I
Una siesta, a la hora del recreo, el gran Michú me llamó aparte, a un ángulo del patio. Su aire grave me produjo cierta inquietud, porque el gran Michú era todo un valiente, dotado de enormes puños, a quien por nada del mundo hubiese querido tener por enemigo.
—Oye (me dijo, con su voz gruesa de campesino a medio cepillar); oye: ¿quieres ser de los nuestros?
Respondí en redondo que sí: me lisonjeaba tener alguna cosa de común con el gran Michú. Explicóme entonces que se trataba de un complot.
Deliciosa sensación, que no he vuelto nunca a experimentar, me produjeron sus confidencias.
Al fin entraba en las alegres aventuras de !a vida iba a tener un secreto que guardar, una batalla que reñir. Y, ciertamente, el secreto terror que sentía al comprometerme, entraba por buena parte en la alegría picante con que aceptaba mi nueva misión de cómplice.
Mientras el gran Michú hablaba, permanecía yo como en admiración delante de él. Me inició en el secreto con tono un tanto rudo, como a recluta cuya energía no inspira mucha confianza. Sin embargo, el aire de inquieta satisfacción, el éxtasis entusiasta con que le escuchaba, debieron hacerle formar mejor opinión de mí.
Como la campana diese el segundo toque, antes de separarnos para ocupar cada cual su puesto en las filas y volver a la sala de estudio, me dijo en voz baja:
—Convenido, ¿no es verdad? Serás de los nuestros .. No tengas miedo; sobre todo, no nos vendas.
—¡Oh, no, ya verás!... Te lo juro.
Me miró con sus ojos grises, cara a cara, con verdadera dignidad de hombre maduro, y añadió:
—En otro caso, ya lo sabes; no te pagaré, pero diré en todas partes que eres un traidor y nadie te volverá a hablar.
Recuerdo aún el efecto singular que me causó esta amenaza. Me dió un valor extraordinario.—«¡Bah! (me decía) Que hagan conmigo lo que quieran. ¡Al diablo si vendo a Michú.» Esperé con febril impaciencia la hora de la comida. El motín debía estallar en el refectorio.
II
El gran Michú era del Var. Su padre, campesino que poseía algunas fanegas de tierra, se había batido el 51, en la insurrección provocada por el golpe de Estado. Abandonado por muerto en la llanura deuchane, logró ocultarse. Cuando reapareció, le dejaron en paz.
Unicamente las autoridades del país, los notables, los grandes y pequeños rentistas, solo dijeron en adelante al nombrarle: «Ese tunante de Michú».
Aquel tunante, aquel hombre honrado sin instrucción, había enviado a su hijo al colegio de A***. Sin duda él lo quería sabio para el triunfo de la causa que él no había podido defender, él, con las armas en la mano. En el colegio conocíamos vagamente esta historia, y mirábamos a nuestro camarada como a un personaje muy temible.
El gran Michú era de mucha más edad que nosotros. Tenia diez y ocho años, aunque no había pasado del cuarto curso. Nadie, sin embargo, se atrevía a hacerle bromas. Era uno de esos espíritus rectos, que aprenden con dificultad, que nunca adivinan nada, pero que cuando llegan a saber una cosa, la saben a conciencia y para siempre. Fuerte como tallado en piedra, reinaba soberanamente en las horas de recreo. Por otra parte, estaba dotado de una dulzura extraordinaria. No le vi encolerizado más que una vez; quería estrangular a un inspector que nos decía que todos los republicanos eran ladrones y asesinos. Fue preciso echar de la clase al gran Michú.
Más tarde, cuando mi antiguo camarada so me ha aparecido en mis recuerdos, he podido comprender su sencillez y fortaleza. Muy niño aún, su padre había hecho de él todo un hombre.
III
El gran Michú se divertía en el colegio, lo que no dejaba de asombrarnos No obstante, experimentaba un suplicio, del que no se atrevía a hablar: ¡el hambre!— El gran Michú tenía siempre hambre.
No es fácil formarse idea de semejante apetito. El gran Michú, que era muy orgulloso, representaba a veces comedias humillantes para escamotearnos un pedazo de pan, el desayuno o la merienda. Criado al aire libre, al pie de la cadena de montañas de los Maures, padecía más cruelmente que nosotros con la mezquina comida del colegio.
Era éste uno de los principales asuntos de nuestras conversaciones, en el patio, a lo largo de las paredes, que nos protegían con su sombra. Los más éramos muy delicados. Recuerdo especialmente cierto plato de bacalao con salsa roja, y otro de judías con caldo blanco, que se habían convertido en objeto de unánimes maldiciones.
Los dias en que se servían estos platos no cesábamos de quejarnos. El gran Michú, por compañerismo, gritaba con nosotros, auque se hubiera tragado de buena gana las seis raciones de su mesa.
El gran Michú sólo se quejaba de la cantidad.
La casualidad, como para exasperarle, le había puesto al extremo de la mesa, junto a un jeven inspector que nos dejaba fumar en paseo. La regla era que los inspectores tuviesen dos raciones; así, cuando había salchichas, era de ver al gran Michú siguiendo con los ojos los dos pedazos que se extendían de un lado a otro en el plato del inspector.
—Soy dos veces mas robusto que él (me dijo un dia), y se le da doble ración que a mí. ¡Y no deja nada! ¡Tal vez no tiene bastante!
IV
Ahora bien: los más atrevidos resolvieron que nos debíamos de sublevar contra el bacalao con caldo rojo y las judías con salsa blanca.
