Atendite et videte,
si est dolor sicut dolor meus!
¡Que no tenga yo un elíxir
para volverte la vida,
para dar brillo a tus ojos
y a tu labio una sonrisa!
¡Que no pueda con mis besos
calentar tus manos frías,
y hacer brotar con mi llanto
las rosas de tus mejillas!
¿Que te hable y no me respondas!
¡Que no sientas mis caricias...
cuando no ha mucho que al verme
gozosa te estremecías!
¿Es posible que hayas muerto?
¿Estás acaso dormida?...
Muerta estás!... que si durmieras
en sueños me escucharías!
Muerta estás... y aquella falta
en verdad que no era digna
de esta expiación horrorosa,
de esta pena inmerecida!
Por culpable que hayas sido
derecho a existir tenías,
porque yo sé que eres buena
y además eras tan niña!
Pudo la ley revocarse
si un alma el cielo quería,
y la segur destructora
herir mi cerviz altiva,
pues castigar tus errores
es igual, amada mía,
a hollar la violeta humilde
porque un suave olor prodiga.
Yo al fin no aguardo por cierto
riquezas, glorias, ni dichas,
y donde está mi esperanza
mejor mi cuerpo estaría.
Pero tú, tú que expirando
suplicabas compasiva,
que el fruto de tus amores
permaneciera a tu vista;
tú, mi bien, que suspirabas
por un poco más de vida,
y con miedo de la tumba
en mi seno te escondías;
¡Ah! tú no debiste entonces
en convulsión repentina,
extenderte sobre el lecho,
quedarte pálida y fría!
Nueva-York, 1854 |