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José Zorrilla

"La leyenda de Don Juan Tenorio"

VII

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Música: Mendelssohn - Lied ohne Worte Op.62 No.1 (Andante espressivo)
 
La leyenda de Don Juan Tenorio
<< - VII - >>

Y aquí será conveniente
y aun es necesario y lógico
no dar minuciosamente
todo un árbol genealógico
de la estirpe de esta gente;
   sino los más perentorios
pormenores y accesorios
de la que anda en mi leyenda,
para que el lector comprenda
quiénes son tantos Tenorios.
   Y aunque no es costumbre buena
de escritor, y aun es ajena
de la hidalguía española,
dejar a una dama sola
así en mitad de la escena;
   como no se ha de acostar
a sus cuñados sin ver,
y éstos tienen que tardar,
de don César por tener
las heridas que curar:
   y como, aunque son muy diestros
y apretaron bien los puños,
parece que ambos concuños
tropezaron con maestros
y están llenos de rasguños,
   es claro que no han de ir
a la hermosa dama a ver
sin vendarse y sin oír
del doctor el parecer
sobre el expuesto a morir.
   Pues aquí forzosamente
todos tienen que aguardar
y el lector por consiguiente,
para que no se impaciente,
de algo al lector le he de hablar.
   Conque hablemos de esta gente
a uno de cuyo solar
sacó a luz posteriormente
por lo impío y lo valiente
la leyenda popular.
   El jefe de esta familia,
de cuatro hermanos compuesta,
lidiaba al comenzar ésta
por Aragón en Sicilia.
   Nietos de Alfonso Tenorio,
sobrino del nunca quedo
arzobispo de Toledo
don Pedro: hijos de Gregorio
   y doña Leonor García,
hechos por ella parientes
de Manriques y Cifuentes,
lo mejor de Andalucía,
   estos Tenorios hermanos,
desde medio siglo atrás,
eran unos de los más
opulentos sevillanos.
   Su bisabuelo, el leal
maestresala y copero
de Don Pedro el justiciero,
fundó esta casa: y caudal
   les dejó en Tuy y Estremoz
don Pedro obispo de Tuy,
trasladado desde allí
a obispo de Badajoz.
   Quedaban del rey aquel,
a quien el pobre y pechero
llamaron el Justiciero
y el clero y nobleza el Cruel,
   la memoria y tradiciones
y los odios mal dormidos
de los nietos de los idos
con él en los corazones:
   lo mismo gente de espada
que gente de jubón pardo,
con la raza del bastardo
aún no bien acomodada.
   Muchos de aquel rey parciales,
vueltos al fin de un destierro
o salidos de un encierro
do fueron a él por leales,
   a sus hijos inculcaron
su odio por los enriqueños,
y entre grandes y pequeños
mucho estos odios duraron:
   y sábese cuánto auxilia
a fomentar en las razas
los odios y malas trazas
la tradición de familia.
   De ésta el tronco y primer rama
fue aquel don Jofre Tenorio
que con valor tan notorio
y digno de mejor fama
   se hizo por el agareno
en el mar de Gibraltar
desesperado matar
en tiempo de Alfonso onceno.
   El de Tuy y sus herederos,
nuestros Tenorios actuales,
a la tradición leales
de los Tenorios primeros,
   tachándoles de bajeza
se separaron bravíos
del partido de sus tíos,
que a doblegar la cabeza
   fueron ante los Guzmanes,
como apellidaban ellos
a los nacidos de aquellos
alfonsioncenos desmanes:
   y en lengua y ley castellana
los de Leonor de Guzmán
nunca otra cosa serán
que hijos de una barragana.
   Mis Tenorios, retraídos
en su abolengo solar,
no volvieron a tratar
con los a Castilla idos:
   rehusando hasta aquel día
sus servicios más pequeños
a los reyes enriqueños
manchados de bastardía.
   Para ellos los Trastamaras,
bastardos y usurpadores,
ni aun eran merecedores
de ver de frente sus caras:
   y, cual si en suelo extranjero
fuesen, tenían a gloria
el traer ejecutoria
del rey Don Pedro primero:
   y aun debajo de un dosel
en un salón principal
tenían el busto real
del traicionado en Montiel.
   Su casa solar gozaba
vacío en torno de un trecho,
y era un edificio hecho
a manera de alcazaba.
   Su historia era muy sencilla:
gran caserón a un convento
anejo, vínole a cuento
a Don Pedro de Castilla,
   y rey a quien nunca el clero
vio propicio ni indulgente,
no fue nunca deferente
tampoco el rey con el clero.