Naturalmente los conspiradores ofrecieron la dirección del complot al gran Michú. El plan era de una sencillez heróica. Creíase que bastaría con que cada cual declarase en huelga a su apetito y se negara a probar bocado hasta que el provisor declarase solemnemente que se mejoraría la comida. El gran Miehú aprobó el plan, y he aquí uno de los más hermosos rasgos de abnegación y valor que he conocido en mi vida.
Aceptó la jefactura del movimiento con el tranquilo heroismo de los antiguos romanos que se sacrificaban por el bien público.
No cabe duda; él se cuidaba muy poco de que desapareciesen el bacalao y las judías: él sólo pensaba en una cosa: en tenerlos a discreción. ¡Y para colmo de males, se le decía que ayunara! Mas tarde me ha confesado que la solidaridad, el sacrificio en aras de los otros, virtud republicana que su padre le había enseñado, nunca se vió sometida a prueba mas dura.
Por la noche en el refectorio, — tocaba aquel día bacalao con caldo rojo,—comenzó la huelga con unanimidad verdaderamente admirable; sólo se consentía el pan. Llegan los platos: nadie los mira; se come pan seco. Y esto gravemente, sin conversar en voz baja según teníamos por costumbre. Los más pequeños eran los únicos que se reían.
El gran Michú estuvo soberbio. Aquel día, ni aun pan comió. Puestos ambos codos sobre la mesa, miraba con desden al inspector, que devoraba su parte.
Sin embargo, el inspector dió aviso al provisor, que entró en el refectorio como una tromba. Nos apostrofó rudamente, preguntándonos qué era lo que teníamos que decir de aquel plato, que probó y declaró exquisito.
Entonces, levantándose el gran Michú:
—Señor (dijo): ol bacalao está podrido. No podremos digerirlo.
—¡Ah! ¡Magnífico! (gritó el inspector, sin dar tiempo de contestar al provisor). Las demás noches se ha comido Ud. casi toda la fuente.
El gran Michú se ruborizó hasta lo blanco de los ojos.
Aquel día se contentaron con mandarnos sencillamente a la cama, diciendo que ya lo pensaríamos mejor.
V
Al día siguiente, y al otro, el gran Michú estuvo terrible. Las palabras del inspector le habían herido en medio del corazón. Nos animaba, nos decía que seríamos unos cobardes si cedíamos. Ahora fundaba todo su orgullo en demostrarnos que. cuando quería, podía pasar sin comer.
Fue un verdadero mártir. Los demás ocultábamos en nuestro pupitre pastillas de chocolate, tarros de dulce, hasta chacina, así nos ahorrábamos el tener que comer tan sólo el pan seco, de que llenábamos los bolsillos. Él, Michú, que carecía de parientes en la población, y a quien, por otra parte, no gustaban tales confituras, se mantuvo exclusivamente con las cortezas que podía encontrar.
Al fin, el provisor declaró que en vista de la obstinación de los alumnos, que se negaban a comer, iba a suprimir el pan. El motín estalló entonces en el almuerzo. Tocaban judías con caldo blanco.
El gran Michú, cuya cabeza debía estar perturbada por el efecto de un hambre atroz, se irguió bruscamente. Cogió el plato del Inspector, que comía a dos carrillos para burlarse de nosotros y darnos envidia, y lo tiró en medio de la sala: después entonó la Marsellesa con vigorosa voz.
Fue como un gran soplo que a todos nos puso en pie. Los platos, los vasos las botellas bailaron una bonita danza. Y los inspectores, saltando por encima de los cacharros rotos, se apresuraron a cedernos el campo. El inspector enemigo de Michú recibió en su huida un plato de judías sobre la espalda, cuya salsa dejó en ella una gran mancha blanca.
Sin embargo, se trataba de fortificar la plaza. Nombróse general al gran Michú, que hizo amontonar todas las mesas junto a las puertas. Recuerdo que cada cual tenía en la mano su cuchillo. Y la Marsellesa no cesaba.
El motín se convertía en revolución. Por fortuna nos abandonaron a nosotros mismos durante tres largas horas. Parece que se había ido a avisar a la guardia. Estas tres horas de locura bastaron para calmarnos.
Había en el fondo del refectorio dos anchas ventanas que daban al patio. Los más tímidos, asustados de la larga impunidad en que se nos dejaba, abrieron una de ellas y desaparecieron. No faltó quién los siguiera. Al poco rato, el gran Michú sólo tenía una docena de insurrectos a su lado. Entonces dijo con voz ruda:
—Id a reuniros con los otros: basta que haya un culpable.
En seguida, dirigiéndose a mí, que vacilaba, añadió:
—¡Te devuelvo tu palabra! ¿Lo entiendes?
Cuando la guardia derribó una de las puertas, encontró al gran Michú completamente solo, sentado tranquilamente al extremo de las mesas. Aquella misma tarde fue enviado a su casa. En cuanto a los demás, nos aprovechamos poco del motín. Durante algunas semanas se evitó servirnos bacalao y judías. Después reaparecieron, aunque el bacalao aderezado con salsa blanca y las judias con caldo rojo.
VI
Al cabo de muchos años volví a encontrar al gran Michú. No había podido continuar sus estudios, y cultivaba las fanegas de tierra que su padre le dejara al morir.
—Habría hecho (me dijo) un mal abogado o un mal médico, porque soy muy duro de mollera. Más vale que sea un campesino. Tal es mi suerte... Sin embargo, me jugasteis una buena pasada. ¡Y a mí, que me gustaban a rabiar el bacalao y las judías!
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