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Música: Schumann - Album für die Jugend op.68, no. 1 "Melodie" |
La caja de música |
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IV. La princesa Al llegar al bulevar Saint—Germain, Téllez, el anticuario, me invitó a sentarme y a tomar un bock en la terraza del café de Flora. Hacía una noche templada. Téllez prosiguió su relación. —No sé si usted se ha fijado en mi caja de música —dijo—. Tiene sobre la tapa cinco muñecos músicos, articulados, en fila, con trajes de 1830 al 1850, o quizá más tarde. El de en medio, con frac azul, de botones dorados, chaleco blanco, barba y melenas, dirige la orquesta; a sus dos lados, uno toca el violín, y el otro el violonchelo; en los extremos, un negro toca la flauta, y el otro el tambor. Alrededor de ellos corren y giran dos bailarinas. La caja no tiene marca de fábrica ni fecha. Delante, bajo un cristal, hay un tarjetón en el que se leen, con letras manuscritas, las piezas de música que tiene. Éstas son: El carnaval de Venecia, de Paganini; «Ecco ridente il cielo», de El barbero de Sevilla, de Rossini. Carlota y yo estábamos ya aburridos de oír todo esto. El viejo señor Lorenzo no se cansaba, y miraba con ojos ansiosos a sus muñecos para ver si realizaban sus movimientos con toda perfección o fallaban en algo. No sé si porque se lo contó el mecánico del taller de la calle de Babilonia o por qué, una tarde se presentó un señor elegante, vestido de negro, con el pelo blanco y monóculo, y dijo que quería ver la caja de música. La hicimos funcionar delante de él, y dijo que daría por ella hasta tres mil francos. El abuelo contestó que no la podía vender y que tenía que consultar con su hermana. —Bien; consúltelo usted. Hasta tres mil quinientos francos le doy. El señor, al marcharse, dejó su tarjeta. Por ella vimos que era vizconde y que vivía en la avenida de los Campos Elíseos. Carlota dijo a su abuelo que no había más remedio que vender la caja, porque aquellos francos nos estaban haciendo mucha falta. El viejo replicó que no quería venderla; que primero había que hacer pruebas. —¿Qué pruebas? —preguntó Carlota. Destornillarla y deshacerla. El tío Paolo recomendó en una carta que no se vendiera la caja, y que si por una extrema necesidad nos viéramos en la precisión de venderla, que la deshiciéramos antes. —¿En dónde lo dijo? —preguntó la muchacha. —Aquí. El abuelo sacó una cartera vieja del bolsillo del pecho, y, de ella, una carta amarillenta. Estaba escrita en italiano, con tinta de color de ala de mosca. Era del tío Paolo, el médico del ejército austríaco, y estaba dirigida a su sobrino, el padre de Lorenzo. Al último, le decía: "Si no encontráis el secreto de esta caja de música de los muñecos, no la vendáis. Deshacedla. Rota os valdrá más que entera." Esto tenía un aire misterioso y daba la impresión de que allí existía algún secreto. El abuelo había pensado muchas veces si en la actitud de los muñecos habría alguna indicación especial que diera la clave o si esta clave estaría en la combinación de las letras del tarjetón. Lo que no quería de ninguna manera era ni vender ni romper en pedazos la caja de música. Para impedirlo, el viejo metió el aparato en el baúl de su cuarto, y lo cerró con llave. Seguimos Carlota y yo trabajando. Lo malo era que desde la cuestión de la caja de música el señor Lorenzo estaba inquieto y no se ocupaba de nada. Al último se puso enfermo. Pasamos días y más días. El dinero en la casa se iba acabando. —¿Qué hacemos? —preguntaba yo a Carlota. —Esperaremos otra semana, a ver. Esperamos. Ya no fue posible esperar más, y le dijimos al abuelo que no había más remedio que vender la caja, porque si no, habría que llevarle a él al hospital, cosa que no queríamos. El señor Lorenzo refunfuñó, dijo que le dejaran morir en paz y guardó la llave de su baúl debajo de la almohada. Al día siguiente, por la mañana, Carlota habló con el señor Lorenzo. —Mira, abuelo —le dijo—: tú ya sabes que nos pagan poco; con lo que ganamos Ángel y yo no hay para sostener la casa con un enfermo. Yo desearía que no fueras al hospital y que empeñáramos o vendiéramos la caja de música para sacar algún dinero; tú no quieres, pero una de las dos cosas hay que hacer: o ir al hospital o vender la caja a ese señor. Tú decide. El viejo se lamentó e invocó a todos los santos y a la Madonna. Apretado, dijo: —Bueno; pues