   Los frailes de San Francisco,
millonarios mendicantes,
por órdenes apremiantes
vendieron la casa al fisco:
   y Don Pedro el Justiciero,
al satisfacer su antojo,
probó que no era despojo,
sino venta, y dio el dinero:
   y en la escritura al echar
su firma, corrió su pluma
por debajo de la suma
sin leer, ver ni sumar:
   y el padre procurador
aprovechó el buen momento
del rey, para su convento
sacando suma mayor.
   Quedó, pues, todo legal,
del convento en pro la venta,
y el rey hizo por su cuenta
embellecer el local.
   De aquel caserón enorme
sin mudar nada en el plano,
le dio un aire soberano
con su nuevo ser conforme.
    Labró sus cuatro fachadas
cargándolas de blasones;
puertas festonó y balcones
con labores extremadas;
   niveló todos sus pisos;
hizo estucar sus retretes,
salones y gabinetes,
alicatando los frisos:
   ensambló y talló sus techos,
y cuando encontró a su gusto
de aquel caserón vetusto
los trabajos en él hechos,
   y en palacio convertido,
el rey Don Pedro primero
se lo donó a su copero
por lo que le había servido:
   por cuya cédula real,
con todos sus accesorios,
por solar de los Tenorios
quedó el edificio tal.
   Y aquel rey galanteador
y nocturno aventurero
solía a su buen copero
fiar sus lances de amor:
   y en su tiempo se decía
que por un paso secreto
de noche con tal objeto
allí Don Pedro venía.
   Después de él muerto, se dijo
que había en la casa duende:
que el vulgo en todo pretende
que haya asombro o escondrijo.
   ¡Pobre Don Pedro primero!
Desque a traición fue vencido,
siempre el vulgo mal creído
le ha traído al retortero.
   Los frailes, que el duende husmearon,
por lo que en el porvenir
pudiera un duende influir,
lo del duende propalaron;
   dando a entender a la gente
que casa que de un convento
se segrega es aposento
del diablo; y por consiguiente,
   mientras la casa no vuelva
de los frailes a poder,
del diablo no hay que creer
que a dejarla se resuelva.
   He aquí de lo que proceden
todas esas tradiciones
en que anda el diablo, en naciones
en que aún diablos andar pueden.
   «Doquier que el diablo entra en baile,
decía un sabio alemán,
frailes hay:» de ahí el refrán
de «el diablo se metió fraile.»
   La sola dificultad
que aquella donación tuvo
al hacerse, y en lo que hubo
por cierto fatalidad,
   fue que eran cofundadores
los Ulloas del convento,
y pleito hubieron intento
de armar a los compradores;
   mas dada opinión legal
por tribunal competente,
quedó probado y patente
que iban los Ulloas mal.
   Inde ira: de aquí empeños
hijos del odio a ojos vistas:
los Tenorios son pedristas,
los Ulloas enriqueños.
   Mas un siglo transcurrido
y con él cuatro reinados,
los odios, si no acabados,
casi estaban en olvido:
   si al fin no hiciera el demonio,
de todos con vilipendio,
que volviera aquel incendio
a avivar un matrimonio.
   El jefe de la familia,
don Gil, a quien fue preciso
por personal compromiso
ir contra Francia a Sicilia,
   tiene una mujer tan bella
como joven, que ha dejado
de los otros al cuidado,
pero sin poder sobre ella.
   Esta hermosísima dama,
que es la dama del balcón,
casó con una pasión
por otro hombre, según fama.
   Su padre don Luis Mejía,
¡mala fe indigna de loa!,
prometido se la había
y se la negó a un Ulloa.
   Don Gil Tenorio, que era hombre
de cuarenta años y viudo,
con un hijo ya talludo,
bravo y digno de su nombre:
   don Gil, que se había casado
sin amor, mas que había sido
un excelente marido
sólo por razón de estado,
   se puede bien suponer
que no tuvo pretensión
de inspirar una pasión
amorosa a una mujer:
   así que no se entretuvo
en andarse de rebozo
rondándola como un mozo;
pero la desgracia tuvo
   de apercibirse un buen día
de que a sus años cuarenta
tiene una pasión violenta
por la Beatriz Mejía.
   Alguien lo podrá ignorar
pero una pasión primera
a cuarenta años es fiera
muy difícil de domar:
   y era la Beatriz mujer
cuyo infernal incentivo
bien podía un volcán vivo
en cualquier alma encender.
   Don Gil creyó como un niño
que a aquella extraña Beatriz
podría fiel y feliz
hacer al fin su cariño:
   y ciego por su pasión,
no pudo o no quiso ver
lo que ocultar tal mujer
podía en su corazón;
   puesto que alma de infundir
capaz tan fieras pasiones,
está siempre en condiciones
de dar y de recibir.
