Sólo una visita.
El teléfono sonó, y cuando atendí identifiqué al instante su voz tan particular.
Viajo por la tarde hacia capital y necesito verte antes de partir -dijo-
Respondí con un parco –está bien-
Acordamos encontrarnos en casa.
Nos habíamos conocido hacía un tiempo atrás en el comercio de mi padre; yo era gerente de compras de la empresa familiar - en honor a la verdad, detestaba aquella tarea- y era obvio que no haría más que sumar otro fracaso a mi larga lista de infortunios laborales.
En menos de una hora llegaría, justo en domingo, cuando yo elegía escapar a alguna playa desierta y olvidar -aunque más no fuera temporalmente- mis responsabilidades.
Caminé nervioso hacia la ventana del living, no pude evitar tropezar con el apoyabrazos del sillón y hacer añicos el cenicero de cristal contra el piso. Al fin, apoyé mi cuerpo contra el marco de la ventana, y observé el patio desierto mientras me hundía en especulaciones ante la inminente llegada de Alberto.
¿Qué querría? No voy a negar que disfrutaba de nuestras charlas en mi oficina; donde -en oportunidades- olvidaba su objetivo: vender los productos que comercializaba. No esperaba de su parte la propuesta de una gran operación que me redimiera en mi papel de comerciante malogrado, y, su llamado no hizo más que reavivar mis propios cuestionamientos y angustias. Hubiera sido más ventajoso -a juicio de mi madre- un almuerzo en algún paquete local gastronómico – como aquel que rechacé días atrás alegando falsas excusas- con un representante de una prestigiosa marca comercial, que un encuentro trivial con un vendedor de carne envasada de segunda categoría. ¿Para qué querría verme antes de partir?
¡Vendría a solicitarme un préstamo! ¡Sí! dinero para financiar su viaje. Recordé que me había comentado semanas atrás irse a Europa, en busca de nuevas oportunidades. Ni que fuera tan fácil pensé, otro fracasado más que trabajará de asador en algún restaurante atestado de gringos insípidos y explotadores.
Sí, seguramente eso era, me solicitaría dinero al cual yo accedería a prestarle, aún a sabiendas que jamás me lo devolvería. Era obvio que el pobre diablo no tendría a quien recurrir y… aquí estaba yo.
Cuánta razón tenía mi madre cuando afirmaba con una crudeza que laceraba mi interior: -Solo se te acercan para sacar ventaja de tu situación, mejor fíjate con quién te juntas y piensa en tu propio provecho-.
Mientras me retorcía en especulaciones el tiempo parecía volar y él ya estaba por llegar. Mi carácter débil me llevaría a claudicar ante sus pretensiones y una vez más quedaría al descubierto mi incapacidad para sobrevivir a este mundo podrido y preñado de intereses. Ahí, apoyado contra la ventana, me invadieron los mismos miedos que me solían atormentar aun siendo un niño.
En el transcurso de menos de una hora comencé a odiar a Alberto. Pero ya era tarde para volver atrás, no había tenido el coraje de negarme o inventar alguna excusa para evitar su visita. Deseé entonces que en el trayecto a casa su automóvil fuera arrollado o que sufriera un grave desperfecto que le imposibilitara llegar.
Pero no fue así... El auto aparcó junto a la casa, descendió visiblemente despreocupado y con una sonrisa cínica ignorando el terrible mal que me había causado -pensé en no abrir la puerta pero no fui capaz de hacerlo-
Hola ¿Cómo estás?
Bien, mentí con voz temblorosa-
¿Estas seguro?-insistió al ver mi rostro pálido.
¡Si! solo tuve una mala noche, dije mintiendo por segunda vez.
Observamos los cristales del cenicero desparramados sobre el piso, pero no hicimos comentarios.
Mis ojos descubrieron el cuchillo sobre la mesa.
No tardamos más que unos pocos minutos en impregnar el ambiente con una densa humareda, pues al igual que yo era un fumador empedernido, y a pesar de ello el miserable pensaba todavía en un futuro mejor.
Fingí prestarle atención, ignorar su risa extrovertida; pero lo que más ambicionaba era que esta tortura terminara, que de una vez por todas cumpliera con su cometido y así poder escapar a algún lugar desierto donde no existiera humano alguno.
Luego de un breve silencio dijo: ¿Recuerdas lo del viaje a España a casa de unos parientes que me han ofrecido un buen empleo?
Ahora vendría el reclamo, esto era evidente.
-¡Si! Respondí con furia muy bien disimulada mientras sujetaba el impulso de correr, tomar el cuchillo y clavárselo hasta volverlo un amasijo de carne reventada.
-Pues -trago saliva como si aún quedara en él un resquicio de honorabilidad. Pues – reiteró aparentemente recuperado y aniquilada la última gota de escrupulosidad- esta tarde parto a capital y desde allí tomaré el avión hacia el viejo continente. Tal vez, no nos veamos nunca más, pero no podía irme sin antes despedirme de, las tres personas, a las que aprendí a querer muchísimo durante mi estancia en esta ciudad y… una de ellas eres tú.
Apoyé mi cuerpo sobre el marco de la ventana, Alberto abordó el vehículo y partió, intenté un saludo levantando mi mano con un movimiento casi espasmódico. No pude ver si hubo una respuesta. Seguramente no lo volvería ver; lástima, tal vez… le hubiera confesado algunas cosas.
Especulé en barrer y tirar a la basura los restos del cenicero pero arrebaté el cuchillo y lo guardé en el cajón, tomé las llaves, salí con la intención de huir, de buscar refugio en algún lugar desierto, solo… con mis miserias.
©Daniel Cabaza |