I
—¡Me han robado! Me han robado toda mi fortuna, más de diez millones… ¡Socorro!
A estos gritos acudieron todos los estudiantes y la dueña de la casa de huéspedes en que estos se hallaban y penetraron en la habitación de la cual habían partido las exclamaciones.
Testavana, un hombre alto, delgado, pálido, enjuto de rostro, nervioso y bullanguero, se hallaba paseando con gran agitación por el reducido y pobre gabinete. Miraba con ojos espantados y llenos de recelosa inquietud.
—¡Diez millones!...¡Mis diez millones! —gritaba.
—¿Qué le ocurre, D. Celedonio? —preguntó la patrona.
—Ya lo he dicho; ¡me han robado diez millones!
—¿Diez millones?
—Diez millones, ¿de qué? —replicó un estudiante.
—Diez millones de duros. ¡Un tesoro!
—¡Ja, ja, ja! ¿Qué broma?
—¿Cómo broma? Es cierto, desgraciadamente cierto —exclamó en el extremo de su exaltación Testavana.
—¡Pobrecito! —murmuró un estudiante de medicina—, acaba de salvar la línea sutil que separa el estado de razón del de insensatez; ha pasado de la zona templada de la cordura a la zona tórrida de la locura.
En efecto, el pobre Testavana, que vivía con suma estrechez, y pasando diariamente mil aflicciones, era, sin duda alguna, víctima de un terrible delirio vesánico.
—¿Y dónde tenía Vd. esos diez millones? —le preguntaron.
—Yo lo sabía… —contestó.
—¿Cuándo ha notado Vd. el robo?…
—Hace tiempo; pero ahora, ahora mismo, acabo de convencerme de tan espantosa verdad.
—¿No sospecha Vd. quiénes puedan ser los ladrones?
—Sí —replicó el enfermo—; muchos, muchos de baja estofa y algunos poderosos y encumbrados; estos harán que el Congreso, el gobierno y las naciones extranjeras me declaren reo de lesa majestad y me encierren en una prisión… pero puede que mi defensa esté, amigos míos, en que se reúna la junta de aduanas, presidida por el Papa, y me declare inocente y persiga a mis fieros, a mis astutos, a mis terribles enemigos.
No hubo compasión; estalló estrepitoso coro de carcajadas entre aquella gentecilla.
—¡Está loco, loco de remate! —atreviose a decir en alta voz uno de los estudiantes—. Avisemos a la Casa de Socorro.
—Padece sin duda una manía persecutoria, complicada tal vez con un delirio de grandezas —añadió otro de los estudiantes.
Entonces el enfermo a su vez se echó a reír, y deteniéndose en medio de la habitación, dijo:
—¿Con que estoy loco?… Es la moda… Ahora se ha entablado un proceso contra la imaginación; es la sospechosa, la criminal, la enemiga declarada y temible de la especie humana… ¿Contaréis los lobanillos de mis antepasados? Tuve una abuela muy aficionada a los naipes… Un primo empinaba el codo de lo lindo… ¡Ved qué datos! Fantasea, vive de esperanzas, gusta de la independencia y de la libertad aura, se entusiasma, ¿qué más queremos? Es un loco, un loco, un verdadero loco, lo afirman los doctores zanguangos… Resulta de la conspiración formada por los tontos y los egoístas… Soy loco.
—Bueno, cálmese, amigo Testavana —dijo cariñosamente uno de los jóvenes.
—¿Qué es eso de calmarme? ¿Que no piense, que no hable, que no sienta? Esto es lo que se desea… Un muerto ha sido siempre persona de juicio. Un cementerio es, sin duda, el lugar de clausura a que conducen los vivos, es decir, los locos, a los razonables… ¡Me han robado! Creo que me han robado las gentes… no puedo afirmarlo… ¿Queréis que os lo demuestre? Prestadme atención.
