, para los extraños, sonriente, graciosa, y al mismo tiempo altiva y distante, igual que en los tiempos que la respetaban por haber sido unos meses zarina de la mano izquierda, y durante largos años amante declarada del gran duque Cirilo Nicolás. A medida que desaparecían sus alhajas más célebres, iba sacando a la luz otras, olvidadas en la época de prosperidad, y que ahora, con la desgracia, parecían haber adquirido nuevo valor. Todas las gemas más preciosas, montadas en platino (el metal de su país), figuraban en el tesoro de la Balabanova.

Pero la ruina es semejante a las inundaciones de crecimiento continuo, que arrastran, al fin, las cosas más sólidas y enraizadas en apariencia. Olga parecía sostener con el Destino una lucha incesante. Sacaba de su escondrijo nuevas joyas, para verlas al poco tiempo arrebatadas por su mala suerte. Hacía gala de otras, y en un plazo todavía más breve desaparecían de igual modo… Era que, después de los primeros meses de cordura, se había entregado al juego con una fe quimérica, creyendo en influencias supersticiosas, en mágicas combinaciones para esclavizar a la ganancia.

En su época triunfante había jugado por ostentación, para que la admirase el público, ya que no le era posible bailar en los escenarios de la Costa Azul. ¡Qué podía darle el juego que no le regalase su Cirilo Nicolás!… Ahora jugaba para ganar.

Como todos los acostumbrados al manejo, sin tasa, del dinero, imaginóse que éste acudiría obediente al menor esfuerzo de su voluntad, lo mismo que una persona de buena educación, incapaz de volver la espalda a sus antiguas relaciones. Y el dinero se escapaba de sus manos como si ya no la conociese. Alguna vez retrocedía hacia ella en pequeñas cantidades, merced a una ganancia precaria, pero lo hacía traidoramente, para llevarse con él nuevas masas de su misma especie, en el pánico de las grandes pérdidas.

Cada mes presenciaba la partida sin retorno de un collar, de una pulsera o de pendientes, suntuosos como los de un rajá, que todos habían conocido colgando de sus pequeñas orejas arreboladas de rosa artificial.

Para las gentes que la rodeaban en el Casino, fingía no dar importancia a esta continua pérdida. Era «un simple contratiempo», como si viviese aún en Cap d’Ail con el gran duque.

Cuando volvía a su magnífica «villa», en las horas nocturnas próximas al amanecer, gustaba de asomarse a una terraza inmediata a su dormitorio, viendo a sus pies el jardín, con las oscuras masas de su arboleda dormida y los redondeles acuáticos de sus fuentes, en cuyo fondo de ébano vibraban las estrellas. Luego, levantando los ojos, contemplaba el mar y sus arrugas de vagorosa fosforescencia en la noche, llanura inquieta a través de la cual se había ido «él» para siempre, con una majestad de dios muerto, llevándose a remolque la fortuna.

Ahora, completamente a solas, su rostro terso como el de una estatua, bruñido por una juventud artificial, podía reflejar sin miedo las impresiones internas. Dos lágrimas caían lentamente de sus ojos, ennegreciéndose con el rimmels de sus pestañas y la sombra azul que servía de aureola a sus párpados.

—¡Ay, los tiempos pasados! —gemía—. ¡Oh, Kiki! ¡Quién hubiese podido sospechar lo que ahora vemos!…

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