Como alguien acababa de decir que el idioma italiano ofrece muy pocas dificultades, el barón d'Ormesan protestó con la certeza de alguien que habla una docena de lenguas europeas o asiáticas:
—¿Que el italiano no es difícil? ¡Qué error!...Puede que sus dificultades sean poco observables, pero no por ello dejan de existir, créame; tengo experiencia al respecto. Esas dificultades fueron la causa de que casi cayese víctima de la lepra, ese terrible mal que, parecido a las dificultades de la lengua italiana, se oculta y parece haber desaparecido, mientras que, en realidad, continúa extendiéndose causando estragos por las cinco partes del mundo.
—¡La lepra!
—¿A causa del italiano?
—¡Cuéntenos usted eso?
—¡Debe ser horroroso!
Al escuchar esas exclamaciones que probaban el éxito de su paradójica declaración, el barón d'Ormesan sonrió. Le alargué la caja de cigarros. Eligió uno y lo encendió después de haberle sacado la etiqueta, que se colocó en el anular, siguiendo una tonta costumbre que había adquirido en Alemania. Después de haber arrojado algunas bocanadas triunfales sobre sus oyentes, comenzó a hablar con un tono de vana condescendencia:
—Hace unos doce años viajaba yo por Italia. En ese entonces era un lingüista muy ignorante; hablaba malísimamente el inglés y el alemán, y en cuanto al italiano, lo macarronizaba; es decir, me servía de palabras francesas a las que agregaba terminaciones sonoras, y usaba también palabras en latín. En una palabra, me hacía entender.
Había recorrido a pie buena parte de la Toscana, cuando llegué una tarde, a eso de las seis, a una deliciosa aldea, donde debía pernoctar. En la única posada del lugar me dijeron que todas las habitaciones estaban tomadas por un grupo de ingleses. El posadero me aconsejó que fuese a pedir albergue al cura. Este me recibió muy bien y pareció encantado de mi idioma híbrido, que de buen grado y haciéndome un gran honor, comparó a la lengua del Sueño de Polifilo. Le repuse que me contentaba con imitar involuntariamente a Merlin Coccaie. Rió mucho, diciéndome que precisamente su nombre era Folengo, lo que pareció una casualidad bastante extraordinaria. Acto seguido me condujo a su dormitorio, que puso a mi disposición. Quise rehusar, pero de nada valió. Este digno abate Folengo entendía la hospitalidad a la usanza toscana, sin duda, porque ni siquiera insinuó la intención de cambiar las sábanas de su cama, y no pude hallar un buen pretexto para pedir al buen cura, sin ofenderlo, un par de sábanas limpias.
Comí a solas con el cura Folengo. El menú fue tan delicado que olvidé las nefastas sábanas, entre las que me acosté hacia las diez de la noche. Me dormí en seguida. Llevaba casi un par de horas de sueño cuando fui despertado por unas voces que llegaban desde el cuarto vecino. Don Folengo hablaba con su gobernanta, la respetable señora de setenta años que nos había preparado la suculenta comida que aún estaba digiriendo. El cura hablaba animadamente. La gobernanta le respondía con voz agridulce. Una palabra que a cada instante escuchaba durante la conversación me chocó: la lepre. Me pregunté qué motivos habría para que a esas horas estuviesen hablando de ese terrible mal: la lepra.