II
—Decidme, ante todo —añadió Testavana—, si un reloj se descompone, ¿consistirá en la calidad de su máquina o en el uso que de él hayan hecho las gentes? Figuraos que el reloj ha ido de mano en mano, de la cuidadosa a la desmañada, y así por mucho tiempo, ¿de qué habrían servido su buena construcción y su preciosa mecánica? Acá está mi reloj, mi mejor amigo… Hace años que lo poseo. Lo llevo siempre amarrado como se amarra a los esclavos a una cadena, en el bolsillo del chaleco. Siento su tictac, rápido como el latido del corazón de un pajarito. En su carátula hallo la respuesta a mis preguntas respecto de la hora en que vivo. Yo le pregunto con una mirada, y él me responde con sus silenciosas saetillas apuntando la cifra. Siempre lo cuidé con esmero, siempre le di a tiempo la cuerda; jamás se ha descompuesto ni me ha engañado.
»¡Ah! Pues decidme si estoy loco porque mi máquina es mala, o porque me han llevado y traído de aquí para allá las gentes a su placer o capricho.
»Hace veinte años era mozo. Tenía religión, costumbres casi del todo sistemáticas, afición al estudio, idea formada acerca de que todo progreso se realiza por sucesivas, dulces y lentas gradaciones en virtud de la ley reguladora de la actividad y que determina el carácter del verdadero trabajo, esto es, la proporción del esfuerzo al tiempo… pero empezaron las cosas a cambiar bruscamente de aspecto… los tenderos se convirtieron en centuriones de la milicia nacional, los oradores hablaban por todas partes, los vulgarísimos, rutinarios e intolerables maestrillos (esos maestros que no han sabido educar una generación que los pague) escribían folletos inflamables…
»Todo se veía, ciencia, religión, […]mía, costumbres y creencias […] a vista de pájaro… do quiera fueseis hallabais una mano que agarrándoos del brazo os conducía a los tumultos… se os facilitaban con presteza «una vaga instrucción, a modo de merienda para el viaje», dábanse por entregas «a real y medio» las ciencias, se imponía a todo el mundo el deber de tener ideas decisivas sobre lo más complicado y difícil… ¿y los estímulos y los aplausos, y la fácil y ruidosa notoriedad que entonces se lograba y que era una peligrosa tentación?
»Había un Olimpo de genios, soles tras de los que todos íbamos… Profesores, que así como nosotros despreciábamos el estudio por la política, ellos abandonaban la enseñanza por el gobierno… ¡Cuánto me robaron, cuánto nos robaron… estos ilusos!… (que por cierto no lo fueron tanto). El tiempo para educar la atención, el necesario para ejercitarse en la observación, el indispensable para realizar ese hermoso trabajo de la experimentación «¡matriz del progreso real!».
»¡No supimos caminar modestos, pacientes por la senda de las convicciones a la realidad de la ciencia, de la industria o del arte!
»Todos éramos genios, salvamos las curvas, habíamos hallado la línea recta… Acabo de hacer un cálculo… Dios mío, ¡qué desdicha! ¡Aquellos tiempos han pasado, y nosotros somos pobres e ignorantes!… ¡Me han robado un capital!… ¡Millones!
»¿Os atreveréis a decirme que estoy loco?
»Aquellos tiempos fueron provechosos, eran necesarios, representaban una crisis morbosa pero saludable… Fuimos generosos, vanos, si queréis; arrebatados, pero heroicos… No me invade ni la desesperación ni la melancolía. ¡«Gracias a Dios», el gran relojero, la máquina es buena! Pero si no hubiera caído entre la porfía y las agitaciones de las gentes locas de mi tiempo… ¡cuánto no hubiera valido! ¡Me han robado… han robado al pobre Testavana!
»Acaba de asegurárselo su mejor amigo… el compañero de toda la vida, al señalar las doce y veinte, ¡justa la fecha en que nací hace cuarenta años!
»Creedlo, amigos míos… no os entreguéis al vaivén del tiránico todo el mundo; vivid… cuidando de los delicados resortes de la máquina… si no, os harán caminar unas veces demasiado de prisa y otras con retraso.
»Os lo asegura en un ataque de sentido común el loco Testavana.
»La proporción del esfuerzo a la grandeza del fin y a la marcha del tiempo… es la enseñanza que nos dan silenciosamente los relojes.
Los lunes de El imparcial, 1895
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