   Oriundos de Portugal
en Sevilla, los de Ulloa
tenían aún en Lisboa
solar de mucho caudal,
   y unidos por intereses
y por cariño de hermanos,
ir suelen los sevillanos
y venir los portugueses.
   Su ausencia de la ciudad
don Luis Mejía en su pro
aprovechando, abusó
de su patria potestad.
   Mejía era un cordobés
de corazón insensible
y alma tenaz, asequible
nada más que a su interés:
   y el entrar en reflexiones
con padre tal fuera en vano,
pues dice, padre tirano,
«contra un padre no hay razones.»
   Beatriz, pues, o resignada
o con honda hipocresía,
al altar fue como iría
la mujer mejor casada,
   y el ojo más avizor
no halló el más mínimo indicio
que revelara artificio
ni pensamiento traidor.
   Nunca el más mínimo gesto
de disgusto ni impaciencia
mostró que algo en su existencia
le fuera arduo ni molesto.
   Tranquila siempre y risueña,
afable siempre y gentil,
cada día de don Gil
más amada fue y más dueña.
   De tres una hubo de ser:
o alma de grande energía
a cumplir se resolvía
como santa su deber;
   o fría, incapaz y extraña
de noble y voraz pasión,
sólo la hace el corazón
el oficio de una entraña;
   o monstruo de hipocresía,
aborto de ogro y sirena,
su pecho de hurí envenena
el corazón de una harpía.
   Pero tal vez presunción
de don César es sólo esta,
pues aún prueba manifiesta
no hay de tal suposición.
   Don Gil no la puso tasa
ni coto a nada, y sumisa
sin bajeza, sólo a misa
salió con él de su casa.
   Saraos no ansió ni festines,
y de bondad cierto indicio,
distracciones y ejercicio
buscó sólo en sus jardines.
   «Tu palacio es para mí
el mundo todo; y si quieres
darme fiestas y placeres,
procúramelos aquí,»
   dijo a don Gil una vez
que él la propuso salir
al mundo y en él vivir
con lujo y esplendidez;
   y cuando llegó el momento
de que él partiera a Sicilia
dijo: «Sólo a tu familia
recibiré en mi aposento.
   »Pero hazme, Gil, un favor:
que no tenga yo en tu ausencia
que soportar dependencia:
sólo tú eres mi señor.
   »Déjame con tus hermanos,
pero déjame sin tasa
la libertad en mi casa;
no se me tornen tiranos.»
   La demanda pareció
tan justa a don Gil, que dicho
dejó al partir que a capricho
suyo viviera, y vivió.
   Nadie coartó su antojo:
sólo don César se había
emperrado en la manía
de no quitar de ella el ojo.
   Pero aquí estuvo su mal:
porque a fuerza de mirarla
tuvo por fuerza que hallarla
de hermosura sin igual.
   Secretos del corazón,
que es de misterios un nido:
don César se halló cogido
en la red de su atracción.
   Aquella mujer sagaz,
comprendiendo que era el solo
que en ella husmeaba dolo
y que era astuto y tenaz,
   desplegó tal artificio
siempre en su trato con él,
le dio a gustar tanta miel,
que fue su arte maleficio.
   Don César con gran recato
e infinita precaución
obró: pero era el ratón
entre las uñas del gato.
   Aquella infernal mujer
de diabólico atractivo
le probó de su incentivo
el diabólico poder.
   Le mareó de tal manera
que hubo al fin de comprender
que entre él y aquella mujer
él el más fuerte no era.
   Don César era hombre fiero
y de su deber esclavo
y hombre de llevar a cabo
su deber de caballero:
   así es que a la sola idea
de la posibilidad
de sentir en realidad
pasión de adulterio rea,
   su honradez se rebelaba;
mas por su afán hecho espía
de tal mujer, no sabía
y si la odiaba o la adoraba.
   Producía en él su vista,
su trato y conversación
una infernal sensación
de odio y de embeleso mixta.
   Cual pájaro fascinado
por hálito de serpiente,
como náufrago arrastrado
por vorágine potente,
   don César no se podía
de aquel encanto apartar
y buscaba sin cesar
su riesgo en su compañía.
   ¡Siempre esperando tenaz
sorprender un leve indicio
de su condición falaz,
y siempre del artificio
   de aquella mujer sagaz
envuelto en el maleficio,
de arrastrarla a precipicio
cada vez más incapaz!
   Un día, estando con él
en su gabinete a solas,
él luchando entre las olas
de su incertidumbre cruel,
   cierto de su mal obrar,
deseando concluir
y del dédalo salir
en que se había ido a enredar,
   por impaciencia, despecho
o confianza arrastrado,
la habló del tiempo pasado:
¡nunca tal hubiera hecho!
