Cuando aparece en el Oriente una claridad vaga y pálida; cuando la puerta del día empieza a entreabrirse semejante a un sueño, iluminando el horizonte, el hombre debe despertarse y debe dedicarse al trabajo. Cuando el amanecer eleva a Dios su himno augusto, el trabajo es el santo tributo que a Dios debe pagar el mortal; es la estrofa sagrada ante el altar recitada; el arado murmura un salmo, y sale de las bocas de los marineros y de los leñadores un canto sublime, desde que rompe el alba, en el fondo de las selvas y desde el seno de las olas, que se confunde con los glopes del hacha y con el choque de los remos.
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Pero causa un placer misterioso despertarse a altas horas de la noche, cuando todo duerme en el mundo; cuando ningún ojo humano nos vigila, cuando los siete caballos de oro del gran carro azul entran en sus caballerizas; causa gran placer sentir que nos toca en el hombro un desconocido, que nos dice :—«iVamos, que soy yo; trabajemos!» El cuerpo se resiste y pregunta por qué.
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—Deseo dormir; porque estoy rendido de ayer y mis soñolientos ojos se niegan a abrirse. Señor misterioso, perdóname; debes ser muy testarudo, porque vienes siempre a despertarme cuando más tranquilo duermo. Hazte cargo de que aún es de noche; abriré los ojos si te empeñas y verás como no entra aún el menor rayo de luz por las hendiduras de la ventana. ¡Márchate! Duermo, estoy muy abrigado y sueño con la mujer que idolatro; cuando interrumpiste mi sueño, ella dejaba flotar sobre mi frente su abundosa cabellera, que hacía llover sobre mí astros y flores. ¡Márchate! vuelve cuando sea de día; me vuelvo del otro lado y no te hago caso; no poses tus dedos ardientes en mis sienes. La cervatilla ilusión comía en el hueco de mi mano y tú la has hecho huir. Era dichoso; estaba roncando como un canónigo; déjame en paz y no seas majadero. ¡Cielos! ya mi pensamiento inquieto y rápido, hilo sin cabo, se ovilla y se acopla en tu huso. Pájaro extraño y salvaje, me traes un verso del que acabas de apoderarte cerca de las nubes, y yo no lo quiero. El viento con sus aullidos se desata en los campos, y sus ráfagas pasan sacudiendo los goznes de mis puertas. ¡Déjame en paz, verdugo, quiero dormir toda la noche; estoy rendido, estoy muerto; ¡déjame dormir!
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—No. ¿Acaso yo duermo?— exclama el pensamiento implacable.—Pensador, sufre la ley que te gobierna; forzado, anastra tu cadena. Si el cuerpo se deleita durmiendo, para mí siempre es luminoso el Oriente, y el cuerpo me tiene sin cuidado; que se despierte, que sufra; vamos a trabajar, esclavo, que ya es hora.
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Y el ángel estrecha a Jacob, y el alma estrecha al cuerpo, que con ella no puede luchar, y entonces aparecen el comenzado drama Ruy-Blas, Marión, Job, Silva o la novela que llora con los ojos de la humanidad, o la oda que se hunde en dos abismos, o en el éter, cerca de Horacio, o en la sombra, cerca del Dante, y es necesario dedicarse a esos trabajos e introducirse en esos grandes horizontes que se abren de pronto, y entrar en ellos de estrofa en estrofa, de verso en verso, trepando por el áspero sendero ele la inspiración, perseguir en lontananza la visión lejana, atravesar estremecido los bosques desiertos, los campos solitarios, las aguas, las malezas, y los torrentes, jinete de un caballo que corre al galope.
1843.
Fuente: Los Castigos y las Contemplaciones |