I
En Sevilla, la hermosa capital de Andalucía, vivía hace algunos años un matrimonio muy pobre, con una hermosa niña llamada Cecilia.
El padre era vendedor de periódicos y la madre activa y laboriosa, aunque delicada y enfermiza, era tan aseada que la conocían con el sobrenombre El Grano de oro en todos los alrededores de la modesta vivienda, que habitaban en la calle de la Cuna.
Eran pobres, aunque tenían un cuñado muy rico; pero vicioso en extremo y sin creencias religiosas.
Burlábase con frecuencia de la fe que perfumaba el corazón de los padres de Cecilia, quienes, resignados con su suerte, decían:
—La vida es una prueba continua y aun debemos agradecer que la salud no nos falte.
El cuñado se burlaba de tan juiciosas razones, y no comprendía que en la senda que seguían, rodeados de privaciones y con el porvenir tan oscuro, encontraran aún momentos de tranquilidad y de ternura, en los cuales se olvidaban de todo, encerrándose en su cariño y el amor a su hija, de aquel ángel que era su consuelo y su alegría.
La miseria de la pobre familia era cada vez mayor, y sobre todo llegó a su colmo a fines de año, no teniendo ni fuego, ni dinero, ni pan la víspera de Pascua.
La madre aguardaba que su marido podría proporcionar algún recurso aquella noche; pero como su hija pedía pan, le dijo:
—Vamos, hija mía, se lo pediremos a la Madre de Dios, pues si ella no nos socorre, no sé qué será de nosotros.
Andrea se dirigió con su hija a la vecina iglesia del Salvador y se puso a rezar en la capilla de la Virgen de los Desamparados.
La niña juntó sus manecitas y exclamó:
—Virgen Santísima, mañana es Pascua y no tenemos nada para celebrarla, si vos no nos socorréis; ¡Madre de Dios, dadnos pan, pues mamá dice que solo vos podéis ampararnos!
Un rato permaneció la buena mujer en la iglesia, y después tomó a su hija por la mano y se encaminó a su casa.
Al llegar encontró la puerta abierta, recordando que solo la había entornado; entró, y como no tenían luz, aguardó a que viniera su marido para poder comprar un poco de aceite; efectivamente, no tardó en llegar y entregó a su mujer tres reales que había ganado, con lo cual corrió a la tienda vecina y compró una vela de sebo.
La encendió, y al colocarla encima de la única mesa que en aquella pobre habitación había, lanzó un grito de sorpresa.
En una bandeja vio una gallina asada, algunos trozos de jamón, avellanas, nueces y turrón, y dos panes blancos como la nieve.
Además, en una canastilla había dos botellas de vino, algunas legumbres y una bolsita verde, dentro de la cual encontraron una onza y un papelito que decía:
La Virgen escuchó tus ruegos y te envía para celebrar la Pascua y socorrer tu miseria.
La niña empezó a dar brincos de alegría, y los dos esposos se miraron estupefactos.
—¡Será posible! —exclamó Raimundo enternecido.
—Como que fui a la iglesia a pedir a la Madre de Dios que viniera en nuestra ayuda.
—Y yo le pedí pan para el día de Pascua y me lo ha dado —dijo gozosa Cecilia.
—Pronto, pronto, vamos a comprar dos velas y a ponerlas delante del cuadro de la Virgen —dijo Andrea.
Así lo hicieron, y como el niño Jesús estaba sentado sobre las rodillas de su Santa Madre, dijo Cecilia con infantil sencillez:
—Si yo pudiera hacer venir mañana al Santo Niño a cenar conmigo, puesto que tanto nos quiere su madre.
—Porque somos buenos: que venga después mi cuñado diciendo que soy tonta y mentecata, porque no le imitamos a él que no tiene ni fe ni religión.
Aquella noche los esposos soñaron con que una hermosa señora se les aparecía y les llevaba por el aire hasta el trono del Creador, y que allí, arrodillándose, la habían adorado, porque se sentaba al lado de Dios, y conocieron que era la Virgen.
Cecilia soñó con los ángeles y con el Niño Jesús, el cual la acariciaba amorosamente; cada cual, pues, tuvo esos ensueños puros propios de una conciencia tranquila.
II
Al día siguiente fueron a oír la primera misa, y después, satisfechos, volvieron a su casa, y Andrea preparó su comida, dando mil gracias a Dios porque se acordaba de los desvalidos.
Aquella tarde Raimundo fue a casa de su cuñado con el objeto de felicitarle, y le refirió su aventura.
El incrédulo se burló del pobre hombre, y le dijo:
—Pues si tal suerte tienes, ya no necesitas de nadie.
—Siempre necesitamos unos de otros; pero cuando todo nos falte jamás podrá faltarnos Dios, porque Él particularmente ama a los desgraciados.
De vuelta a su casa encontró a su mujer tan contenta, y tan risueña a su hija, que se creyó el hombre más feliz de la tierra, y como siempre había amado mucho a su Andrea, por ser muy buena cristiana, no dudó que a ella debía aquellas bondades de que le colmaba el cielo.
