El elefante se refociló rascándose en el robusto tronco. Era un paisaje gigante, las hojas de helechos eran como canoas navegando en un mar de olas verdes. Frondoso era una palabra pequeña para esa exuberancia de la naturaleza. Las hormigas, grandes como las cucarachas de los alcantarillados de París, hacendosas, acarreaban insectos muertos, semillas pardas, carnes descompuestas. Una mariposa de alas de violentos ojos azules se posó en una flor blanca.
El cazador semiinconsciente palpó su pierna herida en la abrupta caída. Las hormigas habían olido la sangre fresca y algunas daban vueltas alrededor de la hierba manchada. Unos pájaros chillaron alarmados dando aviso de la presa. Los monos hacían piruetas gritando excitados. Dos buitres planeaban en lo alto, recortados contra el cielo azul. Era como si toda la naturaleza se preparara para el festín.
Harris, ya consciente, se arrastró en busca de protección, apoyó la espalda en un peñasco bajo las ramas. Rasgó su pantalón. Los huesos del fémur estaban astillados como un palo blanco quebrado. Roció la herida con el resto de aguardiente que quedó después del largo trago que bebió para mitigar el dolor. Volvió a verificar que su escopeta estaba cargada y sin seguro. El zumbido de los mosquitos aumentó como una melodía mortal, agregada al vuelo del moscardón. Por algún motivo desconocido ya no respetaban sus manotazos y varios morían aplastados en su cuello, sin amedrentar a otros que volvían a picarlo. Calculó que se había alejado unos dos kilómetros del campamento establecido la tarde anterior. Nadie notaría su ausencia, convencidos que dormiría hasta muy tarde en ese día de descanso. Era su tercer safari. Creyó conocer todos los secretos de la selva. Con un faldón de la camisa se hizo una compresa para detener la hemorragia. La tela se empapó como esponja sedienta y continuó destilando gotas de sangre. Silbó un pito de emergencia para tranquilizarse. Después de un silencio agorero, algunas aves extrañadas imitaron el pitido.
Una hora más tarde imaginó la Quinta Avenida de Nueva York, ahí cerca de su departamento. El tráfico de los automóviles y los transeúntes en las aceras. Llovía, miles de paraguas no dejaban ver hacia a delante. Quería correr y un fuerte dolor se lo impedía.
Abrió los ojos. Las hormigas describían un circulo a su alrededor como una danza macabra previa al sacrificio. Miles de ellas concurrían alertadas por una señal misteriosa. Harris trató de arrastrarse, pero sus miembros no le obedecieron. Disparó su escopeta en un último esfuerzo para que fuera oída por un ser humano que le socorriera.
La caza había sido fructífera. Tenían varias piezas dignas de reconocimiento por los entendidos en caza mayor. El equipo se sentía orgulloso y ya comentaban las fotografías que aparecerían en las revistas especializadas. Participaban en un concurso internacional y ya daban por seguro el primer premio. Sin esperanzas lamentó la tristeza que empañaría la alegría de sus compañeros cuando lo encontraran. Sabía lo que estaba pasando: un cargador les había contado lo que sucedía en esa región, a los animales desvalidos o muertos.
Como a la orden de un general, las hormigas comenzaron a entrar por los bordes de sus pantalones, otras subían por sus nalgas en busca de aberturas entre las ropas para llegar a su carne. Harris, sacando fuerzas de flaqueza aplastó varias, pero el ejército de hormigas superaba con creces sus esfuerzos. Los mordiscos en todo su cuerpo alcanzaban más allá de la piel. Las hormigas se peleaban las entradas y habían cubierto sus ropas y en su exasperación también las mordían. Se exacerbaban unas con otras, enloquecidas por la sangre, la carne, los quejidos, el dolor. El dolor se hizo insoportable, la inconsciencia se apiadó de Harris. La atmósfera caliente y húmeda apagó los gritos, los chillidos, como un homenaje al sacrificio. Los monos curiosos se apoderaron de las cosas de metal. Los carroñeros esparcieron los despojos.
Con las lluvias se pudrió la ropa. El esqueleto blanco como marfil refulgió al sol. Tres años después una expedición encontró una tarjeta de crédito: Paul Z. Harris, Vence 07/13. A Harris ya no le servía, él era parte del hormiguero.
©Marcos Patricio Concha Valencia |