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Émile Zola

"Las fresas"

Biografía de Émile Zola en Wikipedia

 
 
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Música: Beethoven Moonlight Sonata, I. Adagio sustenuto
 
Las fresas
 

I

Una mañana de junio, al abrir la ventana, recibí en el rostro un soplo de aire fresco. Durante la noche había habido una fuerte tormenta. El cielo parecía como nuevo, de un azul tierno, lavado por el chaparrón hasta en sus más pequeños rincones. Los tejados, los árboles cuyas altas ramas percibía por entre las chimeneas, estaban aún empapados de lluvia, y aquel trozo de horizonte sonreía bajo un sol pálido. De los jardines cercanos subía un agradable olor a tierra mojada.

-Vamos, Ninette, -grité alegremente- ponte el sombrero… Nos vamos al campo.

Aplaudió. Terminó de arreglarse en diez minutos, lo que es muy meritorio tratándose de una coqueta de veinte años. A las nueve, nos encontrábamos en los bosques de Verrières.

II

¡Qué bosques tan discretos, y cuántos amantes han paseado por ellos sus amores! Durante la semana, los setos están desiertos, se puede caminar uno junto al otro, con los brazos en la cintura y los labios buscándose, sin temor de ser vistos más que por los pajarillos que saltan en las zarzas. Las avenidas se prolongan, altas y anchas, a través de las grandes arboledas; el suelo está cubierto de un tapiz de finísima hierba, sobre el cual, el sol, penetrando por entre las hojas, derrama lentejuelas de oro. Y hay caminos hondos, senderos estrechos donde es menester apretarse el uno contra el otro para pasar. Y hay también espesuras impenetrables donde pueden perderse si los besos cantan demasiado alto.

Ninon se soltaba de mi brazo, corría como un perro pequeño, feliz de sentir la hierba rozándole los tobillos. Luego volvía y se colgaba de mi hombro, cansada, afectuosa. El bosque se extendía, mar sin fin de olas de verdor. El silencio trémulo, la sombra animada que caía de los grandes árboles se nos subía a la cabeza, nos embriagaba con toda la savia ardiente de la primavera. En el misterio del seto uno vuelve a ser niño.

-¡Oh! ¡fresas, fresas! -gritó Ninon saltando una cuneta como una cabra escapada, y registrando la maleza.

III

Fresas desgraciadamente, no, sino fresales, toda una sábana de fresales que se extendía por debajo de los espinos.

Ninon ya no pensaba en los animales a los que les tenía auténtico pánico. Paseaba osadamente las manos por entre las hierbas, levantando cada hoja, desesperada por no encontrar ni el menor fruto.

-Se nos han adelantado -dijo con una mueca de enojo-. ¡Oh! busquemos bien, aún debe haber alguna.

Y nos pusimos a buscar concienzudamente. Con el cuerpo doblado, el cuello tendido, los ojos fijos en el suelo, avanzábamos a pequeños pasos prudentes, sin arriesgar una palabra por miedo a que las fresas se echaran a volar. Habíamos olvidado el bosque, el silencio y la sombra, las amplias avenidas y los estrechos senderos. Las fresas, sólo las fresas. A cada manchón que encontrábamos, nos bajábamos, y nuestras manos agitadas se tocaban por debajo de las hierbas.

Recorrimos así más de una legua, curvados, errando a izquierda y derecha. Pero no encontrábamos ni la más mínima fresa. Freseras magníficas sí, con hermosas hojas de un verde oscuro. Yo veía a Ninon morderse los labios y como sus ojos se humedecían.

IV

Habíamos llegado frente a un ancho talud sobre el que el sol caía de lleno, con pesados calores. Ninon se acercó al talud, decidida a no buscar más. De repente, lanzó un grito intenso. Acudí asustado creyendo que se había herido. La encontré agachada; la emoción la había sentado en el suelo, y me mostraba con el dedo una fresa pequeña, del tamaño de un guisante y madura sólo por un lado.

-Cógela tú -me dijo con voz baja y acariciadora.

Me senté junto a ella en la parte baja del talud.

-No, tú la has encontrado, eres tú quien debe cogerla -respondí.

-No, dame ese gusto, cógela.

Me negué tanto y tan bien que Ninon se decidió por fin a cortar el tallo con su uña. Pero fue otra historia cuando se trató de saber quién de los dos se comería aquella pobre pequeña fresa que nos había costado una hora larga de búsqueda. A toda costa Ninon quería metérmela en la boca. Resistí firmemente, luego tuve que condescender y se decidió que la fresa sería partida en dos.

Ella la puso entre sus labios diciéndome con una sonrisa:

-Vamos, coge tu parte.

Cogí mi parte. No sé si la fresa fue compartida fraternalmente. Ni siquiera sé si saboreé la fresa, tan buena me supo la miel del beso de Ninon.

V

El talud estaba cubierto de freseras, de freseras como es debido. La recolección fue abundante y feliz. Habíamos puesto en el suelo un pañuelo blanco, jurándonos solemnemente que depositaríamos allí nuestro botín, sin comernos ninguna. En varias ocasiones, no obstante, me pareció ver que Ninon se llevaba la mano a la boca.

Cuando terminamos la recolección, decidimos que era el momento de buscar un rincón a la sombra para desayunar a gusto. El pañuelo fue religiosamente colocado a nuestro lado.

¡Dios bendito! ¡Qué bien se estaba allí sobre el musgo, en la voluptuosidad de aquel frescor verde! Ninon me miraba con ojos húmedos. El sol había puesto suaves rojeces en su cuello. Cuando vio toda mi ternura en mi mirada, se acercó a mí tendiéndome las dos manos, en un gesto de adorable abandono.

El sol, luciendo sobre los altos ramajes, arrojaba lentejuelas de oro a nuestros pies, en la hierba fina. Hasta las urracas se callaban y no miraban. Cuando buscamos las fresas para comérnoslas, comprobamos con estupor que estábamos sentados sobre el pañuelo.

 

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