Ya se preparaban a ponerse a comer, cuando llegó un pobre anciano con un niño implorando una limosna por el amor de Dios.
—De ningún modo podemos agradecerle los favores de que nos ha colmado, sino compartiendo nuestra comida con ese infeliz, que hoy es más que nosotros. —Y corrió a la puerta, llamó al mendigo y lo sentó a la mesa, colocando al niño al lado de Cecilia, la cual exclamó:
—¡Ay, mamá, yo que convidé al Niño Jesús!…
—Pues sin duda él nos envía a ese pobrecito —contestó llena de fe la madre.
La tarde se pasó de este modo, y el mendigo derramaba lágrimas de ternura por la buena acogida.
El infeliz había conocido días mejores; pero un fuego destruyó su casa, las enfermedades le arrebataron a tres hijos y a su esposa, y solo aquel niño, que era su nieto, consolaba su triste existencia.
Cuando llegó la noche le dieron hospitalidad, y al día siguiente se marchó, con harto sentimiento de Cecilia, porque el niño era muy cariñoso y bueno.
Los dos esposos pudieron surtirse de alguna ropa de invierno que les era muy necesaria y mejorar algún tanto el miserable ajuar de su vivienda, la cual era triste y sombría, por lo que Andrea y Cecilia carecían de esa frescura que presta el aire puro y el sol.
III
Un día estaba Cecilia sola, pues Andrea había ido a comprar las provisiones; la niña se entretenía en un patinillo jugando con sus muñecas, cuando sintió entraban en su cuartito, y creyendo que era la madre no se movió.
Pero pasó un rato, y viendo que según costumbre no la llamaba, se levantó y fue a la habitación, en donde no encontró a nadie, pero vio sobre una mesa un lío de ropa y una carta.
—¿Si será de parte de la Virgen? —pensó la inocente niña, quien a ejemplo de su madre, sentía desarrollar en su pecho esas santas y puras creencias, áncora de salvación en todas las tribulaciones, escudo contra todos los malos impulsos y apoyo del que conserva en su pecho como una antorcha refulgente la fe salvadora.
Cecilia tenía todas las buenas inclinaciones heredadas de sus virtuosos padres, y por nada hubiera tocado el papel en ausencia de Andrea.
Esta no tardó en volver, y grande fue su sorpresa al encontrar un paquete con ropa blanca para la cama, limpia, aseada y nueva.
Un traje de paño, ordinario sí, pero nuevo, para Raimundo, y un trajecito de lana para Cecilia: todo modesto, pero de tela buena y fuerte.
Abrió la carta, y decía así:
Como esa casa es demasiado sombría, debéis buscar una que sea más saludable, aun cuando en sitio menos céntrico; no os faltará para pagarla, pues la Virgen no abandona a los que confían en ella.
—Esto es un sueño —exclamó Andrea—, y aguardó con impaciencia la llegada de su marido.
Este no quería creer lo que veía, y lo mismo que Andrea, pensaba si estaba despierto o dormido, pero sin dudar un momento del favor de Dios.
Se mudaron a una casita pequeña, pero en donde el sol inundaba las habitaciones, esa alegría de la naturaleza, ese hermoso astro que todo lo anima y embellece.
Raimundo dejó su ambulante oficio y se dedicó a la ebanistería; una noche llamaron a la puerta, salió a abrir, y un hombre le entregó un paquete y se fue sin decir una palabra.
Contenía quinientos reales de la misteriosa protectora, con lo cual compraron lo necesario para el taller, dedicando de cada cantidad una parte para los pobres, pues aquel matrimonio no se olvidaba en la prosperidad de sus semejantes, y todos los domingos repartían una buena sopera de sopa entre algunos infelices.
IV
El cuñado no comprendía aquella aventura, y hasta llegó a sospechar de la honradez de Raimundo; tan cierto es que los malos creen a todos capaces de obrar mal.
Por una de esas fatales casualidades, según los padres de Cecilia adelantaban, su cuñado sufría grandes pérdidas, y llegó un día en que se encontró arruinado por el juego, consumió una importante propiedad que poseía, y aquel hombre sin fe y sin religión blasfemó, no imploró el apoyo del Salvador del mundo, sino que le vituperó porque de tal modo le ponía a prueba.
Pero ¿qué había hecho para ser digno de la protección divina? Mal cristiano había sido, por consecuencia mal pariente y mal amigo, y jamás su mano se había abierto para socorrer a un desgraciado, sirviéndole solo los bienes de fortuna para escándalos y francachelas.
En la adversidad continuaba siendo incrédulo, y en lugar de resignarse, se volvía en su impotencia contra aquel a quien debemos todo lo que nos rodea, todo lo que poseemos, y a quien cada minuto del día debemos bendecir y ensalzar.
Tuvo precisión de recurrir al mismo Raimundo, el cual, condolido de su suerte, le dijo:
—Yo no soy rico, nada poseo más que la protección del cielo.
—Parece que tienes gran favor en esas regiones —dijo burlándose Esteban—; pide, pues, para mí.