antes de hacer una de las dos cosas, id a ver a una señora italiana conocida mía, a ver si quiere venir aquí y me presta algún dinero. —¿Quién es esa señora? —Es la princesa de Olevano-Visconti. Yo le arreglaba los relojes en su palazzo de Pavía. —¿Vive en París? —Sí. —¿En dónde? —En la calle de la Universidad. Indicó el número, y por la tarde Carlota y yo fuimos a su casa y no encontramos a la princesa. En vista de ello, dejamos las señas del señor Lorenzo. Al día siguiente estábamos Carlota y yo trabajando en nuestros muñecos, cuando oímos voces a la puerta y apareció una vieja de lo más estrambótica posible. Tenía una cara de polichinela con la nariz corva y la barba en punta, los ojos claros y el pelo blanco. Hablaba como una cotorra. Vestía con un traje de seda gris; llevaba muchas joyas y unos impertinentes colgados del cuello. Era la princesa de Olevano-Visconti. La princesa preguntó por el señor Lorenzo, el pobre relojero que le arreglaba los relojes en su palazzo de Pavía. “Povero! Benedetto!”, dijo. Carlota le preguntó si le quería ver. Ella contestó que sí, que le quería ver. Mi novia le pasó a la alcoba, y allí estuvieron hablando la princesa y el relojero durante largo tiempo. Luego me llamaron a mí, porque, sin duda, había llegado la cuestión difícil de pedir dinero a la princesa. Ésta quería ver primero la caja de música. El señor Lorenzo dio a regañadientes la llave del baúl y sacamos el aparato entre Carlota y yo, y lo pusimos encima de la mesa del taller y le dimos cuerda. La princesa hizo una de esas exageraciones cómicas. Le pareció un aparato magnífico, admirable. —Lo más sencillo es que me lo lleve a casa. Yo llamaré a una persona entendida, y lo que ella diga que vale yo pagaré. El señor Lorenzo protestó. Él estaba enfermo y era su único consuelo el ver aquellos muñequitos y oír la música, que le recordaba su querida ciudad de Pavía. —Pero entonces, ¿qué quiere usted, señor Lorenzo, que yo le regale el dinero? —dijo la princesa—. ¡Oh, no! Eso, no Benedetto!; eso, no. —Lo que podría usted hacer, señora princesa —dijo Carlota—, si fuera usted tan amable, sería darnos una cantidad a cuenta de la caja de música, y si nosotros no podemos devolvérsela, se la entregamos. —¿En cuánto está tasada? —Hay un señor que nos da por ella tres mil quinientos francos. —¿No es mucho? —El señor nos ha ofrecido esa cantidad. Si no le hemos dado la caja ha sido porque el abuelo no quiere. La princesa reflexionó un instante, y dijo: —Bueno. Yo aquí no tengo dinero. Yo les daré en casa mil quinientos francos, y si no me los devuelven dentro de un mes, les daré otros dos mil y me quedaré con la caja. —Está bien. Haremos un papelito. La princesa dictó a Carlota una cláusula de compromiso muy comercial y muy sabia. Hizo que la firmaran el señor Lorenzo y Carlota. —Fírmelo usted también —me dijo la vieja dama. Lo firmé —Ahora, cualquiera de ustedes dos viene conmigo a mi casa: yo le doy el dinero y me deja el papel. Se decidió que fuera Carlota. Yo me quedé con el viejo, que comenzó a lamentarse amargamente. —La princesa es avara —me dijo—. ¡Una Olevano! ¡Una Visconti! ¡Yo, que creía que me prestaría el dinero! ¡Ella, que es tan rica y que es de Pavía! —Usted también es de Pavía —le contesté yo—; pero no habrá usted prestado a todos los paisanos que le hayan pedido dinero. El pobre hombre comenzaba a divagar un poco. De pronto, me preguntó: —¿Ya habéis guardado la caja de música? —Sí —le contesté yo, aunque no era verdad. —Pues cierra el baúl, y dame la llave. Cerré el baúl y le di la llave, que la metió debajo de la almohada. Poco después vino Carlota con el dinero. —Aquí están los francos —dijo—; podremos pagar las deudas y seguir viviendo; pero será imposible devolver el dinero a la princesa, que se quedará con la caja de música, porque esa señora me parece que es tan comerciante como cualquiera. —Sí; yo también lo creo. Al ver la caja sobre la mesa del taller, me preguntó: —¿Esto se ha quedado aquí? —Sí. —¿Y el abuelo no ha reclamado que la guardes en el baúl? —Sí; me ha preguntado si la había encerrado, le he contestado que sí, y me ha pedido la llave del baúl, y se la he dado. —Y ¿con qué objeto has dejado la caja fuera? —Con el objeto de ver definitivamente si tiene algún secreto. —¿Aunque haya que romperla? —Claro; aunque haya que romperla. |
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