Ahora que todo ha acabado -dijo Carlos con voz apenada - les narraré como se desarrollaron aquellos desafortunados acontecimientos que me acarrearon a esta penosa situación. Y si ustedes me lo permiten quisiera hacer referencia a algunas cuestiones que seguramente la mayoría de los que me atienden juzgarán como simples boberías, aunque yo no lo crea así.
Tal vez el nacer con anticipación -abreviando el ciclo de gestación normal a nuestra especie- conspiró contra mi desarrollo intelectual. Yo creo, y esto me atrevo a decirlo sin rigor científico, que en aquel último mes en que yo deserte a la seguridad del vientre materno, los genes que cimentarían los rasgos de mi carácter, no tuvieron oportunidad. Y es que en verdad siempre he padecido de una personalidad débil y sumisa, particularidad que se manifestó ya en los años de la niñez y que me provocó una incapacidad especial para relacionarme de forma normal con otros individuos.
Sobre mis padres sólo puedo alegar que eran personas sencillas, con los anhelos afines a las personas comunes y a pesar de haber tenido como padre a un hombre de una personalidad fuerte y de actos incontrovertibles y una madre segura de su condición y sus labores, yo sigo creyendo que debió ser en ese mes abortado, en que yo heredaría sus mismos patrones de conducta.
Pero de qué valen ahora las palabras. Qué objeto tiene buscar, después de casi medio siglo, las causas, o el origen de esta enfermedad. Enfermedad, reiteró Carlos ahora con un poco más de pasión, elevando su voz. ¡Enfermedad! Porque desconocen ustedes, hombres acabados y de conceptos firmes, el dolor que este aislamiento produjo en mí.
Mis relaciones amorosas se restringieron a encuentros casuales con alguna que otra mujer y jamás prosperaron. ¿Qué podría ofrecerles yo? En una oportunidad creí estar enamorado y ser amado por primera vez, pero mis temores al momento de formalizar provocaron el abandono.
Así pasé la mayor parte de mi vida ahogado en contradicciones. Tal vez mi hermano menor -él sí es un hombre exitoso- tenía razón cuando afirmó que lo mejor sería que concurriera a un siquiatra, para que éste me medicara y así, tener una actitud mejor frente a la vida; o simplemente fuera - en el peor de los casos… o en el mejor- encerrado en algún manicomio. Aunque en esto también habría fracasado, pues de donde provengo existía ya la ley de desmanicomización.
En la sala se produjo un silencio profundo, sólo la voz contradictoriamente suave y tranquila de Carlos invadía los espacios del recinto.
Intenté varias empresas y tuve varios oficios pero siempre naufragué, juro que puse mi mejor empeño -por lo menos eso es lo que creo. Cuando me hundía en la desesperación ante un futuro tan incierto, decidí ser escritor, una ambición que había mantenido oculta. Ustedes desconocen mi afición por las biografías, seguramente en el momento de la requisa de mi vivienda en busca de pruebas, desestimaron prestar atención a mi rudimentaria y pequeña biblioteca, en ella existen varios volúmenes con las biografías de mis escritores preferidos. Fue así, que en mis ansias de aprender el arte de la escritura era una y otra vez atrapado por aquellas historias, de esos personajes que tanto admiro.
Carlos frotaba suavemente sus manos, mientras su mirada se proyectaba hacia la pared como queriendo escabullirse por una insignificante grieta. Entonces agregó: -Un día de visita en la ciudad entré a una gran librería, sobre las estanterías reposaban miles de libros, con millones de palabras, y en aquel momento comprendí que lo que se escribe no acaba por interesar verdaderamente a nadie y que la humanidad tiene tan poco futuro que es inútil e indigno crear algo bello con el objeto de eternizarlo en palabras. Al fin y al cabo, lo único que conseguí fue sentirme identificado con estos individuos de vidas desgraciadas como la mía, con la profunda diferencia de que yo jamás escribiré algo importante. Esperé al igual que ellos morir joven, pero también fracasé.
Luego de sobrevivir míseramente recibí de mí hermano mi parte de la herencia. Mis padres habían muerto dejando un pequeño capital y fue en ese momento, hace unos pocos años atrás, que decidí marcharme de mi pueblo natal para vivir en soledad, mejor dicho en completa soledad. Buscar sosiego en este lugar pobremente poblado de humanos, junto al mar, en contacto directo con la naturaleza. Todos sabemos de su fuerza demoledora en ocasión de arreciar un huracán, el de la naturaleza digo, pero aun así juzgamos su ira como una actitud mucho más benévola que las palabras hirientes que pueden surgir de un hombre, y por qué no, de una mujer. Para ese entonces, todo lo había perdido.
