A mi querido amigo Eduardo Palacio
I
Fue hecha de un fragmento de barretilla de hierro cortada por el martillo-tajadera a un recio golpe del mancebo Patricio un día en que el horno de fragua ardía como un volcán y el sol espléndido difundía su hermosa luz por los campos; se empezó la obra entre el estruendo rugiente y los alegres cantos del trabajo; luego el mismo Patricio la pulimentó y acabó con laboriosa faena de las limas. Era una llave lisa, fuerte, hábilmente hecha por el oficial de cerrajero.
Patricio se había esmerado por complacer a su pobre tío el señor Bruno.
En la noche del 16 de noviembre de 1887, dicha llave, que era la de la casa del tío Bruno, estaba en poder de Rufino, el criado del viejo; este no tenía amigos, ni se le daba mucho por sus parientes; en nadie hubo de fijar su confianza más que en el mocito su servidor, al cual entregaba la llave de la casa para que entrase y saliese cuando fuera menester, pero cerrando siempre la puerta.
Bruno era un ridículo vejete, tenido en fama de avaro, muy caprichoso, haciendo a veces alardes de rico, llorando miserias otras y constantemente censurado por los vecinos y por Patricio, que se reía a más reír del levitón grasiento, del sombrero monumental, de la delgadez, del rostro gesticulante y hasta de los menores actos de su tío. Se aseguraba que el Sr. Bruno, vendedor y medidor de trigos, y prestamista en otro tiempo, era sin duda dueño de un tesoro, de un fabuloso tesoro, de una olla enorme de barro repleta de onzas y enterrada siete estados debajo de tierra.
La olla de onzas es una mágica fantasía del aldeano de Castilla; el avaro un tipo misterioso, ridículo y cruel como un brujo.
Por la época a que nos referimos, no era extraño ver por los alrededores de Villacastro, a la hora de anochecer, un viejo chillón, regañón, apoyado en el brazo de un mocito delgado, endeble y pálido. Eran el Sr. Bruno y Rufino su criado, el cual ajustaba su paso al lento paso del viejo, y reprimía su impaciencia sufriendo el genio vivo y displicente de su amo. ¡Siempre había de estar riñendo aquel bendito viejo!
El día 16 fue un día de frío; el Sr. Bruno paseó por los portales de la plaza solo, y vio a su sobrino Patricio que se despedía de unos camaradas para ir a la función de un pueblo cercano. A cosa de las doce muchos vecinos del pueblo vieron al Sr. Bruno meterse en su casa; el Sr. Bruno dio algunos golpes con el aldabón de la puerta, después, impacientándose, pegó con la contera de su cachava. Al fin hubo de abrir Rufino.
Juan López, el teniente alcalde, hubo de decir entonces: «Menuda zimbarrimba va a armarle al mozo ahora». El sacristán de San Antonio dijo también al ver entrar a D. Bruno en la casa: «Ya se colocó en la huronera». Se aseguró además que Mauro, un camarada de Patricio, había dicho poniendo ojos ensañados: «Estuviera yo en el cuerpo de Patricio y le hacía vomitar al viejo las peluconas». Por último, hasta dos personas respetables, D. Cosme, el boticario de la Plaza, y D. Andrés, un rico propietario, se habían ocupado del viejo.
—Por allá va el señor de los Faldones —dijo don Cosme aludiendo al señor Bruno.
—Qué cosas tiene Vd. ¡El señor de los Faldones! Me choca el mote… Y dígame, a propósito, el heredero de este tal Bruno, ¿es Patricio el de la cerrajería?
—¡Hum! —replicó haciendo un gesto de guiño y hocico D. Cosme en señal de duda, y añadió—: No le dejará ni dos pesetas… Me consta, y aun creo que ha sospechado el mozo.
Todos estos diálogos y exclamaciones produjo el paso del señor Bruno desde los Portales a su casa. Después se hizo memoria de ellos, y aun se completaron con mil circunstancias y detalles.
