"Rosarito" Capítulo 2
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Música: Brahms - Klavierstucke Op.76 - 4: Intermezzo |
Rosarito |
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II La niña entorna los ojos, palidece, y sus labios agitados por temblor extraño dejan escapar un grito: — ¡Jesús!... ¡Qué miedo!... Interrumpe su lectura el clérigo; y mirándola por encima de los espejuelos, carraspea: — ¿Alguna araña, eh, señorita?... Rosarito mueve la cabeza: — ¡No, señor, no! Rosarito estaba muy pálida. Su voz, un poco velada, tenía esa inseguridad delatora del miedo y de la angustia. En vano por aparecer serena quiso continuar la labor que yacía en su regazo. Temblaban demasiado entre aquellas manos pálidas, trasparentes como las de una santa; manos místicas y ardientes, que parecían adelgazadas en la oración, por el suave roce de las cuentas del rosario. Profundamente abstraída clavó las agujas en el brazo del canapé. Después con voz baja e íntima, cual si hablase consigo misma, balbuceó: — ¡Jesús!... ¡Qué cosa tan extraña! Al mismo tiempo entornó los párpados, y cruzó las manos sobre el seno de cándidas y gloriosas líneas: Parecía soñar. El capellán la miró con extrañeza: — ¿Qué le pasa, señorita Rosario? La niña entreabrió los ojos y lanzó un suspiro: — ¿Diga, Don Benicio, será algún aviso del otro mundo?... — ¡Un aviso del otro mundo!... ¿Qué quiere usted decir? Antes de contestar, Rosarito dirigió una nueva mirada al misterioso y dormido jardín a través de cuyos ramajes se filtraba la blanca luz de la luna, luego en voz débil y temblorosa murmuró: — Hace un momento juraría haber visto entrar por esa puerta a Don Miguel Montenegro... — ¿Don Miguel, señorita?... ¿Está usted segura? — Si; era él, y me saludaba sonriendo... — ¿Pero usted recuerda a Don Miguel Montenegro? Si lo menos hace diez años que está en la emigración. — Me acuerdo, Don Benicio, como si le hubiese visto ayer. Era yo muy niña, y fui con el abuelo a visitarle en la cárcel de Santiago, donde le tenían preso por liberal. El abuelo le llamaba primo. Don Miguel era muy alto, con el bigote muy retorcido, y el pelo blanco y rizoso. El capellán asintió: — Justamente, justamente. A los treinta años tenía la cabeza más blanca que yo ahora. Sin duda, usted habrá oído referir la historia... Rosarito juntó las manos: — ¡Oh! ¡Cuántas veces! El abuelo la contaba siempre. Se interrumpió viendo enderezarse a la Condesa. La anciana señora miró a su nieta con severidad, y todavía mal despierta murmuró: — ¿Qué tanto tienes que hablar, niña? Deja leer a Don Benicio. Rosarito, inclinó la cabeza, y se puso a mover las agujas de su labor. Pero Don Benicio, que no estaba en ánimo de seguir leyendo, cerró el libro y bajó los anteojos hasta la punta de la nariz. — Hablábamos del famoso Don Miguel, Señora Condesa. Don Miguel Montenegro, emparentado, si no me engaño, con la ilustre casa de los Condes de Cela... La anciana le interrumpió: — ¿Y a dónde han ido ustedes a buscar esa conversación? ¿También usted ha tenido noticia del hereje de mi primo? Yo sé que está en el país, y que conspira. El cura de Cela, que le conoció mucho en Portugal, le ha visto en la feria de Barbanzón, disfrazado de chalán. Don Benicio se quitó los anteojos vivamente: — ¡Hum! He ahí una noticia, y una noticia de las más extraordinarias. ¿Pero no se equivocaría el cura de Cela?... La Condesa se encogió de hombros: — ¡Qué! ¿Lo duda usted? Pues yo no. ¡Conozco harto bien a mi señor primol — Los años quebrantan las peñas, Señora Condesa: Cuatro anduve yo por las montañas de Navarra con el fusil al hombro, y hoy, mientras otros baten el cobre, tengo que contentarme con pedir a Dios en la misa el triunfo de la santa causa. Una sonrisa desdeñosa asomó en la desdentada boca de la linajuda señora: — ¿Pero quiere usted compararse, Don Benicio?... Ciertamente que en el caso de mí primo, cualquiera se miraría antes de atravesar la frontera; pero esa rama de los Montenegros es de locos. Loco era mi tío Don José, loco es el hijo y locos serán los nietos. Usted habrá oido mil veces en casa de los curas hablar de Don Miguel; pues bien, todo lo que se cuenta no es nada comparado con lo que ese hombre ha hecho. El clérigo repitió a media voz: — Ya sé, ya sé... Tengo oído mucho. ¡Es un hombre terrible, un libertino, un masón! La Condesa alzó los ojos al cielo y suspiró: — ¿Vendrá a nuestra casa? ¿Qué le parece a usted? — ¿Quién sabe? Conoce el buen corazón de la Señora Condesa. El capellán sacó del pecho de su levitón un gran pañuelo a cuadros azules, y lo sacudió en el aire con suma parsimonia: Después se limpió la calva: — ¡Sería una verdadera desgracia! Si la Señora atendiese mi consejo, le cerraría la puerta. Rosarito lanzó un suspiro. Su abuela la miró severamente y se puso a repiquetear con los dedos en el brazo del canapé: — Eso se dice pronto, Don Benicio. Está visto que usted no le conoce. Yo le cerraría la puerta y él la echaría abajo. Por lo demás, tampoco debo olvidar que es mi primo. Rosarito alzó la cabeza. En su boca de niña temblaba la sonrisa pálida de los corazones tristes, y en el fondo misterioso de sus pupilas brillaba una lágrima rota. De pronto lanzó un grito. Parado en el umbral de la puerta del jardín estaba un hombre de cabellos blancos, estatura gentil y talle todavía arrogante y erguido. |
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