Entonces evoqué la figura del abate Folengo y me pareció que estaba hinchado. Sus manos eran muy gruesas. Continuando mi razonamiento, tuve que reconocer que el sacerdote toscano era imberbe a pesar de su edad avanzada. Era demasiado. El espanto se apoderó de mí. Algunas aldeas italianas, al igual que ciertos pueblitos franceses, son verdaderos semilleros de lepra. Y ahora estaba seguro: don Folengo era leproso. Yo estaba acostado en el lecho de un leproso. Las sábanas no habían sido siquiera cambiadas. En ese momento las voces callaron. Poco después se oyeron los ronquidos del sacerdote en la pieza vecina. Escuché crujir los peldaños de una escalera de madera: la gobernanta subía a su bohardilla a acostarse. Mi terror crecía. Pensaba que los médicos aún no se han puesto de acuerdo a propósito del contagio de la lepra. Esos pensamientos no eran los más apropiados para tranquilizarme. Me decía que el abate me había ofrecido su lecho como acto de caridad y que, durante la noche, se percató de que de esa manera podía transmitirme su mal. De eso habría estado hablando con su gobernanta y, sin duda, antes de dormirse rogaría a Dios para que su imprudencia no tuviese una consecuencia desgraciada. Me levanté bañado en sudor frío y me acerqué a la ventana.
El reloj de la iglesia dio la media noche. No pude más y, fatigado, me senté en el piso y me dormí apoyado contra la pared. El frescor de la mañana me despertó a eso de las cuatro: estornudé unas treinta veces y temblaba al mirar el lecho fatal. Despertado por mis estornudos, el abate Folengo entró en la habitación:
—¿Qué hace usted en camisa, contra la ventana? —me preguntó—. Me parece, mi querido huésped, que estaría usted mejor en esa cama.
Miré al cura. Su tez era rosada; era grueso, pero su salud, debo confesarlo, parecía floreciente.
—Señor — le dije—; usted sabe que el clima de París y aun el de la Ile-de-France es poco favorable para el desarrollo de la lepra. Ese clima tiene, incluso, la saludable propiedad de hacer degradar ese mal. Muchos leprosos asiáticos o de Colombia, en América, donde esa enfermedad es muy frecuente, sólo piensan en redondear cierta suma de dinero que les permita vivir dos o tres años en París. Habiéndose atenuado la lepra durante ese tiempo, vuelven a sus países para amasar una nueva fortuna que les permita pasar otra temporada a orillas del Sena.
—¿Adonde quiere usted ir a parar? —me preguntó el padre Folengo—. Habla usted, si no me equivoco, de la lepra, la lepra, esa terrible enfermedad que hizo tantos estragos durante la Edad Media.
—No son menores los que causa actualmente —le respondí, mirándolo severamente—, y en cuanto a los sacerdotes que la padecen, creo que estarían mejor en los lazaretos de Honolulú o en otras leproserías asiáticas. Allí podrían cuidar de sus compañeros de infortunio...
—Pero, ¿por qué me habla usted de esas cosas horribles a hora tan temprana? —replicó el abate Folengo—. No son todavía las cinco; el sol apenas si apunta en el horizonte. La aurora que colorea el cielo de púrpura no me parece hecha para inspirar tan fúnebres pensamientos.
—Confiéselo ya señor abate —exclamé—: es usted leproso; se lo escuché decir anoche...
Don Folengo parecía estupefacto y aterrado:
—Señor francés —me dijo—: se engaña usted; no soy leproso, y me pregunto cómo pudo ocurrírsele idea tan desoladora.
—No, señor abate —precisé—: lo escuché a usted anoche. Hablaba de la lepra con su gobernanta en la pieza vecina.
El abate Folengo estalló en una carcajada:
—Ustedes los franceses —dijo riendo hasta las lágrimas—, no pueden venir a Italia sin que les ocurra una historia por el estilo, testigo, vuestro Paul-Louis Courier, que cuenta algo muy parecido en una de sus cartas... Lepre significa liebre en italiano. Está abierta la temporada de caza, y uno de mis fieles me ha traído estos últimos días una liebre soberbia. De ello hablaba anoche con mi gobernanta, pues me parece que ya está a punto. Nos será servida hoy mismo, a mediodía. Se regalará usted con ella y se felicitará de haber aumentado sus conocimientos lingüísticos al precio de una mala noche.
Me sentí confundido. Pero la liebre me pareció deliciosa. Es que las peores cosas, hasta la misma lèpre, pueden resultar excelentes, siempre y cuando se sepa acomodarlas y acomodarse uno a ellas. |