Mis contrincantes son pequeñitos, de color negro y tienen una forma de trasladarse que raya la neurosis. Aparecen por debajo de un gran cajón de madera, que hace a su vez de una improvisada mesa, y trepan hasta la azucarera. Luego buscan con determinación el orificio del pico vertedor y se introducen desoyendo mis constantes protestas. No son agresivas, pero me fastidia su comportamiento indiferente, su obsesiva tozudez y su atropello hacia la propiedad privada.
Con el transcurrir de los días me resigné a convivir con ellas. No opté por un asesinato en masa que las extinguiera para siempre, porque, al fin y al cabo, me caen simpáticas. Simplemente las dejo hacer su trabajo. En un delgado hilo de color negro se mueven por efectos de la física, ingresando en el recipiente, toman su botín, y salen –a pocos milímetros- por una ruta paralela, parecen hombres de color negro transportando tenazmente grandes fardos de algodón en sus espaldas.
Tan tolerante e indulgente me he vuelto que ingenié un método para divertirme con ellas: en las mañanas –mientras procedo a la preparación de mi infusión- tomo con mi mano derecha la azucarera de plástico y levanto mi brazo como si fuera un característico saludo hitleriano, lo hago para constatar su presencia. Luego -cuando el agua está a punto de ebullición- vierto sobre la yerba el azúcar (exagero su proporción porque a mí me gustan las cosas extremadamente dulces) y como consecuencia de esta operación se precipitan al vacío mezclándose con la blancura de la sustancia, negritas, desorientadas, presagiando su trágico final.
Entonces, con mi lupa de mano las vuelvo a observar. Son diminutas, caminan temerosas e histéricas sobre lo que debe parecerles un montón de palos, yerguen sus cuerpitos segmentados y menean desconfiadamente sus antenas, y en ese momento procedo a verter el agua caliente. A través del vapor emergen leves crujidos, como a cuerpos óseos que se resquebrajan brutalmente, aunque tal vez sean alaridos de dolor o inútiles grititos de auxilio que obviamente… yo, no puedo descifrar, porque no comprendo su dialecto.
©Daniel Cabaza |