Pretendiendo ser lo que soñé ser, y rozando las ánimas de lo que jamás pude ser, finalmente terminé siendo víctima de mis sentimientos.
Porque descubrí al fin, que mi amor no es el amor, ni mi vida la vida. Y sabiendo que faltaba poco para mi final, decidí escribir éstas líneas, para que no se perdieran nunca dentro de los recovecos sombríos de mis palabras sin razón; decidí escribir, antes que llegara ella, y me llevara finalmente a ese lugar donde mi corazón deja de latir, o mi alma vuela por lugares encantados; decidí escribir estas líneas, antes de que mis ojos se cerraran, y mi cuerpo dejara por un momento esta paz indulgente que a veces me viene a visitar.
El vaso de whisky estaba inerte a mi lado, como un recuerdo de viejos tiempos que había quedado relegado a un sitio en particular, dentro del territorio de mi presencia.
Luego… luego todo fue recordar; recordar, que amar es algo divino, que amar es mirar a los ojos a la mujer de tus sueños siendo víctima del tiempo; y aunque su cabello ya sea gris, y su cuerpo un recuerdo del aliento de lo que es bello, sentir, que no se puede no seguir enamorado del amor que ése ser lleva dentro por ti; y dejar de lado, todo lo que es de éste mundo, y dejar de lado lo que se mira con los ojos, y abrazar lo que se ve con el alma.
Así sentí mi amor.
Porque me di cuenta que ya era víctima de la mujer de mis sueños; esa, que había dibujado mi alma tantas veces con sus manos; y supe también, lo que era el dolor de amar, y aprendí que nadie… nadie puede hablar o puede sentir amor, sin antes haber conocido el dolor de entregarse sumisamente a un sentimiento tan sublime.
Tomé con cuidado mi vaso de whisky, y lo acerqué a mi boca, pero otro recuerdo vino a mi mente, y lo volví a dejar en el mismo sitio.
Sonreí, y recordé que aprendí, que no se puede amar sin dolor; que todo es uno, y mi dolor en sí, fue la sensación más exquisita al momento de saber que realmente mi cuerpo ya maltrecho y mi corazón murmurante, ya no me pertenecían porque se fueron el día que me redescubrí mirándola fijamente a través de la ventana de mi biblioteca; como si yo fuera un adolescente enamorado, que suda, y sonríe a medias cuando la mujer que ama deja la estela de su perfume en todo el ambiente.
Resoplé un instante; sequé el sudor de mi frente con un pañuelo.
Sabía bien… sabía bien que mi momento se acercaba, y no quería dejar ningún bache en mis líneas.
Como esa vez que supe, que el hombre valiente no es aquel que enfrenta sus miedos; sino el que aprende a reconocerlos y los embauca por un instante en la vida, porque el que es realmente valiente, sabe que los miedos nunca mueren, y enfrentarlos, es algo cotidiano que hacen muchos, miles, millones de seres diariamente cuando respiran, cuando caminan, cuando rezan, cuando duermen...
Pero aquellos que reconocen sus miedos y bailan con ellos el vals de la incertidumbre, son los que llevan ventaja; porque saben que realmente no son perfectos. Y saben bien, que el miedo está latente midiendo cada paso, habitando cada casa, durmiendo en cada cama.
Es el mismo miedo que hoy acaricia mi sien, y hace que mis rodillas se derritan.
Como cuando caminé desfalleciendo hasta estar cerca, muy cerca de la mujer de mis sueños, y entre una extraña mezcla de delirio místico y desastre natural personal, le dije que la amaba.
Recuerdo ese momento como si todo el universo hubiese hecho silencio por un breve instante.
Y realmente fue, como el sentenciado a muerte al que le conmutan la pena, o el exhausto viajante que recibe la lluvia salvadora en el desierto.
Creo que volví a tener sentimientos semejantes pero nunca jamás igual a ése; recuerdo que, mi cuerpo flotaba y el peso de mi corazón había desaparecido... pero el peso del amor que se había instalado en mi alma me mantuvo en tierra.
Así sentí mi amor.
Y todo pasó: el tiempo, las cosas, los hijos, los trabajos, los amigos, los lugares; y nosotros dos pasamos juntos protagonizando los papeles estelares.
Y hoy, ya que mi cuerpo cambió para siempre, mi pulso firme se volvió un tornado entre mis dedos, y mis recuerdos ocupan gran parte de mi memoria, me encuentro aquí nuevamente donde todo empezó… solo, en silencio esperando que mi corazón deje de latir.
El sol parecía estar yéndose a toda prisa y el cielo contenía a duras penas las nubes que querían zafarse de una vez por todas; parecía, como si Dios supiese que mis minutos estaban contados, y que mi aliento se aceleraba esperando su presencia… siempre había sido igual.
Fue cuando la puerta de mi biblioteca se abrió lentamente, y la vi; con su paso cansino, sus cabellos blancos, su piel arrugada, y su mirada un poco errante.
El universo quedó en silencio una vez más.
Y me miró, como tantas veces lo había hecho; y ahí estaba, seguía siendo ella, la mujer de mis sueños.
No pude evitarlo.
Mi aliento se entrecortó, mis ojos se cerraron, mi corazón dio un vuelco, y todo mi cuerpo tembló un poco más de lo habitual.
Dios sonrió.
Y yo... yo morí de amor una vez más. |