I
Nació la hermosa niña de cabellos rojos en una
mañana de Diciembre, cuando la nieve caía lenta y
virginal. Hubo en el aire señales ciertas que anunciaron
la misión de amor que venía a cumplir: brilló el
sol, irisando la blanca nieve; aspiróse en el ambiente
el aroma de las lilas, y resonó el canto de los pájaros
como en plena primavera.
Vió el día en el fondo de un chiribitil, por humildad
sin dada, para mostrar que sólo deseaba las riquezas
del corazón. Tuvo por familia a la humanidad
entera: sus brazos eran bastante largos para estrechar
al mundo.
Llegada la edad del amor, abandonó la sombra
donde se recogía, y echó a andar por los caminos,
buscando hambrientos, a quienes dejaba ahitos con
sus miradas.
Era una niña alta y fuerte, de ojos negros, de boca
bermeja. Su carne de una palidez mate y cubierta de
ligero vello, semejaba blanco terciopelo. Al andar,
balanceaba su cuerpo con blando ritmo.
Cuando dejó la paja en que naciera, comprendió
que debía vestirse de blondas y seda. Tenía como
único patrimonio sus dientes blancos y sus mejillas
de color de rosa.
Pronto encontró collares de perlas, blancos como
sus dientes, basquiñas de color de rosa como sus mejillas.
Ya equipada, ¡qué gozo era el encontrarla en las
sendas, en las claras mañanas del mes de Mayo! Su
corazón y sus labios estaban abiertos a todos los transeúntes.
Si veía a algún mendigo a la orilla del camino,
le interrogaba con una sonrisa. Si se quejaba
de los ardores de las fiebres ásperas del corazón, su
boca le daba una limosna, y en el acto aliviaba la
miseria del mendigó.
Así es que la conocían todos los pobres de la parroquia,
y se apiñaban a su puerta, esperando el reparto.
Ella bajaba mañana y tarde, como una Hermana
de la Caridad, distribuyendo sus tesoros de ternura,
dando a cada uno su ración.
Era buena y tierna como el pan blanco. Los pobres
de la parroquia la bautizaron con el sobrenombre de
CAPITA AZUL DEL AMOR.
II
Por aquél entonces asoló la comarca una epidemia
espantosa. Todos los jóvenes, fueron atacados, y muchos
de ellos murieron.
Los informes del mal eran terribles. El corazón cesaba
de latir, la cabeza se despoblaba de ideas; el moribundo se enbrutecía. Los jóvenes semejantes a ridículos
maniquíes, se paseaban, con el sarcasmo en los
labios, comprando corazones en las ferias como los
niños compran caramelos. Cuando el azote hería a
algún buen mozo, traducíase en negra tristeza, en
mortal desesperación. Los artistas lloraban de impotencia
delante de sus obras; los amantes, no pudiendo
saciar sus ansias, se tiraban de cabeza al río.
No hay para qué decir que la hermosa niña tuvo
ocasión de distinguirse en circunstancias tan graves.
Estableció ambulancias; volaba al lado de los enfermos,
se multiplicaba, cerraba las heridas con sus labios,
daba gracias al cielo por la buena ocasión que
le había deparado
Fue una verdadera Providencia para los pobres.
Salvó a muchos. Si de algunos no pudo sanar el corazón,
fue porque ya no lo tenían. Su tratamiento era
sencillo. Acariciaba a los enfermos con sus manos
milagrosas; les hacía entrar en calor con su tibio aliento.
Nunca pedía recompensa. Se arruinaba sin pena;
su caridad era inagotable. Así, los avaros de la época
meneaban la cabeza al ver que la joven pródiga derrochaba
de aquel modo los tesoros de sus gracias. Se
decían unos a otros:
—Morirá en un rincón: da la sangre de sus venas
ein pesar nunca las gotas.
III
Un día, en efecto, al registrar su corazón, lo encontró
vacío. Se estremeció de terror; no le quedaban
más que algunos céntimos de ternura. Y la epidemia
seguía azotando.
La niña se indignó. No pensaba en la inmensa fortuna
que había disipado locamente: el punzante aguijón
de su caridad era cada vez más vivo, aumentando
el horror de su miseria. ¡Era tan dulce ir en
busca de los mendigos en las claras mañanas de sol!
¡Era tan dulce amar y ser amada! Y ahora debía
ocultarse en la sombra, esperando a su vez la limosna,
que acaso nadie le daría.
Por un instante pensó cuerdamente en guardar como
una reliquia los pocos céntimos que le quedaban, e irlos gastando con gran prudencia. Pero le entró tal
frío en su aislamiento, que se lanzó al campo para
calentarse al sol. En el camino, en la primera encrucijada,
encontró a un joven, cuyo corazón se moria
de inanición. Ante semejante espectáculo, despertóse
su ardiente caridad. No podía negar su miseria.
Y, radiante de bondad, más llena de abnegación qne
nunca, puso el resto de su corazón en sus labios, se
inclinó dulcemente, dió un beso al joven, y le dijo:
—Ten: he aquí mi última moneda, Devuélvemela.
IV
El joven se la devolvió.
Aquella misma tarde envió a sus pobres una carta
de despedida, manifestándoles que se veía obligada
a suspender sus limosnas. Le quedaba a la querida
niña precisamente lo necesario para vivir en honrada
medianía con el último hambriento a quien había socorrido.
La leyenda del CAPITA AZUL DEL AMOR, carece de
moral.
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