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Henry van Dyke

"El otro rey mago"

Capítulo 1: "El signo en el cielo"

Biografía de Henry van Dyke en Wikipedia

 
 
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Música: Brahms - Three Violin Sonata - Violin Sonata No. 3 - Op. 108
 
El otro rey mago
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Introducción

 

El lector ya conoce la historia de los Tres Reyes Magos que viajaron desde remotas tierras para presentar sus ofrendas en el pesebre de Belén. Pero, ¿ha oído la historia del cuarto Rey Mago, que también vio la estrella y la siguió, aunque no pudo llegar a tiempo?

El signo en el cielo

Aquí he de relatar las andanzas de aquel peregrino que, a pesar de haberle sido negado la realización de su mayor anhelo, encontró el éxito en esa negativa.

Contaré la historia guiándome por los fragmentos que oí en el Vestíbulo de los Sueños, en el Palacio del Corazón del Hombre.

Por los días en que César Augusto, era señor de muchos reyes y Herodes reinaba en Jerusalén, un tal Artabán El Medo vivía en la ciudad de Ecbatana, entre las montañas de Persia. Desde su tejado podía contemplar las almenas alzadas de blanco y negro, carmesí, azul, rojo, plata y oro, hasta la colina donde brillaba el palacio de verano de los emperadores Parthians como una joya en una corona de siete cuerpos.

En torno a la morada de Artabán se extendía un hermoso jardín bañado por arroyos que descendían de las faldas del monte Orontes y donde las aves, innumerables, hacían oír su canto. Pero en la dulce y aromática oscuridad de esta noche de septiembre, sólo se oía el sonido de las aguas saltarinas. Por encima de los árboles, una luz débil brillaba a través de los arcos encortinados de la cámara superior, donde el señor de la casa celebraba consejo con sus amigos.

Artabán contaba unos 40 años, su pelo era negro, su mirada brillante y sus labios delgados y de líneas firmes. Tenía el rostro de un soñador y la boca de un soldado, indicios de su gran sensibilidad y de la firmeza de su carácter.

Vestía túnica de seda, manta de lana blanca y gorra del mismo color. Tal era el hábito de la antigua hermandad de los magos, denominados los Adoradores del Fuego.

-¡Bienvenidos! –exclamaba a medida que sus amigos entraban en la habitación–.  Sed bienvenidos y que el placer de vuestra presencia ilumine esta casa.

Los reunidos eran nueve, de diferentes edades, pero iguales en la riqueza de su vestimenta. Llevaban un grueso collar de oro que los distinguía como nobles Parthians, y un medallón del mismo metal, emblema de los sectarios de Zoroastro. Se ubicaron en torno de un pequeño altar negro donde ardía una llama diminuta. Artabán, de pie junto al ara, alimentaba el fuego con ramitas de abeto seco y aceites fragantes. Luego, al iniciar el arcaico canto, se unió a su voz la de sus compañeros entonando el hermoso himno a Ahura Mazda:

“Adoramos al Espíritu Divino, poseedor de toda bondad y sabiduría…”

El himno parecía avivar el fuego, que llegó a iluminar toda la habitación…

Como cumple a la residencia de un hombre, el salón ofrecía una exuberante ornamentación oriental que expresaba el carácter y el espíritu de su señor.

Al terminar el himno, Artabán invitó a sus amigos a tomar asiento y comentó:

- Habéis acudido a mi llamado, como fieles discípulos de Zoroastro, a fin de renovar vuestra devoción y fe en el Dios de la Pureza, de igual modo que este fuego se ha avivado en el altar. Porque el fuego es la más pura de todas las cosas creadas lo hemos elegido como el símbolo de Aquel. Este fuego nos habla de quien es la Luz y la Verdad. ¿No es así, padre mío?

-Has dicho bien, hijo mío –repuso el Venerable Abgarus–. Los ilustrados jamás son idolatras, pues descorren el velo de las formas para penetrar en el santuario de la verdad.

-Oídme, pues padre mío, y vosotros, amigos. Juntos hemos estudiado los secretos de la naturaleza y las virtudes ocultas del agua, del fuego y de las plantas. También hemos leído los libros de las profecías. Pero la más elevada de las ciencias es el conocimiento de las estrellas, y seguir su curso equivale a descifrar los misterios de la vida. Pero, ¿nuestro conocimiento de ellas no es aún incompleto? ¿No hay todavía muchas más estrellas más allá de nuestro horizonte? ¿Luces conocidas sólo por los habitantes de las lejanas tierras del Sur?

Se alzó en la sala un murmullo de asentimiento.

- Las estrellas constituyen los pensamientos del Eterno –observó Tigranes–. Son incontables. La máxima sabiduría en la Tierra es la de los Magos porque están conscientes de su ignorancia. Y allí reside el secreto de su poder. Mantenemos a los hombres en constante busca de un nuevo amanecer, pero nosotros sabemos que las tinieblas son iguales a la Luz y que el conflicto entre esta y aquellas jamás terminará.

- Esa teoría no me satisface -replico Artabán-, porque si la espera es eterna, el mirar y aguardar no sería muestra de sabiduría. El nuevo amanecer sin duda llegará en el tiempo señalado. ¿No afirman nuestros libros que los hombres verán el resplandor de una nueva luz?

- Es verdad –terció Abgarus–, todo fiel discípulo de Zoroastro conoce la profecía: “Ese día, Sosioh el Victorioso se alzará de entre los profetas y a su alrededor brillará un gran resplandor. Él convertirá la vida en eterna, incorruptible e inmortal, y los muertos volverán a levantarse.”

