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José Zorrilla

"La leyenda de Don Juan Tenorio"

V

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Música: Mendelssohn - Lied ohne Worte Op.62 No.1 (Andante espressivo)
 
La leyenda de Don Juan Tenorio
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   Dama que habita un palacio
cuyo laboreado frontis
ostenta tantos heráldicos
lambrequinados blasones,
sin duda es bien conocida
de toda la gente noble
de Sevilla que los sitios
de la verbena recorre;
así que continuamente
de los que pasan recoge
saludos y besamanos
a los cuales corresponde.
Los dos graves personajes
de aquellos tres que componen
su compañía, aunque serios
y asaz erguidos, conformes
con los usos convenidos
entre gentes de buen porte,
devuelven también y aceptan
saludos, señas y adioses.
Mas el tercero, que casi
se oculta entre las informes
manchas de sombra que trazan
en el balcón los crestones
colgantes de sus profusos
arabescos, mudo, inmóvil,
detrás de la hermosa dama
permanece: y o le absorben
graves cuidados, o el alma
remordimientos le roen,
o se la ataraza alguna
de nuestras malas pasiones.
Como quier que sea, él fija
sus dos ojos avizores
en la gente de la plaza,
torvo, mudo, atento, inmoble,
como un escucha avanzado
que el campo vigila insomne,
como un citado que aguarda
alguien que con él se aboque,
como un tahúr que recela
que un lance se le malogre,
o como loba en acecho
que sus cachorros esconde
en una cueva y husmea
que andan osos por el monte.
   Y aquí hay algo que en tal punto
es digno de que se note,
y es que la gente saluda
y pasa, mas no hay quien ose
o tal vez quien ser merezca
recibido en los salones
de esta dama, o no hay con ella
quien tal intimidad goce,
pues nadie penetra en ellos;
siendo uso en tales funciones
que no haya casa en la plaza
sin cena y visitadores.
Cuál de este aislamiento sean
el misterio o las razones,
pues no lo dice aún la crónica,
fuerza será que se ignore.
   Ya era media noche: hundíase
la luna en el horizonte;
menguábanse ya en la plaza
la multitud y el desorden.