II
La puerta de la casa del Sr. Bruno estuvo cerrada hasta las oraciones; a esta hora se abrió, asomó por el vacío la cabeza de Rufino, miró a una y otra parte, saliendo por fin el mozo y marchando calle abajo, no sin haber antes cerrado con dos vueltas de la llave; esto nadie lo vio. Dos horas después, el callejón solitario, a cuyo extremo y cerca de la plaza vivía el Sr. Bruno, se hallaba en sombras; no se oía ni el más leve ruido, nadie hubiera sentido a Rufino llegar hasta la puerta de la casa, cuando se halló frente a aquella puso el mayor cuidado en meter la llave por el ojo de la cerradura; su seguridad y su tino eran admirables, hizo esto con destreza suma. La puerta se abrió, entró el mozo y volvió a cerrar dando dos vueltas a la llave y guardándosela entre la camisa y el pecho. Un movimiento instintivo le hizo llevarse la mano al sitio en que había escondido la llave; sintió el contacto frío del hierro con su piel ardorosa en fuego febril. Había ido terriblemente demasiado lejos; toda su disimulación, todo aquel trabajo de fingir un miedo pueril al viejo Bruno para inspirarle confianza de nada le había servido, él se hubiera contentado con robarle…
Primero le había atado en la cama en que se hallaba el viejo durmiendo; necia precaución: el viejo abrió los ojos al verle, por poco no lo descubre todo, pero Rufino tuvo tiempo para ahogar el grito de aquella boca espantosa, desdentada, senil… Fue feroz aquel mozalbetillo, pálido, cobarde y endeble, puso sus garrosas manos sobre la boca del viejo… Pero los ojos del viejo le miraron de un modo amenazador, angustioso y terrible… ¡Oh, qué mirada aquella! No hubo remedio, Rufino sintió esa furibunda impulsión al crimen hijo del miedo… Sacó una faca, y en vez de cortar las ligaduras que sujetaban al viejo a la cama… le degolló, le asesinó… Había ido demasiado lejos: aquella mirada, aquella mirada había sido una amenaza; aquella mirada hubo de seguir al ladrón en las operaciones del robo; aquella mirada fue tras de él cuando salió de la casa, cuando habló con su cómplice, un bandido que se había encargado de guardarle las espaldas… Aquella, aquella mirada le impedía huir… Pero Rufino tuvo una idea salvadora: volver a la casa, prenderle fuego… Habría unas cuatro horas de por medio antes de que, advertido el fuego, se descubriera o se pudiera suponer que él y el viejo se habían hecho cenizas. Rufino pensó así: el fuego todo lo disipa.
Este era el intento; pero Rufino, cual si tuviese los pies cargados ya por el grillete, no se movía del zaguán… No había que perder tiempo; el asesino avanzó… ¡Oh, qué espanto volver a hallarse frente a frente del cadáver! ¿Abriría este los terribles ojos? Un sudor frío brotaba de las sienes del criminal; recobró en parte aquella feroz impasibilidad de los asesinos… recorrió la casa, una casa prisión, con tres ventanas de grandes rejas de barrotes estrechos; una casa sin corral, una casa sin otra salida que la puerta cuya llave tenía Rufino en el pecho. El miserable amontonó en el cuarto virutas, serrín, un montón de trapos, roció todo de aceite, de aguardiente, de cuanto pudo hallar, desató el cuerpo del viejo. ¡Ah!, pero apresurándose, agitado en el vértigo del terror, quería destruirlo pronto, ser más voraz que el fuego. ¡Oh, si el incendio tuviera un alma y villana fuera el alma del fuego! Satanás, el espíritu del infierno… se apresuró, arrastró aquel cuerpo. ¡Oh, cuán pesado era aquel maldecido viejo! Temía volverse y mirarle, temía ver sus ojos… al ir a dar colocación al cuerpo del Sr. Bruno, se inclinó sobre el montón de virutas, serrín y trapo; luego puso el cadáver, prendió fuego por varios puntos… y pensó en huir.
¡Terrible momento!… Infamia vil, manejando con las armas del infierno se había herido… No halló la llave en el pecho… Un horror supersticioso le hubo de dejar estático un momento. El fuego circulaba en torno del cadáver, un humo espeso y nauseabundo había llenado el cuarto ahogando al asesino sacrílego, las llamas daban al cadáver un tono rojizo, de modo que a la lividez de la muerte había sucedido una coloración como de vitalidad.
Rufino tuvo que reprimir un grito que se convirtió en sordo y bestial rugido: preso, preso… pero ¿y la llave?, ¿y la llave?… Salió, recorrió una por una todas las habitaciones de la casa mirando al suelo y caminando unas veces lenta, otras apresuradamente.
No había salvación… debía serenarse, aún había tiempo… inútil, inútil empeño; no hallaba nada; se lanzó a la puerta, quiso con los dientes, con las uñas, hacer saltar la pesada y sólida cerradura hecha por Patricio para su tío el Sr. Bruno el avaro.
¡Oh, miserable Rufino; el viejo, el viejo brujo andaba en aquello! El paso de una fiera hambrienta en su jaula es giro gracioso si se compara con el vertiginoso revolverse de un asesino cuyo crimen se ha hecho prisión.
III
No era capaz Rufino de un crimen como aquel; era endeble y tímido; además él hubiera huido; él no tenía interés en cometerlo; él había dado voces de ¡socorro!…
A todo atendió el criminal una vez que se vio fuera de la horrible casa; recobrada su serenidad, no sabemos qué serie de pruebas o indicios se acumularon sobre el sobrino del Sr. Bruno, mozo por otra parte de honrados antecedentes; pero sin que nadie pudiera en un principio explicarse cómo, se halló la llave de la casa bajo el cadáver del viejo. La aparición de la llave hizo palidecer intensamente a Rufino, fue el talismán que descubrió el criminal… Al inclinar este el cuerpo para colocar el cadáver sobre el montón de trapos, la llave se le había caído del pecho; después, sin advertirlo cómo en aquel terrible momento, colocó el cadáver sobre la llave…
La llave fue la salvación de Patricio; aquella bendita llave que él había pulido con la lima; la llave que él había fraguado un día en que el hornillo ardía como un volcán y el sol espléndido difundía su luz por los campos.
Los lunes de El imparcial, 1889
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