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José Zahonero

"La primera nube"

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La primera nube
 

Cubierta la ancha mesa de jarrones de fina porcelana dorada cargados de flores, viéndose encima del bordado mantel ricos canastillos de frutas, bandejas de plata con dulces, copas de cristal, unas con vaso de taza para el champaña, otras con el vaso de cáliz para los vinos generosos-, alegraba con sus ofertas el apetito y con sus reflejos y colores los ojos.

Impresionaba aquel preparativo de banquete, presentando el goce, la vida de los sentidos; así como el revestido altar iluminado por las luces de rizadas velas, las ropas blancas con adorno de oro que ostentaban el ara y el sacerdote, habían infundido júbilo en el alma de Carolina. Las bodas, las bodas. ¡Momento inolvidable!

Al volver de la iglesia y tomar asiento en la mesa del lujoso comedor, Carolina apareció tan confusa y aturdida, que apenas vio ni oyó al gordo, coloradote y campechano Ramírez, el padrino, ni a los convidados que la esperaban, que la miraron sonrientes, contentos, celebrando la hermosura de la novia.

Terminada la fiesta, los novios desaparecieron, y hasta dos meses después, nadie supo de ellos.

Un viejecito muy afable, muy solícito, muy vivaracho, iba y venía paseándose impaciente de uno a otro extremo de la estación del norte. Se detenía ante el reloj del andén y luego sacaba del bolsillo del chaleco su reloj, miraba a la carátula de éste, luego a la de aquél, como quien pretende leer en la expresión de la fisonomía de dos médicos una opinión reservada, y proseguía sus paseos. Dos o tres veces preguntó a los empleados si había o no retraso en la marcha del tren que esperaba.

Aquel hombre era D. Cándido, el padre de Carolina.

Por fin se oyó el silbato y llegó el tren, y de un departamento de primera clase bajaron Carolina y Fernando, su marido; éste abrazó muy alegremente a su suegro y aquélla echóse también en sus brazos... y empezó a llorar.

Fernando se había marchado a recoger los equipajes.

— ¿Lloras? — preguntó don Cándido a su hija.

— Sí, la alegría de verte — murmuró con mimoso acento Carolina.

— ¡Vaya una niñería!...

Sin embargo, Carolina no lloraba por una niñería. Fórmese un jurado femenino, miren a su corazón de mujer, único y completo código de amor, y sentencien. En un jardín de Aranjuez, una mañana se habían hallado Fernando y Carolina, dando envidia a los pajaritos que se enamoraban en los árboles... Oídlo muy en secreto... La mano de Fernando acarició la faz de su esposa y se puso a juguetear con los cabellos de ésta en las sienes, y luego, con delicadeza de artífice, hizo en ellos dos ricitos graciosos de coquetería andaluza.

— ¿Qué haces?... ¡Déjame! — exclamó sonriente Carolina.

— Te sientan muy bien ...

— ¡Qué bobada!... ¡No me pongas rizos!...

— Lo deseo.

— ¡Vaya un antojo!

— Estás así mucho más bonita — replicó Fernando con vehemencia, con la exigente porfía de un hombre enamorado y caprichoso.

Carolina cedió bondadosamente, sonriéndose, y su marido bordó con los dorados hilos del suave cabello de su esposa dos sortijillas en las sienes y luego la contempló deleitado y la besó en la frente.

A los pocos días, Fernando se hallaba en el comedorcillo leyendo el correo, dos o tres cartas de negocios, una o dos de cumplimiento y una carta extensa, escrita en letra muy menuda y muy metida... Esta carta le causó complacencia, su lectura le produjo contentamiento y por él despertó ciertos inexplicables recelos en Carolina.

— ¿Es de algún amigo esa carta? — preguntóle.

Pero a las pocas horas ya Carolina se había apoderado de la carta sin que su esposo lo advirtiese. La cartita era famosa. Una irónica felicitación a Fernando, escrita por un su amigo Enrique, calavera y solterón impenitente... Entre otras locuras leyó Carolina las siguientes:

"Ya no hay que acondarse de la sevillana de las sortijillas... Ahora, buen régiaien, perdices siempre.., si puedes hacer que te las sirva la suerte variando de vez en cuando la salsa".

— ¡Oh, qué grosería! — exclamó Carolina, y se echó a llorar.

La felicidad de la luna de miel se había obscurecido... una nube la empañaba. Mostróse Carolina entristecida y Fernando disgustado, y en tales disposiciones de ánimo llegaron a Madrid de retorno de su viaje de novios.

— Vaya, alguna nubécula de verano — dijo don Cándido al conocer la pena de su hija. — Todo pasará.

Así había sido en efecto. Carolina volvió a ser feliz. Fernando, vencido, subyugado por su esposa, comenzó a sentir por ella, no sólo pasión vehementísima, sino una respetuosa amistad.

Secretos femeninos. Sólo pueden revelarlos ellas, y he aquí los de Carolina expresados en carta a su madre. ¡Perdónesenos la indiscreción!

"Tuve, madre mía, por una niñada los contínuos caprichos de Fernando proponiéndome nuevas formas de peinados y nuevos vestidos... pero la grosera carta de su amigo Enrique me sonrojó y entristeció; ¿Es decir, que para estos hombres hemos de ser artificiosas y coquetas... hacer las salsas en que nosotras mismas hemos de servirnos a ellos como un manjar?..."

*

— ¿Qué es ello? ¿Sois felices? — preguntó don Cándido a su hija entrando en casa de ésta un año después.

— Sí — replicó el yerno.

— ¿Y aquella nubecilla?

— ¡Oh, quién piensa en ello!

— Sin embargo, creo que fue por un adorno, y veo que tu mujer está más modesta y severamente vestida que nunca; el pelo recogido con sencillez y severo gusto... ¿Cómo es esto?

—¿Quiere usted saberlo, papá? — replicó el yerno. — Pues porque ya tenemos entre nosotros quien disipa las nubes... un niño... y hasta que éste llega, hay el peligro de que el matrimonio sea un juego más o menos pesado: cuando el hijo llega, la vida se ennoblece más... la mujer ya no es sólo mujer, es madre.

 

Caras y caretas (Buenos Aires). 17-12-1938, n.º 2.098

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