   Ella, con una sonrisa
del desprecio más supremo,
retirándose a un extremo
del salón, llamó con prisa:
   y al presentarse azorados
dos pajes del aposento
al umbral, dijo: «Al momento
que vengan mis dos cuñados.»
   Quedó don César absorto:
mas aún esperó un instante
que le sacara triunfante
ella de ira en un aborto;
   mas conocíala mal,
porque a sus hermanos dijo,
teniendo su ojo en él fijo,
con el aire más glacial:
   «Llevaos a ese atrevido;
que no vuelva solo aquí,
y decidle ambos por mí
que Gil solo es mi marido.»
   Y sin más explicación
la espalda, altiva, tornándoles,
salió del cuarto dejándoles
en la mayor confusión.
   La piedra estaba tirada:
y piedra y palabra sueltas,
nadie sabe cuántas vueltas
dan ni dónde hacen parada;
   y fue un tiro tan feliz
como justo de calibre:
desde entonces se vio libre
de don César Beatriz.
   Y de tal delicadeza
siendo y riesgo tal asunto,
nadie de tocar tal punto
tuvo después la torpeza.
   Ellos, a don Gil su hermano
por no ofender sin motivo
evidente y positivo,
nunca la van a la mano.
   Ni hay en su conducta tacha:
pues, caprichosa tal vez,
muestra a veces candidez
y caprichos de muchacha.
   Libre, sola y asistida
por personal servidumbre,
llevó a su antojo y costumbre
aislada, excéntrica vida.
   Y por más que de ella se hable,
por mal que de ella se crea,
por más extraña que sea,
nada en tal vida hay culpable.
   En labores se la pasa
y jamás la calle pisa;
jamás sale de su casa
más que a San Francisco a misa.
   Y cuando va, va en litera
y de servidumbre tanta
seguida, que ni una infanta
mejor asistida fuera.
   Y en cuatro reclinatorios
cercanos al presbiterio
asiste al santo misterio
siempre con los tres Tenorios.
   Ni hace ni admite visitas:
en el piso medio mora
del palacio, cual señora
sin deseos y sin cuitas.
   Mas mujer en quien concurren
extremosas circunstancias,
los días que en sus estancias
sola pasa, no la aburren.
   Con sus doncellas trabaja
de extrema delicadeza
en labores; cada pieza
es una artística alhaja
   y hace de ellas cada día
don al convento contiguo
como han hecho en tiempo antiguo
damas de su jerarquía.
   Miniadora incomparable
en vitela y pergamino,
ilumina con gran tino
algún códice notable.
   Diestra en cantar y tañer,
de ruiseñor con garganta,
como el ruiseñor encanta
cuando canta por placer.
   En el trovar entendida,
de Santillana y de Mena
copia de errores ajena
posee, de ellos hecha en vida.
   Y sabiendo de memoria
a Viana y Jorge Manrique,
cuando hay quien se lo suplique
recita que es una gloria.
   Quien tales recursos tiene
en sí misma, se concibe
como en el retiro vive
y en su casa se entretiene.
   A más de que, no aceptando
dominio ni dictadura,
caprichosa se procura
festejos de cuando en cuando.
    No da saraos ni festines:
mas gusta de adivinanzas
y de suertes y de danzas
de zahorís y bailarines,
   y alivia la pesadumbre
del voluntario aislamiento
reuniendo en su aposento
su familia y servidumbre
   para oír de los juglares,
los zahorís y adivinos
las suertes, los desatinos,
las zambras y los cantares.
   A veces, de noche en horas,
para ella y sus tres hermanos
hace venir africanos
rabíes y almeas moras.
    Y aquí es donde ojo avizor
anda César como un gato
buscando contra el recato
el incidente menor,
   mas ella desde el estrado
la danza y fiesta presencia
con el decoro y decencia
de una dama de su estado.
   Nada hay, pues, de él que decir
ni nada en él que tachar,
sino que es muy singular
el tal modo de vivir.
   Y así viven sus cuñados
de don Gil con la mujer,
sin saberse a qué atener,
sin pruebas desconfiados.
   Tal es doña Beatriz:
y en verdad que se me antoja
que si no les trampantoja,
ella es cándida y feliz.
   Aunque el color de su tez,
sus ricas ceja y pestañas,
sus aficiones extrañas
por gente de tal jaez
   y la luz que alguna vez
fulguran sus negros ojos
al contrariar sus antojos,
desmienten su candidez.
   Ella en los veintiuno está:
sin ser viejo, su marido
de cuarenta pasa ya,
y hace un año que se ha ido..
Lo que haya... parecerá.

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