"Rosarito" Capítulo 5
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Música: Brahms - Klavierstucke Op.76 - 4: Intermezzo |
Rosarito |
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V Un antiguo reloj de sobremesa dió las diez. Era de plata dorada y de gusto pesado y barroco, como obra del siglo XVIII. Representaba a Baco coronado de pámpanos y dormido sobre un tonel. La Condesa contó las horas en voz alta, y volvió al asunto de su conversación: —Yo sabía que habías pasado por Santiago, y que después estuviste en la feria de Barbanzón disfrazado de chalán. Mis noticias eran de que conspirabas. — Ya sé que eso se ha dicho. — A ti se te juzga capaz de todo, menos de ejercer la caridad como un apóstol... Y la noble señora sonreía con alguna incredulidad. Después de un momento añadió, bajando insensiblemente la voz: — ¡Es el caso que no debes tener la cabeza muy segura sobre los hombros! Y tras la máscara de frialdad con que quiso revestir sus palabras, asomaban el interés y el afecto. Don Miguel repuso en el mismo tono confidencial, paseando la mirada por la sala: — ¡Ya habrás comprendido que vengo huyendo! Necesito un caballo para repasar mañana mismo la frontera. — ¿Mañana? — Mañana. La Condesa reflexionó un momento: — ¡Es el caso que no tenemos en el Pazo ni una mala montura!... Y como observase que el emigrado fruncía el ceño, añadió: — Haces mal en dudarlo. Tú mismo puedes bajar a las cuadras y verlo. Hará cosa de un mes pasó por aquí haciendo una requisa la partida de El Manco, y se llevó las dos yeguas que teníamos. No he querido volver a comprar porque me exponía a que se repitiese el caso el mejor día. Don Miguel de Montenegro la interrumpió: — ¿Y no hay en la aldea quien preste un caballo a la Condesa de Cela? A la pregunta del mayorazgo siguió un momento de silencio. Todas las cabezas se inclinaban, y parecían meditar. Rosarito, que con las manos en cruz y la labor caída en el regazo estaba sentada en el canapé al lado de la anciana, suspiró tímidamente: — Abuelita, el Sumiller tiene un caballo que no se atreve a montar. Y con el rostro cubierto de rubor, entreabrierta la boca de madona, y el fondo de los ojos misterioso y cambiante, Rosarito se estrechaba a su abuela cual si buscase amparo en un peligro. Don Miguel la infundía miedo, pero un miedo sugestivo y fascinador. Quisiera no haberle conocido, y el pensar en que pudiera irse la entristecía. Aparecíasele como el héroe de un cuento medroso y bello cuyo relato se escucha temblando, y, sin embargo, cautiva el ánimo hasta el final, con la fuerza de un sortilegio. Oyendo a la niña, el emigrado sonrió con caballeresco desdén, y aun hubo de atusarse el bigote suelto y bizarramente levantado sobre el labio. Su actitud era ligeramente burlona: — ¡Vive Dios! Un caballo que el Sumiller no se atreve a montar casi debe ser un Bucéfalo. ¡He ahí, queridas mías, el corcel que me conviene! La Condesa movió distraídamente algunos naipes del solitario, y al cabo de un momento, como si el pensamiento y la palabra le viniesen de muy lejos, se dirigió al capellán: — Don Benicio, será preciso que vaya usted a la rectoral y hable con el Sumiller. Don Benicio repuso, volviendo las hojas de «El Año Cristiano»: — Yo haré lo que disponga la señora Condesa; pero, salvo su mejor parecer, el mío es que más atendida había de ser una carta de vuecencia. Aquí levantó el clérigo la tonsurada cabeza, y al observar el gesto de contrariedad con que la dama le escuchaba, se apresuró a decir: — Permítame, señora Condesa, que me explique. El día de San Cidrán fuimos juntos de caza. Entre el Sumiller y el abad de Cela, que se nos reunió en el monte, hiciéronme una jugarreta del demonio. Todo el día estuviéronse riendo. ¡Con sus sesenta años á cuestas, los dos tienen el humor de unos rapaces! Si me presento ahora en la rectoral pidiendo el caballo, por seguro que lo toman a burla. ¡Es un raposo muy viejo el señor Sumiller! Rosarito murmuró con anhelo al oído de la anciana: — Abuelita, escríbale usted... La mano trémula de la Condesa acarició la rubia cabeza de su nieta: — ¡Ya, hija mía!... Y la Condesa de Cela, que hacía tantos años estaba amagada de parálisis, irguióse sin ayuda, y, precedida del capellán, atravesó la sala, noblemente inclinada sobre su muleta, una de esas muletas como se ven en los santuarios, con cojín de terciopelo carmesí guarnecido por clavos de plata. |
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