—Yo pido por todos mis prójimos, y lo mismo hacen mi mujer y mi hija; pues bien, dinero no puedo darte; pero mi modesta mesa tendrá siempre un sitio para ti; ven a comer diariamente.
V
Así pasaron dos años: Raimundo ganaba lo necesario y veía a su familia feliz y risueña; pues como no tenían ambición, no anhelaban sino el pan nuestro de cada día y se conceptuaban muy dichosos con poder aliviar alguna desgracia.
Desde que su oficio prosperaba no habían recibido dinero de sus protectores; pero de vez en cuando ropas y presentes les hacía ver que no les olvidaban. Ya hoy eran camisas para Cecilia, ya una pieza de tela, calzado, vestidos para Cecilia, y como esta ya empezaba a bordar y coser, utensilios para sus labores.
El día de Pascua de Navidad era la gran fiesta para la familia, porque celebraban el aniversario de su dicha, dando de comer a los pobres, que llegaban a su puerta, y colocando velas y mandando decir misas en acción de gracias a la Virgen de los Desamparados, su protectora, para la cual, a fuerza de grandes economías había hecho bordar Andrea un peto, y le había comprado un paño para su altar.
VI
Llegó tan fausto día.
Raimundo había salido a entregar una obra que corría prisa; Andrea estaba ocupada en arreglar un vestido usado de Cecilia para dárselo a una pobrecita niña huérfana, y la hija del honrado matrimonio, ya de nueve años, se ocupaba en preparar la cena, cuando llamaron a la puerta.
Sin saber por qué, se miraron ambas y sonrieron: siempre en aquella noche recibían algún presente.
Cecilia corrió a la puerta y dio un grito de alegría.
Una señora, elegantemente vestida de negro, cuyo rostro angelical, blanco y bondadoso, tenía un no sé qué de puro y casto, entró en la habitación.
Andrea y su hija se pusieron de rodillas como ante una aparición celeste.
—¡Dios mío! —exclamó Cecilia con hechicera sencillez—: es la Virgen, madre mía.
La señora se sonrió y dijo con dulcísima voz:
—Levantaos: no soy desgraciadamente más que una persona como vosotras.
—Eso no, señora; hace un año que os vi bajar de un carruaje, cerca de esta casa, y señalarle a un criado nuestra morada; luego sois nuestra protectora.
—Vuestra fe y vuestra virtud pura y sin hipocresía ha sido la causa de mi protección, mejor dicho, de la Virgen.
—Ya lo veis —exclamó gozosa Cecilia.
—Sin duda, la sin par Señora, la divina madre del Redentor, se valió de mí para sacar de la miseria a personas tan dignas de mejor suerte, conduciéndome hoy hace tres años a la calle de la Cuna; os vi salir, y como yo iba también a la iglesia, allí escuché la sencilla e inocente plegaria de Cecilia, y la Virgen sin duda me inspiró el deseo de hacer una buena obra y gozar de antemano con vuestra alegría y la de esta pobre niña: salí y le encargué a un lacayo mío que comprara las provisiones, y puse el bolsillo entre ellas, advirtiendo con placer que se podían poner en vuestra casa sin ser vista.
»Después vuestra caridad, repartiendo lo poco que habéis poseído con los pobres: esa fe tan pura y santa, todo ha hecho que la Virgen, tomándome por intermediaria, haya escuchado vuestras oraciones, y hasta la protección que dispensáis a vuestro cuñado, porque él jamás os ayudó en tiempo de su prosperidad, es sublime.
Andrea cubría de besos y de dulcísimas lágrimas de gratitud la mano de la desconocida, y Cecilia la contemplaba extasiada, cuando entró Raimundo.
Todo lo comprendió al ver la actitud de su mujer y de su hija, y unió sus frases de agradecimiento a las suyas.
—Yo era un infeliz —dijo—, por no tener medios para ello no había puesto un taller de ebanistería, y veía consumirse en la pobreza a mi mujer y a mi hija: pensad cuál puede ser mi reconocimiento al verlas dichosas y en buena salud.
Aquella señora, enternecida y satisfecha de su obra, manifestó que cuidaría de la educación de Cecilia, y reiteró sus ofertas a los dos esposos.
¡Qué satisfacción debió inundar su corazón al ver la felicidad de aquella familia!, ¡cuán dulce es ejercer la caridad!
VII
Andrea y Raimundo continuaron llenos de fe su vida virtuosa y aplicada, haciendo todo el bien que podían en nombre de la Virgen, a quien eran deudores del bienestar que gozaban.
Cecilia es una joven tan pura y religiosa, que a pesar de la educación esmerada que recibió por los cuidados de su protectora, jamás ha dejado de ser humilde y modesta, y ya casada, ha seguido el camino de la virtud que sus padres le mostraron.
El cuñado Esteban murió pobre y desesperado, pues su vida tenía que concluir de ese modo, no habiendo escuchado la voz de la religión, ni de la virtud.
La protectora de Cecilia murió como una santa, y sin duda los ángeles la condujeron hasta las gradas del trono de María Santísima, en nombre de la cual ejercía la caridad.
“El periódico para todos" (Madrid).1876 |