Carlos parecía derrumbarse por momentos, pero luego reiniciaba su relato.
Aquel día caminaba como todas las tardes por la rivera, husmeando entre los depósitos que deja la marea, en busca de algún elemento que despertara mi interés. Así pasaba yo varias horas al día, pues este ejercicio relajaba mi mente. Buscaba pequeñas rocas de cuarzo o huesos de animales muertos para engrosar mi colección. La que lamentablemente no habrán observado con detalle, en el momento de la requisa.
En la playa, dijo, he encontrado muchos elementos extraños en el transcurso de los años, algunos objetos triviales que la gente desecha y otros con innegable atractivo. Si hay algo que me gusta hacer es especular sobre la procedencia de los mismos y sus antiguos propietarios. Siento placer al pensar que tal vez fueron lanzados desde algún crucero en altamar, desestimados simplemente por viejos, aunque nunca descarte la hipótesis de que algunos hubieran caído accidentalmente, causando angustia a su propietario.
Fue la tarde en que, pasando por la caleta de los lobos, encontré aquel par de zapatos. El agua de la bajante los volvía a empapar una y otra vez con sus disminuidos embates y los desplazaba para aquí y para allá. Esta vez Carlos acompañó sus palabras con un tímido y suave menear de antebrazos. Y osó mirar a la cara al fiscal por primera vez.
¿Acaso con las personas, mejor dicho con los afectos, no ocurre lo mismo? Preguntó. Entonces como a un bandido me asaltó la satisfacción de haber perpetrado el crimen perfecto. Si su antiguo dueño se hubiera embarcado en la empresa de recuperar sus zapatos, no habría en aquella costa lejana, quién pudiera descubrir que yo los había hallado y que se encontraban en mi poder.
Pero el hallazgo de los zapatos fue desde el primer instante algo especial para mí. Habían resistido los embates de la marea estoicamente. Obviamente habían sido confeccionados en cuero de primera calidad. Eran de color negro, sus tacos ampulosos se asemejaban a la caoba y, aunque ustedes no lo puedan creer, cada uno de ellos estaba convenientemente acordonado.
Los ojos de Carlos, estaban húmedos, embargados por lo que parecía ser la emoción de una gran dicha.
Decidí llevarlos a casa, una vez allí los puse de puntas sobre unas tablas cerca del fuego. Eran tan elegantes, que hasta con esta vulgar disposición y en esa composición miserable del interior de mi casa parecían caminar en punta de pies, aristocráticos, sigilosos, zapatos de hombre con una gran personalidad. Aquella noche dormí muy bien, el sueño me atrapó elaborando conjeturas sobre el pasado de aquel calzado ¿A quién habrían pertenecido? ¿Dónde se habrían fabricado? pues no pude encontrar marca identificatoria. Me regocijé en el hecho fortuito de que fuera yo -en tan vasta inmensidad- quien los hubiera encontrado, condenando al fracaso hasta al más prestigioso investigador en el caso de que alguien hubiera decidido recuperarlos. En la mañana desperté con una extraña y desconocida energía. Parecía que hasta las dolencias provocadas por mis bronquios enfermos habían desaparecido y me sentí por una vez en la vida, una persona importante.
Los observé, estaban totalmente secos y sólo una pequeña capita de sal en su parte inferior hacia recordar su naufragio. Con tanta voluntad había despertado que decidí caminar hasta la Villa en busca de algunos comestibles, betún y una franela con el fin de devolverles su antiguo esplendor.
Como ustedes sabrán, no me sobra el dinero, apenas sobrevivo con unos pocos pesos, esto explica lo rudimentario de mi vestimenta y los agujeros en mis botines.
Carlos atinó a levantar una de sus piernas para que los presentes pudieran constatar esta realidad, pero a mitad de la acción se amilanó y volvió a su posición normal.
Bueno, el caso es que los tomé y procedí a calzármelos, de pronto esa buena suerte que siempre me había sido esquiva estaba junto a mí. Mis pies entraron perfectamente en ellos, tan perfectamente que parecía que hubiesen sido confeccionados a medida.
