I
La Marquesa duerme en su magnífico lecho, bajo las anchas cortinas de seda amarilla. A las doce, al timbre claro del reloj, se decide a abrir los ojos.
¡Qué tibia y agradable atmósfera! Los tapices, las colgaduras de las puertas y ventanas, convierten la habitación en un nido delicioso. Calor, perfumes por todas partes. Reina allí la eterna primavera.
No bien despierta, la Marquesa parece presa de viva ansiedad. Se incorpora; llama a Julia.
—¿Llama la señora?
—Dime ¿hiela?
—¡Oh, excelente Marquesa! ¡Con qué voz tan con movida ha hecho esta pregunta! Su primer pensamiento ha sido para ese frio terrible, para ese viento norte de que ella está libre, pero que debe soplar cruelmente en los tugurios de los pobres.
Y pregunta si el cielo se ha apiadado, si puede gozar del calor sin remordimiento, sin pensar en los que tiritan.
—¿Hiela?
La doncella le ofrece el peinador que la Marquesa se pone al levantarse y que acaba de calentar a un buen fuego.
—¡Oh! Sí, señora; hiela más que nunca. Acaba de encontrarse a un hombre muerto de frío en un ómnibus.
La Marquesa siente una alegría infantil, se restriega las manos, y exclama:
—¡ Ah, tanto mejor! Iré a patinar esta tarde.
II
Julia, descorre las cortinas poco a poco, no sea que una brusca claridad hiera los delicados ojos de la encantadora Marquesa.
El reflejo azulado do la nieve penetra alegremente en la habitación. El cielo está gris, pero es un gris tan bonito, que recuerda a la Marquesa una túnica de seda, gris perla, que llevaba la víspera en el baile del ministerio. La túnica estaba adornada con blondas blancas, parecidas a los hilos de nieve que ve en los tejados, destacándose sobre la palidez del cielo. Aquella noche había estado deslumbradora con sus nuevos diamantes. Se acostó a las cinco; así es que tenía la cabeza algo pesada. Sin embargo, se sienta delante de un soberbio espejo, y Julia desata la blonda madeja de sus cabellos. La Marquesa se suelta el peinador, y sus hombros quedan al aire hasta la mitad de la espalda.
Toda una generación ha envejecido contemplando los hombros de la Marquesa. Desde que, gracias a un poder vigoroso, las damas de natural alegre pueden escotarse y bailar en las Tullerías. La Marquesa ha paseado sus hombros por entre el bullicio de los salones oficiales con tal asiduidad, que puede considerárselos como el programa viviente de los encantos del segundo Imperio.
Ha tenido que seguir la moda, escotando sus túnicas, ya hasta la caída de los riñones, ya hasta el nacimiento de la garganta; de este modo ha ido entregando, línea a línea, todos los tesoros de su busto. No hay parte del tamaño de un piñón en sus hombros que no sea conocida de las piedras de la calle. Los hombros de la Marquesa, siempre al descubierto, son el blasón voluptuoso de la nueva monarquía.
III
Ciertamente, no es preciso describir los hombros de la Marquesa. Son populares como el Puente Nuevo. Han figurado por espacio de diez y ocho años en todos los espectáculos públicos. Basta percibir, en un salón, en el teatro o en cualquier otro lado, la menor parte de ellos, para exclamar:—«¡Calla! La Marquesa- Conozco el lunar negro de su hombro izquierdo.»
Ciertamente, no es preciso describir los hombros de la Marquesa. Son populares como el Puente Nuevo. Han figurado por espacio de diez y ocho años en todos los espectáculos públicos. Basta percibir, en un salón, en el teatro o en cualquier otro lado, la menor parte de ellos, para exclamar:—«¡Calla! La Marquesa Conozco el lunar negro de su hombro izquierdo.»
Por otra parte, son hombros muy hermosos, blancos, redondos, provocativos. Las miradas de todo un orden de cosas han pasado sobre ellos, dándoles más tersura, como esas losas que las pisadas de la multitud pulimentan a la larga.
Si fuese el marido o el amante de la Marquesa, preferiría besar el botón de cristal del gabinete de un ministro, desgastado por las manos de los pretendientes, a rozar coa los labios esos hombros, sobre los cuales se ha deslizado el soplo ardiente de todo el París galante
Cuando se piensa en los mil deseos que han palpitado en torno suyo, se pregunta uno la clase de arcilla con que la naturaleza ha debido fabricarlos, para que no aparezcan roídos y desmoronados como los contornos, comidos por los vientos, de esas estatuas desnudas, expuestas al aire libre en los jardines.
La Marquesa ha puesto su pudor en otra parte. Ha convertido sus hombros en una institución. ¡Y cómo ha combatido por el gobierno! ¡Siempre en la brecha, multiplicándose para estar en todas partes, en las Tullerías, en los ministerios, en las embajadas, en casa de los simples millonarios, arrastrando a los indecisos con hábiles sonrisas, ostentando el trono de sus senos de alabastro, mostrando en los días de peligro pequeños rinconcillos, ocultos y deliciosos, más persuasivos que los argumentos de los oradores, más convincentes que las espadas de los soldados. y amenazado, para conquistar un voto, con recortar sus almillas hasta que los jefes más feroces de la oposición se declararan vencidos!
Los hombros de la Marquesa han salido siempre ilesos y triunfantes. Han sostenido un mundo, sin que la menor arruga empañe su blanco mármol.
IV
Aquella tarde, la Marquesa, al salir de las manos de Julia, se va a patinar. Patina adorablemente.
Hace en el Bosque un frió espantoso; la brisa pica la nariz y los labios de las nobles damas como si el viento les soplase arena fina en el rostro. La Marquesa se ríe. Le entretiene sentir frío.
De vez en cuando, se calienta los pies en los braseros encendidos que hay en las orillas del pequeño lago. Luego vuelve a entrar en la atmósfera helada, deslizándose como una golondrina que rasa el suelo. iAh! ¡Magnífica partida! ¡Y qué dichosa es la Marquesa con que el deshielo no haya comenzado! Podrá patinar toda la semana.
Al volver a su casa, la Marquesa ve en los Campos Elíseos a una pobre que tirita al pie de un árbol, medio muerta de frió.
—¡Qué desgraciada!—murmura con voz sentida.
Y como el coche va a escape, no pudiendo encontrar su portamonedas, le tira su ramillete, un ramillete de lilas blancas, que vale por lo menos cinco luises.
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