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Biografía de Pío Baroja en Wikipedia | |
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Música: Schumann - Album für die Jugend op.68, no. 1 "Melodie" |
La caja de música |
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III. Lorenzo Borda El viejo italiano era un tipo de garibaldino: barba tupida y blanca, melenas, sombrero de ala ancha, corbata flotante y carrick con esclavina. La muchachita tenía aire de madonna: las facciones muy finas y la expresión amable. Les seguí a los dos. Ella se dio cuenta enseguida. Vivían en una casa próxima a la mía. Me dediqué al espionaje amoroso, y vi que solían ir con frecuencia a una tienda de antigüedades de la calle del Bac. Me presenté en la tienda, hablé con el dueño y me ofrecí como restaurador. En la conversación me referí al viejo italiano y a la muchacha y averigüé que él se llamaba Lorenzo Borda; ella, que era su nieta, Carlota Ferrari. Hacían juguetes y restauraciones. Sabiendo su nombre, escribí a la muchacha e intenté dejar la carta en la portería; pero la portera me dijo que tenía orden de no recibir ninguna carta para aquellos inquilinos. Un día, sospechando si desde los tejados próximos a mi casa se vería el cuarto de Carlota Ferrari, salí de exploración, gateando, y desde una azotea de cinc vi a Carlota delante de una ventana, trabajando. Ella me vio también y quedó estupefacta. La mostré un papel, dándole a entender que tenía una carta para ella. Ella movió la cabeza como aceptando. Al día siguiente se la di en el paseo, y desde entonces comenzaron nuestros amores. Carlota Ferrari hizo, poco después, que el dueño de la tienda de la calle del Bac me presentara oficialmente a Lorenzo Borda, el viejo italiano, abuelo de la muchacha. Desde entonces comencé a acompañarlos en el paseo a los dos, y más tarde entré en su casa. El señor Lorenzo era muy suspicaz en ocasiones, y en otras muy confiado. El viejo italiano y su nieta hacían juguetes mecánicos y restauraban muebles y porcelanas. De esto vivían. Por entonces trabajaban casi únicamente para la tienda de antigüedades de la calle del Bac. Yo comencé a ayudarles, y a cambio de mi colaboración comía con ellos. Tenían el señor Lorenzo y su nieta una casa pequeña, formada por un cuarto con una ventana al tejado, con su hornillo para hacer la comida, mesa de trabajo y dos alcobas estrechas con tragaluces. La alcoba de Carlota solía estar siempre cerrada; la del viejo Lorenzo tenía un camastro bajo, una silla y un baúl grande lleno de herrajes. Ya sabe usted la vida de los extranjeros aislados y sin conocimiento en un pueblo inmenso como París. A las pocas semanas son como de la familia. Luego, con la misma facilidad que se hacen amigos, riñen y se separan para siempre. El viejo Lorenzo me contó su vida. Hablaba conmigo una jerga entre italiana y francesa que estaba a la altura de la francoespañola que yo empleaba. El padre de Lorenzo le había dejado, al morir, un taller de relojero en la calle principal de la ciudad de Pavía, en el Corso di Porta Nuova. Lorenzo Borda tenía gran cariño por su ciudad y protestaba de que algunos lo considerasen como un pueblo triste. —¡Oh, no! Yo no digo que sea tan grande y animada como Parigi... —No, no. Es evidente —replicaba su nieta, sonriendo. En la juventud, Lorenzo había tomado parte en las intrigas del revolucionario Mazzini. Su taller de relojero había sido un punto de reunión de carbonarios. Su yerno Ferrari, el padre de Carlota, abogado venido de Brescia, que anduvo mezclado en la política, fue perseguido y marchó a vivir a Marsella. Lorenzo Borda, ya viudo, no podía vivir sin Carlota. Traspasó la relojería, cogió algún dinero y se fue a Marsella. Ferrari murió, y entonces el viejo y la niña se trasladaron a París, donde vivían con gran modestia de su trabajo. El viejo italiano se lamentaba siempre de sus apuros. Carlota y yo estábamos cada vez más unidos. Nuestra gran ilusión era pasear por el jardín de Luxemburgo. Lorenzo no se expresaba bien en francés. Esto ya, para él, era imposible. Carlota, sí; lo hablaba como una parisiense, pero no del pueblo, sino de la clase ilustrada. Carlota me convenció de que debía aprender el francés. Cada día me obligaba a estudiar una relación de Chateaubriand o unos versos de Racine, y me corregía la pronunciación. Íbamos también al teatro del Odeón. El anticuario de la calle del Bac nos daba, a veces billetes de favor. En esto, un día descubrimos en el escaparate de una tienda de antigüedades de la calle de Babilonia una caja de