Se convirtió por un instante en un Carlos eufórico, sus palabras derrochaban entusiasmo, pero inmediatamente decayó y agregó: -Yo no creo en la suerte, ni en el destino, ni en cosas así. ¡Qué bien que me sentía aquella mañana! Mi cuerpo pareció rejuvenecer de pronto y en el trayecto a la despensa observé cosas, cosas bellas, que jamás había visto, aunque sin dudas siempre habían estado ahí. Cuando la almacenera intentó engañarme -como habitualmente lo hacía- en el quilaje de unas papas, se lo recriminé con serena firmeza. Qué reconfortante fue aquel momento, que satisfacción da acabar con una injusticia que nos ha humillado por años. Por más insignificante que ésta sea, yo creo que se debería recapacitar sobre las consecuencias que estas acciones provocan en nosotros. Tan profundo había sido mi cambio que comencé a visitar asiduamente la pequeña biblioteca local, compré papel y lápiz e intenté escribir nuevamente. Creí aniquilar los fantasmas del pasado y por primera vez edificar en palabras algo digno. ¡Ah, qué satisfacción! ¡Qué hermosos eran los días!
A Carlos parecía que la dicha de vivir lo inundaba, como un hombre que… Yo estaba totalmente convencido de que todo se lo debía a aquellos zapatos, tiré al mar mis pastillas para los nervios, había logrado mi máxima aspiración: -Escribir un cuento que merecía ser leído. ¡Cómo había cambiado mi vida! Hasta fui capaz de enredarme en amoríos con una bonita muchacha del muelle. Y de no haber existido nunca este embrollo le hubiera solicitado que se casara conmigo. Parecía -a pesar de mis años- que mi juventud había regresado, que algún milagro había suplido aquel mes, inconcluso y que mi mente tenía las herramientas para ser una persona respetada.
Todo se lo debía a aquellos zapatos, y estaba dispuesto a preservarlos hasta el fin de mis días, por eso los protegí dentro de la pequeña alacena que se encuentra junto a la estufa, siempre inmaculados, prontos a calzármelos. Tal era mi obsesión que los lustraba hasta tres veces al día.
Carlos quedó en silencio por un instante, su semblante pasó de la euforia a una tristeza contagiosa, y agrego: -Antes de prejuzgarme por adorar a un par de zapatos, tengan en cuenta cuantos millones de personas veneran una vaca, una esfinge apócrifa de yeso, una roca, o cientos de cosas así. Por qué no podría yo adorar mis zapatos, si habían transformado mi mísera vida para siempre, bueno, eso fue lo que creí.
Una tarde, luego de mis paseos en busca de piedritas o huesos de animales regresé a casa y encontré la puerta abierta. No me asombró el desorden, pues yo nunca fui un tipo ordenado, pero noté la ausencia de algunas herramientas. Luego una duda me asaltó y un estremecimiento, acompañado de un sudor frío se apoderó de mi cuerpo. Las puertillas de la alacena estaban entreabiertas, tropecé con algo y caí de bruces pero aun en esta calamitosa situación mis manos alcanzaron el mueble. Horrorizado comprobé que ya no estaban. Debo haber dado gritos semejantes a los de una fiera ¡Los zapatos! ¡Los zapatos!
Caí en la desesperación, busqué mis pastillas pero entonces recordé que las había arrojado al mar. No sé cuánto tiempo estuve inconsciente. Realicé la denuncia formal, imputación que tal vez fue desestimada, claro, ¿cómo podría alguien suponer lo que esto significaba para mí?, sólo un loco podría hacer semejante escándalo por un par de zapatos, robándole tiempo y distrayendo de cosas más importantes a la justicia.
Día a día visité la dependencia en busca de buenas noticias, pero éstas no aparecían. Entonces decidí realizar mi propia búsqueda. Indagué desesperadamente, hurgué tarros de basura y observé detenidamente cada par de piernas que transitaban por las calles, y cuando creí ya no tener más esperanzas descubrí quién me los había robado. Lo espere en un recodo del camino como una fiera agazapada, salté y lo derribé de un certero golpe de martillo en la cabeza, lo arrastré hasta mi casa. Su cuerpo era voluminoso. Llegué extenuado, al punto de casi no poder respirar. Sí, es verdad, podría habérselos reclamado o quitárselos luego del desmayo, ¿Pero ustedes saben lo que es la ira contenida durante años? Me embargo un sentimiento atroz de venganza, él había logrado retornarme a mi antigua vida, a esa vida que yo tanto desprecio. El energúmeno comenzaba a despertar, aunque todavía estaba semi inconsciente. Entonces…entonces tomé la sierra de arco y -a pesar de los alaridos- le corté una y posteriormente la otra pierna a la altura de sus rodillas.
©Daniel Cabaza |