- Padre mío –dijo entonces Artabán, con el rostro iluminado–, yo he llevado esta profecía en mi corazón. La religión que no abriga una gran esperanza es como un altar donde no arde un fuego vivo. Y ahora os diré que, a la luz de su llama, he leído otras palabras que hablan de esto aún con más claridad –mostró dos rollos de lino que tenían algo escrito–. Mucho tiempo antes de que nuestros ancestros llegaran a las tierras de Babilonia, ya existían sabios en Caldea, de los cuales los primeros magos aprendieron el secreto de los cielos. Y de ellos, Balaam fue uno de los más poderosos. Atended a las palabras de su vaticinio: “De Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel”

- Judá vivió cautivo a orillas de los ríos de Babilonia –repuso Tigranes con desdén– y los hijos de Jacob eran esclavos de nuestros reyes. Las tribus de Israel se hallan esparcidas entre las montañas, como otras tantas ovejas extraviadas. Del resto, que vive en Judea bajo el yugo de Roma, no se alzará estrella ni cetro alguno.

- Aun así –replico Artabán–, fue el hebreo Daniel, el gran estudioso de los sueños, el sabio Beltsassar, el hombre más honrado y querido de nuestro gran rey Ciro. Profeta infalible y lector de los pensamientos del Todopoderoso, Daniel demostró su valía ante nuestro pueblo y escribió: “Entiende y comprende: Desde el instante en que salió la orden de volver a construir Jerusalén, hasta un Príncipe Mesías, el tiempo será de siete y sesenta y dos semanas”

- Pero, hijo mío –objetó Abgarus–, esos son números místicos. ¿Quién será capaz de desentrañar su sentido?

Artabán contestó:

- Con mis compañeros magos Gaspar, Melchor y Baltasar he examinado las antiguas tablas de Caldea y calculado el tiempo. El día llegará este año. Hemos observado el firmamento, y durante esta primavera vimos que dos de las estrellas mayores se acercaban para formar la señal del pez, que representa a la tribu de los hebreos. Vimos también una nueva estrella, que brilló durante una noche y se desvaneció. Ahora, los dos grandes planetas se están aproximando de nuevo. Esta noche es la de su conjunción. En el antiguo Templo de las Siete Esferas, en Borsippa, en Babilonia, mis tres compañeros se encuentran observando y yo estoy haciendo lo mismo, pero aquí. Si la estrella vuelve a brillar, dentro de diez días emprenderemos juntos el camino a Jerusalén para ver y adorar al ungido que vendrá al mundo como Rey de Israel. Estoy seguro de que el signo llegará y tengo todo dispuesto para mi viaje. He vendido mi casa y mis propiedades y comprado estas tres joyas: un zafiro, un rubí y una perla para entregársela al rey como tributo. Os invito a que me acompañéis en este peregrinaje para que recibamos al Príncipe todos juntos.

Artabán les mostró las tres grandes gemas: una azul como el cielo; otra, más roja que el rayo del alba; y la última, tan pura como la nieve.

Pero sus amigos lo miraban con indiferencia y extrañados, como quien ha oído relatos increíbles, o alguna propuesta para realizar una empresa imposible. Por fin Tigranes habló:

- Tu sueño es vano, es el resultado de haber pasado demasiado tiempo contemplando las estrellas y cultivando pensamientos elevados. Ningún rey surgirá de la desmembrada raza de Israel y nadie podrá incorporarse jamás a la eterna batalla entre las tinieblas y la luz. Quien espere tal cosa, no hace sino perseguir una sombra. Adiós.

Así, cada uno de los presentes rehusó participar en la búsqueda y desearon a su anfitrión, buena suerte. Sin embargo, Abgarus, el más anciano, permaneció hasta que los demás se hubiesen marchado, y comentó:

- Hijo mío, quizás la luz de la verdad resplandezca en este signo aparecido en los cielos; o tal vez no sea sino la sombra que dijo Tigranes. Pero más vale ir tras la sombra de algo mejor que darse satisfecho con lo peor. Quienes anhelan ver prodigios, deben estar prontos a viajar solos. Estoy demasiado viejo para emprender una jornada semejante, pero mi corazón os acompañará en vuestro peregrinaje día y noche. Id en paz.

Así pues, Artabán quedó a solas en la habitación cuya bóveda aparecía cuajada de estrellas. Durante largo rato estuvo contemplando la llama que se consumía en el altar y luego se dirigió a la terraza.

El temblor de la tierra antes de que esta despierte de su sueño nocturno había comenzado, y la fresca brisa que anuncia el amanecer bajaba desde el monte Orontes. Se oía el trino de las aves que empezaban a despertar, y de los emparrados subía el aroma de la vid ya madura.

A lo lejos, la neblina cubría la pradera oriental, y en el horizonte occidental zigzagueaban los picos de la sierra de Zagros. El cielo estaba limpio. Júpiter y Saturno giraban juntos.

De pronto, Artabán descubrió en la oscuridad una luz celeste que cambió su color a rojo y tomó la forma de una esfera. Luego, dicha luz se elevó en espiral y tornóse en un punto de albo resplandor que, diminuto y muy remoto, rutilaba en la bóveda del firmamento.

Artabán inclino la cabeza… “Esta es la señal”, pensó. “… Ya viene el Rey, y yo partiré a su encuentro”.

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