música con unos muñecos. No era ninguna maravilla. Desde que la vio, el abuelo comenzó a hablar a todas horas de una caja de música que había en su casa, en Pavía. ¡Aquélla era caja! La tenía su hermana Matilde; pero no era sólo suya, sino de los dos. Habían heredado por partes iguales la caja y otros muebles, pero él no había retirado ninguno. Su hermana Matilde, viuda de un empleado, era un poco avara. Le había dicho a Lorenzo que la caja de música estaba tasada en mil liras, y que si le enviaba la mitad, quinientas, se la daría. Pero, ¿es que vale? —le pregunté yo. —¡Oh, sí; mucho, mucho! Y el viejo la describía con grandes extremos. —¿Y de dónde procede? Según Lorenzo, su tío abuelo Paolo había sido médico del ejército austriaco y había estado en Francia, cuando la caída de Napoleón, con los aliados. Se decía que allí había comprado objetos de mucho valor. Estos objetos de gran valor no habían salido a la superficie. El padre de Lorenzo, sobrino del médico, no había heredado más que algunos cuadros, libros, relojes; nada de gran importancia. Lorenzo pensaba si la caja de música tendría algún secreto. —¡Ah, si yo tuviera esas quinientas liras para mandárselas a mi hermana! —decía el abuelo. De oír con frecuencia esta lamentación, me comenzó a preocupar, y dije a Carlota: —¿Tú crees que valdría la pena de pedir esa caja de música? —No sé. El abuelo está ya tan trastornado... —Porque yo tengo ahorrados unos quinientos francos. —No sé qué decirte. Yo no he visto la caja de música. —¿Y si es algo que vale? Me decidí, y le dije al señor Lorenzo que le prestaba las quinientas liras. El abuelo se puso loco de contento. Escribió a su hermana Matilde, que contestó que si le enviaban de antemano las quinientas liras mandaría la caja de música a porte debido. —Mi hermana es avara, muy avara —repitió Lorenzo. Se envió el dinero a la signora Matilde Borda, y ésta mandó a su hermano unas cartas y un talón. Pasó el tiempo y la caja no llegaba. Fuimos varias veces a la estación. Nada. Habíamos hecho un mal negocio. El abuelo estaba abatido. —Es la jettatura —decía—, la jettatura. A mí no me puede salir nada bien. Y se lamentaba y se quejaba amargamente. Carlota y yo solíamos ir a los almacenes de la compañía del ferrocarril adonde llegaban las mercancías de Italia y de la zona mediterránea francesa. Al fin un mes y medio más tarde, después de varios viajes infructuosos, apareció la caja de música en un rincón de un almacén, metida en un baúl viejo, negro y roto y atado con unas cuerdas zarrapastrosas. Sin duda, nadie lo había tomado en cuenta ni había querido quedarse con aquel bulto, que había andado seguramente tirado por los rincones de las estaciones. Los mozos nos dieron algunas bromas a Carlota y a mí al mostrarnos aquel baúl destrozado y lleno de Polvo, y al tomar un coche y poner el baulito en el pescante, el cochero nos preguntó con ironía si era nuestro equipaje o nuestro ajuar de bodas. Carlota se encolerizó al oír estas bromas. Llegamos a la casa, y yo subí como pude el baúl hasta la buhardilla, ayudado por la muchacha. Al sacar la caja de música, su mal aspecto nos dejó desilusionados. Los muñecos que tenía sobre la tabla de arriba estaban doblados y con muchas piezas rotas, y a los cilindros de cobre les faltaban púas; así que el aparato sonaba muy mal. “Esto creo que no vale nada —pensé yo—. Hemos hecho, indudablemente, un mal negocio.” El abuelo miraba su caja de música con la sonrisa del conejo. Comenzó a ver si la arreglaba, y notando que no lo conseguía, la envió al taller de un mecánico de la calle de Babilonia, amigo suyo. Éste tardó en componerla cerca de un mes. Le puso las púas que faltaban a los cilindros de cobre y renovó una porción de piezas de los muñecos que tocaban y de las dos bailarinas. El mecánico puso, como cuenta de su arreglo, doscientos francos, que tuve que pagar yo. —Esto va a ser un negocio ruinoso para nosotros —me decía Carlota. —Sí, me parece que sí. Al abuelo le entró la manía de perfeccionar la mecánica y de restaurar la cara, las manos y los trajes de los muñecos. Quedó la caja de música muy bien, como la ha visto usted. Como el viejo no trabajaba, yo le tenía que sustituir. Carlota y yo hacíamos muñecos con rapidez. El señor Lorenzo miraba y oía su caja, la arreglaba y perfeccionaba constantemente; limaba una palanca, sustituía una rueda, ponía aquí una cuerda de guitarra y restauraba con pintura las desconchaduras de los muñecos. El hombre estaba loco de entusiasmo con su aparato. |
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