A la vera de un camino polvoriento, un ciego sentado en una piedra se secaba el sudor con un trapo mugroso y deshilachado. En el cielo, sobre su cabeza, tres buitres jugaban a una ronda negra. Por siete años, la sequía asolaba la comarca, el sol sediento se había bebido ríos, lagos y lagunas. Los lugareños emigraban al sur esperanzados de encontrar tierras cultivables, los animales salvajes seguían el ejemplo en busca de los bosques perdidos.
Un lince hambriento, flaco y tiñoso se acercó furtivo donde estaba el ciego y se echó al otro lado del camino esperando el momento propicio para atacar. Las cuencas vacías del invidente y los ojos del animal se entrecruzaron con fijeza, midiéndose con astucia.
Cada cierto tiempo el ciego sonreía y con un tic nervioso acomodaba su fiel bastón junto a la pierna. Curioso ante singular actitud, olvidando los arañazos del hambre, el lince le preguntó:
—¿Por qué sonríes, acaso no te das cuenta de la calamidad que nos rodea?
—¿Quién eres tú? —respondió el ciego sin dejar de sonreír.
—¿Qué importancia tiene para ti, saber quién soy? Contéstame, ¿por qué sonríes?
—El aire fresco que acaricia mi piel, el arrullo melodioso del arroyo, la suavidad del prado y el sabor dulce del jugo de la naranja me hacen sonreír de agrado. —contestó el ciego con un apacible semblante.
Este ciego está loco de remate, pensó el lince.
—Yo no veo más que tierra seca. El calor y la sed te hacen delirar. —Dijo airadamente el lince, creyendo que el ciego se burlaba de él o trataba de desconcertarlo.
—¿Cómo? ¿No oyes gorjear los jilgueros, chirriar las chicharras? ¿No hueles el aroma fecundo de las flores? — dijo el ciego, quebrando la cabeza con una profunda inspiración.
El lince pestañeó varias veces restregándose los ojos con sus patas como hacen los gatos. Se volvió para comprobar el paisaje desértico detrás de él. Nada, solo páramo.
—¿No me temes? Tengo hambre.
El ciego levantó el bastón y le apuntó entre las cejas al lince, diciéndole: —Con esta escopeta, si te acercas, barro contigo.
El lince miró el bastón, se levantó y corrió huyendo del lugar.
Al poco tiempo se oyó el sordo tanteo del cayado enterrando la punta en el polvoriento camino.
©Marcos Patricio Concha Valencia |