Las comparsas de villanos,
de ociosos y bebedores,
por las lonjas y los pórticos
iban ya a buscar en donde
sentarse y hacer corrillo
de parientes y amigotes,
para entre tragos y cántigas
devorar sus provisiones.
La plaza, pues, despejada
ya de la gente del bronce,
que es y fue siempre la gente
de sangre caliente y joven,
a poblarse comenzaba
de parejas de otro corte:
de damas de alto copete,
de hidalgos y de infanzones
de bien rizadas gorgueras
y de empinados bigotes,
y en fin, de gentes formales
que no gustan de apretones.
Veíanse por doquiera
destellar los resplandores
de facetados diamantes
y cincelados botones,
y ondear las plumas prendidas
en birretes multiformes
con hebillas ataujiadas
y afiligranados broches.
La gente, pues, de otra estofa
y la fiesta en mejor orden,
comenzó a ser la verbena
paseo y fiesta de corte;
y en vez de andar en la feria
los maravedís de cobre,
corrieron los alfonsíes
y las zahenas de a doce.
Salió, como se decía
sin picarse nadie entonces,
la tanda de los villanos
y entró la de los señores:
conque cenas y refrescos
servíanse a caro escote,
y en paz gastaban los ricos
y ahuchaban los vendedores.
   A punto tal, precedida
de flameantes hachones,
guiada por una música
aún semibárbara y pobre
cual la producía el arte
que aún estaba en andadores,
desembocando por uno
de sus corvos callejones,
entró en la plaza una ronda
enguirlandada de flores,
que la llenó de luz trémula
y de alegrísimos sones.
    La rondalla es de gitanas:
mas con capuchas y estoques
trae de mejor catadura
padrinos y valedores.
La rondalla es gitanesca:
mas se ve que gente noble
la saca y que a todo trance
ampararla se propone.
Bajo capuces y chías
de sarga y de camelote,
se ve el capucho de malla
y las jacerinas dobles:
y aunque estoques muy ligeros
traen de seda en cinturones,
son de gancho y guardamano,
de marca real y dos cortes.
   La música bulliciosa
de instrumentos se compone
que parece que imposible
es que puedan ir acordes.
Con el salterio y la cítara
que oyeron los Faraones,
con el laúd y la guzla
que usaron los trovadores,
y los guitarrillos árabes
que producen con bordones,
cuerdas y alambres armónicos
sonidos encantadores,
iban agrias chirimías,
cimbalillos vibradores,
estruendosas panderetas
y hasta un atabal de cobre.
Mas con tales elementos
al parecer tan discordes,
concierto era que exaltaba
de placer los corazones.
Bárbara fuera esta música
de hoy para los profesores,
mas todavía con ella
bailan pueblos españoles.
Sus aires, cantables todos
sobre una letra con mote
que la sirve de estribillo
en que a tiempo el coro rompe,
son escasos de compases;
pero sus modulaciones
y sus floreos riquísimos
dejan a los cantadores
y al instrumental hacerles
riquísimas variaciones,
que han creado populares
cantos arrebatadores.
   El baile de las ronderas
con tal música uniforme,
más de carácter que de arte,
de puntas o de talones,
se acompaña y se combina
de todo el cuerpo del hombre
o de la mujer que baila
con el gesto y las acciones:
y en sus bizarras posturas
hace que el talle se combe,
que las formas se destaquen,
que las cabezas se escorcen
y los brazos, como el cuello
del cisne y de los pavones,
ondulen según con gracia
se tienden o se recogen.
Mas estos quiebros y giros
incentivos, tentadores
y excéntricos, no son nunca
las forzadas contorsiones
del dislocado payaso,
de la almea lúbrica y torpe
ni la bayadera impúdica
que en escuela se corrompe.
La bailadora andaluza
(porque en su baile los hombres
no son más que las parejas
para que el baile se forme
y para que sus mudanzas
con figuras se confronten)
no es mujer a quien su baile
prostituya ni deshonre.
No es ejercicio que implica
compromisos ulteriores:
no es exhibición que anuncia
nada más que lo que expone.
Por muy pequeños que sean,
no dan sus pies resbalones;
y sus pies no dan pie a nadie
para que su mano tome.
La bailadora, por mucho
que en su baile se abandone,
no abre los brazos al mundo
para que en ellos se arroje.
La bailadora española
baila y no más: las naciones
que no tienen bailadoras,
sino bailarinas, oyen
esto y se quedan lo mismo
que un químico que conoce
los simples de una receta,
pero que ignora las dosis.
De la mujer dice Francia:
«la que se exhibe se expone.»
Cuestión de lengua, y la lengua
francesa es obscura y pobre.
Cuestión de naturaleza,
también de clima y de humores:
lo que uso en el Mediodía
es vicio infame en el Norte.
   Tal es la ronda o comparsa
que nuestra crónica pone
en esta noche en Sevilla
a vista de sus lectores.
Su comitiva, a la luz
de sus hachas y faroles,
al son de sus instrumentos
y de sus amparadores
a sombra, haciendo un alarde
por la plaza paseóse.
Brindaron a las muchachas
por doquier dulces y flores
las damas y los hidalgos:
y a vista de los estoques
de los encaperuzados,
cuyas chías y aire noble
les daban por caballeros,
paso las abrieron dóciles
sin atreverse a chulearlas
los bravos y los matones.
Dieron vuelta así a la plaza
los de la ronda: juntóseles
muchedumbre de curiosos
por ver sus danzas; dejóse
tomar aliento a los músicos
y algunos tragos de aloque;
y después de aquel descanso
y aquel paseo, sin que orden
diera nadie para ello,
músicos y bailadores
de aquella dama paráronse
debajo de los balcones.
Formó círculo la gente
y en su torno aglomeróse,
en el balcón produciendo
dos diversas sensaciones.
La dama, en su barandal
acodada, preparóse
a gozar del espectáculo
en todos sus pormenores.
Dos de sus tres compañeros
permanecieron inmóviles
e impasibles, cual si fuesen
dos cariátides de bronce.
Mas del tercero, el que estaba
tras la dama, las facciones
y miradas de sombrías
se tornaron en feroces.
Y mientras su faz tomaba
todos los malos colores
que dan al semblante humano
todas las malas pasiones,
plantáronse las parejas,
y el tropel de espectadores
se apiñó más, impaciente
de ver cómo el baile rompe.
   Rompió, como rompen siempre
nuestros bailes españoles,
con un quiebro de cinturas
y un vuelo de guarniciones.
   Las bailadoras son mozas
buenas entre las mejores:
la flor de las de Triana,
que las cría como soles.
Todas redondas de formas,
de medianas proporciones,
de cabeza chica, pelo
negro y rizo que recoge
una peineta de plata
que deja que libres floten
dos rizos que las mosquean
los ojuelos retozones.
Las dos manos traen provistas
de castañuelas de boje:
desnudo el brazo, y el cuello
libre en el rasgado escote;
de lentejuela cuajados
hombrilleras y jubones,
y de cascabeles de oro
ajorcas y ceñidores:
de modo que a cada paso
radia luz en cuerpo móvil,
y el tiempo marcar unísonos
a los cascabeles se oye.
   Cuando a una parada en firme
músicos y bailadores
el ruido y el movimiento
cortaron seco y de golpe,
rompió en un aplauso unánime
la turba de espectadores,
rasgando el crespón del viento
sus vivas y aclamaciones.

   Aprovechando el descanso
en que es costumbre que tomen
aliento las bailadoras,
músicos y cantadores,
mientras duraba el estruendo
del palmoteo y las voces,
uno de los enchiados
entre las mozas metióse:
y antes que se apercibiera
nadie de sus intenciones,
a la dama del balcón
arrojó un ramo de flores.
Tirósele con tal tino
que al medio del pecho enviósele,
de modo que ella, con sólo
cruzar las manos, asióle.
   Quién fuera el que osó arrojársele
no vio nadie; porque el hombre,
hecho el tiro, como sombra
entre la gente perdióse:
mas vieron muchos el ramo
por el aire, y asombróles
más que del galán la audacia
el ver que ella le recoge,
pues entre la hermosa dama
y el galán que la echa flores
hay un marido implacable
como entre Venus y Adonis

 

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